PANTOJA
Pantoja, El pueblo al cual arribamos de noche (última parada antes de Iquitos), luego de un rato bamboleándonos en el rio Napo a escasos centímetros del agua, consistía en apenas unas 20 casitas, de las cuales una era un comedor, dos eran almacenes, dos eran hoteles, una era el edificio de migraciones, el resto eran hogares, y chau gracias.
La «calle» era una especie de pasillo de tierra entre el rio y las casitas, y en ese momento estaba todo un poco embarrado por las constantes lluvias selváticas.
Poner la carpa era una opción algo complicada (por la oscuridad) y sucia, dadas las circunstancias, pero nos habían dicho que uno de los hoteles era muy barato, así que decidimos corroborarlo.
Al entrar al primer hotel que vimos, cuya entrada nos sorprendió por ser amplia y llena de baldosas blancas, nos encontramos con una situación que nos transportó inmediatamente a otras épocas… incluso épocas que nunca vivimos: unos 6 niños veían juntos dibujitos animados, en una tele de tubo de unas 14 pulgadas, con algo de lluvia en la imagen.
Pensamos que quizás, ese era el televisor del pueblo, y a esa hora los niños se reunían a ver la tele, y no pudimos evitar una sonrisa.
El precio del hotel era todavía más barato de lo que nos habían dicho, valía 5 dólares por persona la noche, así que decidimos que era un lujo que podíamos permitirnos por una noche.
En ese momento, nos sorprendía lo barato que era.
Cuando entramos al cuarto, ya no nos sorprendió tanto. Y nos dimos cuenta que no eso no sería darnos precisamente “un lujo”.
Había dos camas, cuyos colchones eran más finitos que una hostia de Comunión. Te sentabas y era como estar arriba de las tablas directamente.
Cómo será, que nuestras colchonetas inflables de acampar, con 8 cms de espesor, eran mucho más cómodas que eso.
Encima, cuando nos acostamos un rato, nos comieron las pulgas.
Y no, no estamos exagerando, las veíamos saltar y prenderse de nuestra piel.
Allá fuimos y nos pusimos repelente, que tampoco sirvió de mucho.
En el baño, la cisterna no funcionaba, pero epa, no se preocupen, está todo calculado… el caño de la pileta del lavamanos perdía, así que había que dejar un balde debajo, y cuando ese balde se llenaba, podía usarse para tirar el agua en el water cló, a modo de cisterna. Todo fríamente calculado.
La ventana era muy grande, pero uno de los vidrios estaba roto, parcheado con un pedazo de papel, mientras que el resto del ventanal consistía en esas esteras de madera sin nada que las cubriera, es decir, con suficiente espacio para meter una mano entre tablita y tablita de la estera. Al otro lado de la ventana había un mosquitero, pero estaba roto, así que no servía de mucho.
En una que yo estaba jugando en el celular, escucho un «pluuummm» y miro a Wa; estaba medio hundido en la cama, con cara de circunstancia. Resulta que cuando se paró en la cama para ver algo en la ventana, las tablas de abajo cedieron, o se corrieron, o se las terminaron de comer las termitas o quien sabe, y el colchón quedó hundido hasta el piso en el medio. Igual, para estar sentado había lugar, pero para dormir… bueno, ya llegaremos a eso luego.
En un momento, mientras yo me estaba rascando las pulgas como una condenada, me pide que me fije unas manchas que estaba viendo en la pared del baño, a ver si eran arañas o algo.
Acá vale aclarar que a él le dan terror las arañas, y por eso yo soy la «quita arañas» de la pareja.
Cuando me acerco, y miro la «mancha» me tapé la boca instintivamente, y mi cerebro iba a mil para buscar las palabras adecuadas de decirle a Wa que eso de ahí no era una arañita… eran dos arañotas. Una, la mas chica, era del tamaño de una pelota de ping pong digamos, mientras que la otra era del tamaño de mi mano.
Y bruta como soy, viendo que pensar tanto no me sirvió de nada, lo miro y le digo «¡ES LA ARAÑA MAS GRANDE QUE VI EN LA VIDA!». Psicología a full, bien ahí Joy, bien ahí.
El asuntito, era que estaban cerca del techo, y éste era tan alto que yo no tenía forma de hacer que la bichita se moviera para sacarla del cuarto (si, sacarla, porque prefiero sacarlas antes que matarlas… a menos que me «obliguen» a hacerlo).
Viendo que no había dónde apoyarme, voy y le pido al que atendía el hotel, si podía ir a sacarme «dos arañitas» del cuarto. El tipo llega, armado con una escoba, y cuando las ve dice «ah, están muertas», y al tocarlas con el palo, la chica cae al piso muerta, pero la grande sale corriendo, rápida como un cheetah, y escapa por la ventana. La tipa sabía exactamente a dónde tenía que ir.
A todo esto, Wa saltando a medio vestir en la cama hundida, porque ¿no lo mencioné antes? Su cama era la que estaba pegada a la ventana.
Acto seguido, el muchacho se va, y Wa se dedica a gastar medio tarro de repelente en las ventanas, para evitar que entren más amigas patudas.
Acuérdense que las ventanas no cerraban herméticamente, sino que quedaban las rejillas abiertas.
De todas formas, no tengo ni que aclarar que esa noche, dormimos los dos en mi cama, lejos de la ventana.
La idea era mantener las luces encendidas, para ver cualquier movimiento en algún momento que nos despertásemos o lo que fuere, pero súbitamente, a las 00:00 hs, las luces murieron de forma agónica, casi apocalíptica, y con ellas, el sonido del pueblo.
Sí, en Pantoja se usaba un generador de energía, el cual permanecía encendido de 17 a 00:00 hs, lo cual explicaba en parte la escena de los niños viendo la tele.
Esperando sentir patitas caminándonos por encima, nos dormimos, yo un poco alerta (no tanto por las arañas, sino por otros seres que pudiesen entrar también por la ventana) y Wa todavía más.
A la mañana siguiente, lo primero que vemos al abrir los ojos era la silueta de una araña en el papel de la ventana, pero estaba al otro lado (es decir, del lado de afuera), asi que no era para tanto.
Como suponíamos que ése mismo día nos iríamos de Pantoja, no le dimos demasiada importancia.
Luego de ir a realizar el trámite de migraciones, volvimos con los ánimos cambiados: deberíamos quedarnos una noche más en Pantoja, porque la primera lancha llegaba recién al día siguiente, en la madrugada.
Volvimos a nuestro cuarto de lujo, y al entrar, nos encontramos con alguien esperándonos: otra amiga patona, no tan grande como la del día anterior, pero con unos considerables 6-7 cms de ancho, que nos decía hola desde la pared, al lado de la ventana.
Wa empezó a jugar al tiro al blanco usando el repelente, y sin sacarle ojo de encima, me pidió que buscara al muchacho del hotel para decirle que nos íbamos a cambiar de cuarto porque otra noche así no podría dormir.
El muchacho no estaba, así que con Wa nos dedicamos a meternos en los cuartos vacíos buscando uno que nos gustara (tarea difícil, ya que todos estaban más o menos en las mismas condiciones).
Al final nos decantamos por uno en el que al menos la cisterna funcionaba, y en la pared había un trozo de espejo. Definitivamente, mejor que el que teníamos.
Además, a Wa le gustó más la ubicación del cuarto en sí, porque la encontraba menos propensa a los bichos.
El inconveniente extra que presentaba esta habitación (además de todos los demás que tenían todos los cuartos) era que no tenía llave en la puerta; su único sistema de cerrado era una piola atada al sistema de tranca del lado de adentro, y mediante un agujerito en el medio de la puerta, la piola salía hacia afuera. De esa forma, para abrir la puerta, solo había que tirar de la piolita. En conclusión, cualquier persona podía abrir la puerta, con nosotros adentro o no.
Los únicos seres intrépidos que habitaban ese hotel, además de quienes lo regentaban y nosotros, eran los turistas que venían en la canoa con nosotros, así que no nos preocupamos demasiado por ese detalle.
El día transcurrió echando repelente en la ventana, que estaba en las mismas condiciones que la otra, solo que, sin la rotura parcheada con papel, a diferencia de la ventana del baño que carecía por completo de vidrio, y en su lugar había un cartón que enseñaba las vocales (retazos de la vida escolar de alguien).
Durante el día el pueblo era un lugar tranquilo, con gallinas correteando, pescadores hablando a orillas del Napo, y gente mirando a los turistas de turno.
Según nos habían informado, el lunes a las 05:00 de la madrugada una lancha partía rumbo a Iquitos. Su costo era de U$S 70 por persona, y demoraba aproximadamente un día en llegar a la ciudad.
La segunda opción era un barco más grande, que demoraba unos 3 días en llegar y costaba U$S 33 por persona, pero uno tenía que llevar una hamaca para dormir, ya que era de estos barcos, tan comunes en el Amazonas, cuya principal función es comerciar entre los pueblos a través del Rio, pero además, aprovechan el espacio que les sobra para llevar pasajeros, a quienes se les ofrece, en vez de camarote, colgar una hamaca y pasar los días directamente en la cubierta del barco.
Si bien la segunda opción era tentadoramente barata, lo cierto era que no teníamos hamaca, y según nos dijeron, no permitían armar la carpa a bordo para dormir adentro en nuestras colchonetas.
También habíamos escuchado muchas historias de robos en el barco, ya que mientras la gente dormía en su hamaca, la mochila quedaba en el piso, y al ser barcos que paraban a todas horas en diferentes pueblos, el flujo de vendedores ambulantes y demás pasajeros que subían y bajaban era muy grande.
Así que, tomando en cuenta que no teníamos hamaca, ni lugar donde conseguirla (no habíamos visto nadie que las vendiera en Pantoja) y tampoco nos habían dado buenas recomendaciones de este barco (sobre todo del que realiza el tramo Amazónico de Perú) decidimos esperar la lancha que salía los días lunes.
Aprovechamos las horas de energía para cargar todos los chiches electrónicos que tuviésemos y sobre las 23:00 hs nos dispusimos a dormir, sin haber visto ni una araña en todo lo que iba del día. Parece que el cambio de cuarto había dado resultado. Eso sí… seguíamos durmiendo juntos, lejos de la ventana, y sobre una hostia por colchón.
A las 04:30 estábamos en pie, dispuestos a salir para tomar la lancha.
El primer ser que nos despidió fue una de nuestras queridas amigas arañas, descubierta por la luz de mi celular, parada al lado de la ventana. Al final, no importa en qué cuarto estuviésemos, ellas amaban nuestra compañía.
El muchacho del hotel nos sorprendió apareciendo de sopetón y abriéndonos la puerta… se ve que estaba acostumbrado a que los turistas se fueran a las horas de partida de las lanchas.
Acá, al menos desde mis ojos, todo adquirió un toque mágico.
Ir hacia la orilla del Rio Napo, a plena madrugada, en un pueblo sin iluminación, con el sonido de cientos de bichos que desconocíamos y el leve mecerse del agua le daba a la situación un aspecto extraño, misterioso, casi ilegal.
Unas luces de linterna a lo lejos nos guiaron.
Con mucho cuidado llegamos a la orilla y abordamos la lancha. Además de las personas que la conducían, no habías más pasajeros, y con el arrullo del agua, nos fuimos quedando dormidos.
LA LANCHA RUMBO A IQUITOS
Los primeros rayos del sol me arrancaron de las garras de Morfeo mientras Wa seguía durmiendo.
Un rápido vistazo fuera de la lancha hizo que no pudiera volver a dormir.
¿Qué había hecho yo, para merecer semejante visión que ahora se abría ante mis ojos?
¿Y qué tan diferente podía ser el famoso Amazonas, a este Río Napo?
¿Sería como lo imaginaba? ¿Cómo lo veía en la tele? ¿Por una vez, la tele me estaría mostrando la realidad?
Mientras yo volvía de ese mundo fino entre las ensoñaciones despiertas y el mundo tangible, la gente había comenzado a subir a la lancha.
Pueblerinos que esperaban a orillas del Napo y subían con petates de todo tipo tamaño y color.
No podían faltar las cajas que cacareaban; de hecho, como estábamos atrás del todo, gran parte del camino fuimos con dos gallinitas atrás de nuestro asiento que cada tanto pegaban un grito para que no las olvidaran a bordo… o porque habían puesto un huevo, quien sabe.
Aunque sobre la mitad de la mañana, la lancha se detuvo en una orilla donde solamente había una especie de parador para almorzar, nosotros bajamos, pero nos quedamos apreciando el paisaje, ya que esta vez, señoras y señores, el tip mochilero rata no funcionó; la lancha de Perú no ofrecía almuerzo gratuito en ninguna de sus modalidades…
Lo que sí ofrecía, y nos enteraríamos cuando se detuvo sobre una orilla y nos ordenaron bajar, es el hospedaje en un pequeño hotel de una aldea llamada Santa Clotilde.
SANTA CLOTILDE
Pensar que un rato atrás veíamos ese nombre en el mapa y nos reíamos (si, somos unos niños de cerebro que nos hace gracia el nombre Clotilde ¿y?).
La lancha se detuvo a las 17 hs y al grito de «mañana salimos a las 3:30», nosotros nos quedamos duritos. Cuando vimos que, efectivamente, toda la gente bajaba de la lancha y quedábamos solos, nos acercamos al lanchero y confirmamos. «Si, volvemos a salir mañana a las 3:30, pero el alojamiento está incluido».
La aldea era apenas un poquito más grande que Pantoja, y se respiraba un aire ligeramente más animado.
Los niños jugaban al futbol, y las señoras conversaban en las puertas de sus casas.
Como ya nos había entrado el hambre, salí a recorrer el pueblo en búsqueda de un plato de comida barato, es decir, a precio de Perú, mientras Wa se quedaba en el cuarto que nos habían dado.
Mirándole el lado positivo, pensé que, a lo mejor, si voy yo sola que no tengo los rasgos «gringos» tan marcados como Wa, no me inflan los precios.
Me equivoqué.
En todos lados que preguntaba, me querían cobrar 8 o 9 soles un plato de arroz con pollo, siendo que en nuestros dos meses por Perú, siempre conseguíamos almuerzos, con sopa incluida, por 5 o 6 soles (de hecho, en Pantoja que es un pueblo aún más pequeño perdido en el Amazonas, costaba 6).
Me pareció un precio tan excesivo que lo único que hice fue cambiar unos pocos dólares a soles, en la tienda de un señor del pueblo (el único que realizaba cambios) y volver al hotel con las manos vacías.
En el camino, chicas jóvenes pasaban al lado mío y con timidez me decían «hello»; cuando veían mi sonrisa cómplice, se reían cuchicheando entre ellas, como quien ve a un famoso que les sonríe.
Claro que me daban ganas de decirles que yo no era gringa y que hablaba español como ellas, que vivíamos en el mismo continente, pero la verdad, de ellas no me molestó esta confusión… quizás nunca salieron de Santa Clotilde, quizás todavía eran muy chicas o quizás la necesidad las hizo trabajar desde pequeñas y no tuvieron tiempo de aprender que hay otros países en Sudamérica con gente de rasgos europeos o «gringos». O quizás decían “hello” por un tema de probabilidad, justificación entendible y que corre para cualquier persona que nos hable en inglés.
Preferí sonreír, y dejarlas con la creencia que las hacía sonreír a ellas.
Más tarde decidimos salir a buscar pan y algo más para darle gusto.
Nos recorrimos todos los comercios y casas del pueblo, golpeando puertas que parecían ser casas pero eran panaderías, y yendo de indicación en indicación hasta encontrar una tienda que todavía tenía algo de pan. Lo acompañamos con un poco de dulce de leche (cada tanto se nos nota lo uruguayo) y esa fue nuestra cena.
Cenábamos pan con dulce cuando el sol comenzó a esconderse detrás de la selva.
Nuestra vista desde la ventana fue un atardecer tímido y lento, como si no quisiera irse.
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Los niños jugaban afuera, las vecinas charlaban con la escoba en la mano, y los señores comían, tomaban y largaban risotadas en el bar. El pueblo estaba lleno de ruidos de vida… Hasta que vino la luz.
Y en ese momento, justo cuando el sol cayó, parece que alguien hubiera tocado un switch que desviaba toda la energía de un lado a otro: los niños entraron a sus casas, las señoras dejaron la escoba y se despidieron, y los señores apagaron las risas y regresaron con su familia.
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Las ventanas de las casas comenzaron a brillar.
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Sí… alguien había prendido el generador de corriente, y se había llevado la vida de las calles.
Apenas pudimos conciliar un poquito el sueño sobre las 00:00 de la noche, pero al menos yo me desperté reiteradas veces porque justo en nuestra ventana, que daba al «muelle» donde estaba esperando nuestra lancha, se había juntado un grupo de personas a quienes apodaríamos «los piratas», porque no paraban de reir, mientras escuchaban música excesivamente fuerte (no sé de dónde sacaron la energía eléctrica necesaria para eso) y podía olerse a millas de distancia el alcohol que estaban tomando.
Cuando subimos a la lancha, a las 03:30 de la madrugada, ya todos estaban allí, y a juzgar por las caras coloradas, las risas que no cesaban y las botellas de cerveza a un lado de sus asientos, vimos que los enemigos del sueño, los «piratas», eran nuestros propios compañeros de lancha que habían venido con nosotros todo el viaje.
CONOCIENDO EL RIO AMAZONAS
Ya solo quedaba un tramo que nos separaba de Iquitos.
Cuando habíamos avanzado unas 3 o 4 horas desde nuestro abordaje en Santa Clotilde, la lancha se detuvo nuevamente, y todos comenzaron a bajar.
Nos explicaron que, llegados a ese punto, teníamos que tomar una mototaxi que nos lleve
ara a otro muelle y desde allí, abordar otra lancha. Ésta lancha estaba incluida en el precio de la primera, pero la mototaxi no. Por suerte, nos cobraron el precio más bajo, es decir, el correcto (3 soles, lo que sería un dólar, entre los dos).
Una vez subidos a la siguiente lancha, personas y gallinas, estábamos listos para seguir… pero primero tuvimos que dejar nuestras mochilas grandes en el techo.
¿En el techo?
Sí, en el techo. En esta lancha, el equipaje iba atado al techo de la lancha.
Ok, saber que ante un movimiento brusco tu mochila se la podía cenar un caimán no era lo mejor del mundo, pero epa, mejor la mochila y no nuestra anatomía (siempre optimistas, nunca pesimistas, sí señor).
Y ahora sí, en este último tramo, finalmente, la lancha hizo entrada en el lugar que tanto estaba esperando… estábamos vislumbrando el Río Amazonas.
Es verdad que el paisaje no cambiaba demasiado a lo que veníamos viendo en el Napo, es decir, una densa selva a los costados, un cielo celeste lleno de ovejitas sobre mi cabeza, y un río tirando a marrón a mis pies… pero esta vez, era uno de los ríos más importantes del planeta, el que nos rodeaba.
No me resistí y me dediqué a mirar a mis alrededores sin poder despegar la vista de este entorno.
No, yo no soy de esas viajeras que desde chiquitas miraban un mapa con ansias de recorrerlo, pero sí soy de esas que miraban documentales de la National Geographic y soñaban con conocer la selva algún día, y a todos sus seres, los lindos, los feos, los peligrosos, los mimosos.
Poco a poco, y de alguna manera, este sueño se estaba haciendo realidad.
En algún momento, un grito que nos incitaba a bajar de la lancha me sacó de este mundo mágico y me ató nuevamente a la realidad, que básicamente era la misma que el entorno de mi mundo mágico (el Amazonas seguía ahí) pero me recordaba que tenía reglas que cumplir, así que preguntando qué estaba pasando, nos bajamos.
Lo que pasaba, era que ya habíamos llegado a Iquitos.
IQUITOS – LA CIUDAD DE LA SELVA PERUANA
Otra vez caminábamos por calles peruanas, y nada era distinto a como lo recordábamos… ni con nuestros ojos ni con nuestra nariz.
Aparecía nuevamente la mugre en las calles, y el olor a fruta fermentada, carne en descomposición, y caldo de gallina, claro.
Cuando llegamos a la plaza principal, nos sentamos a buscar internet, y descansar un poco.
No llevábamos ni 3 minutos sentados cuando se nos acerca un señor con la esperanza de vendernos un tour a la selva. Luego de negarnos varias veces, optó por ofrecernos hospedaje barato. Le explicamos que teníamos una amiga que nos recibiría en su hogar, pero aún así, nuestro perseverante vendedor dijo «bueno, pero para mañana entonces, pueden ir al hotel que está cerca y sale muy barato».
Esta misma situación se repitió 2 minutos después con otro vendedor que se acercó a ofrecernos lo mismo.
Y 5 minutos después con otro que apareció luego, pero se mostró más comprensivo y menos insistente.
Y 5 minutos más después, apareció el primero que había venido, a seguir insistiendo porque veía que estábamos mucho rato quietos en la plaza.
¿Viste cuando ya no te quedan energías para seguir diciendo que no, y solo decís «bueno, dame el papelito, cualquier cosa te llamo»? Bueno, eso.
Así que lo primero que tienen que tener en cuenta, si piensan ir a Iquitos, es que van a tener que lidiar con muchísimos vendedores de tour que se arrancan los ojos entre ellos para venderte algo.
No menosprecio su trabajo, yo también estuve en trabajos molestos y aunque es desagradable estar del lado del cliente, tampoco es lindo estar del lado del vendedor insistente (yo de hecho duraba poco en estos trabajos porque me negaba a ser tan insistente).
Pero es innegable lo molesto que puede resultar para la persona «presionada».
En Iquitos tuvimos la suerte de, a través de una chica peruana (Liz), dar con un amigo suyo de EE.UU. que nos invitó a hospedarnos en su hogar mientras conocíamos la ciudad.
Adam fue una persona realmente valiosa, de esas con las que no querés perder contacto. Llevaba tantos años erradicado en países de habla hispana, que su español era perfecto, así que la comunicación fue muy sencilla, pero además, era interesante poder hablar de temas de EE.UU. con un estadounidense sin la barrera del idioma (nosotros podemos hablar y entender inglés, pero aún no tenemos la misma fluidez que con nuestro idioma materno). Adam siempre estuvo dispuestos a ayudarnos y aconsejarnos en lo que a Iquitos se refiere, y gracias a sus consejos y enseñanzas conocimos lugares muy lindos que nos llevamos en el recuerdo.
EL MALECÓN DE IQUITOS
El malecón es un lindo paseo para realizar en la ciudad. No es muy largo, pero está prolijo y hay varios puestitos que venden artesanías.
Eso sí, llegando sobre un extremo de la costa, justo donde están las casitas flotantes, aparecieron nuestros amigos vendedores de tours, así que después de decir «no gracias» como 1500 veces en 10 minutos a unos 3 vendedores, decidimos buscar otro lugar para seguir caminando.
Y hablando de casitas flotantes…
Belén, la Venecia de Perú
Adam nos habló de un barrio de Iquitos llamado Belén. El mismo es peculiar de visitar porque está conformado únicamente por casitas flotantes sobre el Amazonas.
Nosotros lo vimos de lejos, pero no lo visitamos, porque, así como es interesante, también nos aconsejaron no acercarnos demasiado porque era una zona bastante peligrosa… y más para unos «gringos» como nosotros.
Por eso, nos conformamos con ver las casitas flotantes que están sobre el malecón a 2 cuadras de la Plaza de Armas.
La casa de fierro
En el centro de Iquitos, justo frente a la Plaza de Armas entre las avenidas Próspero y Putumayo, se encuentra la Casa de Fierro, una casona diseñada enteramente en fierro, como su nombre lo dice.
El hecho que no sea la gran cosa a la vista contrasta más cuando te enterás quién la diseño: nada menos que el señor Eiffel.
Eiffel, sí sí, de Torre Eiffel… París… ¿te suena?
Se dice que ésta fue la primera casa prefabricada de América; la misma había sido exhibida en París, hasta que a uno de estos magnates multimillonarios le gustó tanto que la compró y dijo «a mí me la mandan pa´casa y veo que hago», y allá la transportaron en barco hasta Iquitos. Bueno, transportaron la mitad, porque era tan enorme que tuvieron que dividirla en dos. La otra parte la compró otro multimillonario que luego pasó a manos de otro, y al final, por inclemencias climáticas, se transformó en chatarra.
Pero la parte que triunfó fue la que fue expuesta en Iquitos, frente a la Plaza de Armas.
Todo esto se dio en la época de la fiebre del caucho.
Las casonas que dejo la fiebre del caucho
Iquitos comenzó a vivir esta época allá por 1885 y fue una empresa que crecía año a año hasta 1907 donde alcanzó su punto álgido.
Si bien esta fiebre abarcó varios países, aquellos que de alguna forma estaban en contacto con la selva Amazónica, Iquitos fue de las más importantes en el tema porque fue la primera en tener una salida fluvial sobre el Río Amazonas, motivo que entre otros la llevó a llamarse la Capital del Caucho.
Las personas que trabajaban el caucho eran empresarios, que al ver ganancias importantes en el negocio, comenzaron a construir casas sumamente grandes y lujosas con materiales traídos directamente de Europa (varios de estos empresarios eran también Europeos que migraban a la amazonia).
En Iquitos se mantienen varias de estas casas, y es imposible no notarlas por sus diseños de mosaicos.
Pero como toda «fiebre», esta situación desembocó en aspectos negativos, como fueron los enfrentamientos entre los países que utilizaban este mercado, y la esclavización de nativos de la selva Amazónica, a quienes se les obligaba a trabajar si no querían ser mutilados.
Si bien el clima tropical del Amazonas era perfecto para el crecimiento del caucho, lo cierto era que podía encontrarse este clima en otros lugares, y como no se habían tomado medidas contra la exportación de semillas del árbol del caucho, en 1873 un explorador británico se llevó 70.000 semillas a Gran Bretaña y cultivarlas en invernaderos, y ese fue el comienzo de la debacle. Cuando algunas plantas comenzaron a germinar, comenzaron a llevar semillas a colonias británicas en otros países (que ya sabemos que colonias británicas hay hasta en Narnia) y así fue como comenzó a aparecer más caucho por todos lados, y por ende, la producción Sudamericana fue bajando los costos… los empresarios que habían llegado a Iquitos por este negocio comenzaron a irse, y la época de lujo que el caucho alguna vez les había dado, fue repentinamente terminada.
Mercado de Iquitos
Otro lugar donde se puede ir de visita, es el Mercado de Iquitos.
Es igual que cualquier otro mercado de Perú, pero como particularidad podríamos mencionar dos cosas:
Primero, la sección de medicina alternativa en donde podés encontrar todo tipo de ungüentos y plantas medicinales para curar casi cualquier enfermedad. La mezcla de olores hace que tu nariz se desoriente y no entienda que catzo está pasando, así que, si van a comprar algo de lo que ven acá, aconsejamos consultar bien qué están llevando, sin confiar demasiado en tu propia nariz, antes de concretar.
Segundo, los buitres en el sector de las carnes.
Al igual que todos los mercados de Perú, hay zonas donde se vende exclusivamente carne, así a la buena de Dios, sin refrigerar ni tapar. Si tenés suerte, a lo mejor te llevás un gramo extra de carne cuando al llegar a tu casa abrís la bolsa y ves que hay 2 o 3 moscas pegadas al filete de lomo que te acabas de comprar.
Pero yo quería hablar de los buitres, no de la carne.
Pero los buitres están ahí por la carne así que… bueno, déjenme seguir.
La cosa es que mientras caminábamos por este sector, llegamos a un lugar donde había AL MENOS 60 buitres, desperdigados por todos lados… el piso, los techos de los puestos, de las casas alrededor, sobre las mesas de los puestos, sobre barriles, etc.
Buitres por todos lados, y yo aquí borracho en el Cadillac (quién entendió, entendió).
Cuando quise sacar el celular para sacarles una foto, una señora me toca el brazo y me hace señas de que lo guarde enseguida, y con un movimiento de la manito, entendí que me estaba advirtiendo por posibles ladrones. Le susurré gracias a la distancia.
¿Para qué tentar al destino? Le hice caso, y me quedé con la imagen de los buitres en la memoria.
Bonus track: curiosidades que vimos o nos pasaron en Iquitos
-Las gallinas son los gatos de Iquitos:
Que alguien me explique qué onda con las gallinas en Iquitos.
A cualquier lado que íbamos había gallinas; no importaba dónde, cruzando la calle, en plena ciudad, adentro del almacén, en el patio de las casas, en cualquier lado.
Pasabas por las veterinarias y no tenían carteles anunciando comida de perro, pero si tenían carteles anunciando comida de gallinas y gallos.
Cuando normalmente esperarías un «miau», escuchabas un «clo clo cló».
Hasta que tuve que aceptarlo: las gallinas son los gatos de Iquitos.
-El reino de las mototaxi:
Si pensábamos que habíamos visto muchas mototaxi, era porque no habíamos llegado AÚN a Iquitos.
Es cierto que acá no eran tan insistentes como en otras partes de Perú, pero era impresionante a la vista el caudal de mototaxi que se veía por las calles, sobre todo, por la avenida principal de la Plaza de Armas.
Ver un auto era prácticamente motivo para mirar a tu acompañante con cara de sorpresa y decirle «mirá eso… un auto».
Claro que si no querés andar en mototaxi siempre está la opción de tomar uno de los coloridos buses sin vidrios en las ventanas (mucho calor), a sólo 1,50 soles el pasaje, y a todo saborrr.
-Conociendo a la Guaba:
Si bien no es una fruta que sólo se dé en Iquitos o en la zona de la selva Amazónica (como sí es el caso del Camu Camu) fue acá donde la conocimos y probamos, así que hago una mención especial en este apartado.
La Guaba es una fruta que a simple vista se parece a una arveja, pero una arveja que Jack trajo del mundo del Gigante cuando trepó por la planta de Habichuelas.
Cuando ves el tamaño que tiene, dejás de pensar en una arveja y pensás en una katana.
Es entonces cuando se me ocurrió que sería una excelente merienda para llevar a la escuela, porque no solo te alimentas de forma sana, sino que además podés combatir el bullying dándole un palazo de Guaba a tu agresor.
También conozco gente que usaba las semillas como misiles que intentaban ir directamente a cabezas ajenas, pero dejemos de dar ideas, que este es un blog para todo público.
-Los huevos son tan pero tan frescos:
Pero tanto, que a veces te encontrás un pollito en vez del óvulo no fecundado también conocido como yema.
-Dejate que pintalabios de Kylie Jenner o Loreal, acá está la posta:
Adam nos mostró una fruta, advirtiéndonos de tomarla con cuidado para no mancharnos los dedos porque sus semillas se utilizaban para pintar las caras en el carnaval, y costaba bastante de salir el pigmento de la piel.
Y como el color de esa tinta que tenían las semillas era tan lindo e intenso, no tuve mejor idea que probar usarlo de pintalabios natural… y de hecho, me gustó tanto que lo utilicé varios días.
¿El nombre? Se los debo. Pero les dejo un video explicativo para su correcta colocación, porque ahora pasé de travel Blogger, a Beauty gurú.
UN ATARDECER EN SANTA CLARA
Adam nos había recomendado ver el atardecer en el muelle de un pueblito no demasiado lejos de su casa de Iquitos, llamado Santa Clara, así que una tarde, le dejamos una notita avisándole que habíamos ido hacia allí y arrancamos a caminar.
Nos separaban unos 4 kilómetros, así que despacito y con una botella de agua fuimos conversando y conociendo los alrededores.
Cuando nos quedaba poco para llegar, pasa una camioneta y se detiene justo en frente de nosotros.
Fue un segundo, pero pensé «¡qué bárbaro! Tanta cosa que en Perú es difícil hacer dedo si no estás en la Panamericana, y acá, en un pueblito perdido de la mano de Alá, una camioneta nos para sin siquiera hacerle dedo».
Hasta que vi al perrito color miel que nos “sonreía” en la caja.
Adam había llegado de trabajar y nos había ido a buscar para llevarnos y luego traernos.
El muelle nos regaló imágenes tan entrañables como hermosas: muchos niños y adultos jugaban en el agua, mientras escuchaban oldies, reían, nadaban… Una escena que a nosotros nos pareció sacada de otra época. Claro que la realidad no es esa, sino que simplemente hay lugares en los que las realidades son diferentes, y la gente puede ser feliz con lo que tiene, sin necesidades ambiciosas que condicionen su alegría.
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Los botes encallados eran parte de la fantasía de los niños que subían a ellos y soñaban con ser capitanes, mientras otros chapoteaban.
Y esto va a sonar tonto pero… Es tan lindo ver a los niños siendo niños.
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Jugando.
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Riendo.
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Disfrutando esa etapa tan hermosa que se escurre de entre nuestros dedos antes de darnos cuenta, y que mas tarde extrañaremos tanto.
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Niños siendo niños.
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Créanme, es algo que está en especie de extinción. ⠀⠀⠀
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El pueblo probablemente no tendría luz y usara generador, pero la vida… La vida si que llenaba el lugar.
Y sí, claro que tuvimos nuestro atardecer mágico.
LA LANCHA DE IQUITOS A LA TRIPLE FRONTERA
Y aunque disfrutamos mucho de la compañía de Adam, en algún momento nos tendríamos que ir de Iquitos, para continuar nuestra travesía amazónica.
Habíamos averiguado en la ciudad los precios de las lanchas que iban hasta la triple frontera de Perú-Colombia-Brasil, y si bien uno que nos habían recomendado mucho era la de la compañía «Ferry», terminamos optando por una de la compañía Golpinho, por un tema de precios; la lancha de «Ferry» costaba 220 soles por persona, mientras que la de Golpinho costaba 140.
¿Lo mejor? El precio era el más económico de todas las compañías que averiguamos, y además, incluía desayuno y almuerzo.
¿Lo peor? Que teníamos que llegar al puerto a las 04:00 a.m. y no estábamos precisamente cerca de allí.
Pero como siempre la gente buena siempre será buena… Adam y Liz contactaron con un señor que ofrecía servicio de mototaxi, incluso en la madrugada, y gracias a eso pudimos llegar en hora al puerto.
Una vez allá, y con apenas unas monedas peruanas, un señor nos empezó a exigir 5 soles cada uno a modo de cobrar un impuesto que se debía pagar si habíamos comprado el pasaje por la empresa Golpinho.
Lo cierto es que no nos fiamos mucho de su cantarola, pero aunque quisiéramos, no teníamos más que algunos céntimos de soles en los bolsillos.
Ofrecimos pagarle con un billete de 20 dólares, porque tampoco llegábamos al importe en dólares si contábamos las monedas. El señor hizo lo que pudo para conseguir cambio pero no hubo caso.
La verdad, no nos preocupábamos mucho porque nadie nos había avisado nada al respecto de este impuesto y ya eso nos parecía que estaba mal y no nos ponía en obligación de contar con el dinero, pero rebuscando entre las monedas, llegamos a juntar 2 dólares, de los 3 que había que pagar (10 soles equivalen aproximadamente a 3 dólares).
El señor tuvo que conformarse y con una elevación de hombros, dejarnos pasar.
Una vez dentro del puerto veríamos un cartel que explicaba que este impuesto era real, y no un invento del señor.
Después de una hora de espera, en la cual nos pidieron los pasaportes como 3 veces, y nos hicieron pasar a una sala de espera mientras revisaban los pasaportes de las demás personas, terminamos zarpando como a las 05:00 de la madrugada.
Como aspecto positivo, tengo que decir que no nos revisaron la mochila, siendo que a otras personas sí.
La lancha era más cómoda de lo que pensábamos.
Si bien los asientos no se reclinaban, justo al lado teníamos un enchufe doble para cargar nuestros artefactos electrónicos, y además, habían varios aire acondicionados dispuestos a lo largo de la lancha. El piso era de madera flotante, muy lindo a la vista y cómodo, y los bolsos se guardaban en una especie de «sótano» que tenía el barco, cuya entrada estaba en medio del pasillo entre los asientos, así que en todo momento veías la entrada en dónde habían guardado tus petates y no te daba desconfianza ni te venían esos pensamientos tercer mundistas de «che, no me estarán abriendo la mochila en algún lado y yo acá muy pancha ¿no?».
El viaje duró unas 9-10 horas, y sobre las 14 hs llegamos a la triple frontera.
La primer experiencia que nos esperaba no era una agradable… porque a nadie le gusta que lo estafen.
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