Luego de casi 3 horas de espera en aquel pueblito cuyo nombre, Jesús María, sonaba más grande que él mismo, un camión de los grandes se detuvo levantando polvareda como queriendo aparecer con suspenso, en una nube de humo.
El chofer nos invitó a subir, y durante varias horas tuvimos una suerte de profesor de botánica.
No solo habían vuelto los cactus, sino que ahora gozaban de la compañía de unas plantas que nos daba mucha gracia por tener la forma de tentáculo.
Los Cirios son parte de la flora de Baja California, aunque nosotros las comenzamos a ver luego de pasar la línea divisoria entre Baja California Sur y Baja California.
Dicen que su nombre, sinónimo de “vela”, le fue dado porque en otoño sus flores secas, ubicadas en la punta, parecen una pequeña llama, dándole la imagen de una vela encendida.
Igual déjenme decir que cuando nosotros las vimos no se parecían en nada a una vela, sino más bien a una especie de tentáculos espaciales asesinos, dando retorcidas vueltas sobre sí mismos. Era fácil imaginar una escena terrorífica con las sombras que estas plantas proyectarían durante una noche de luna llena.
Pero como les contaba, los Cirios aparecieron en compañía de los ya conocidos cactus, que si antes parecían querer dominar la tierra, ahora era seguro que lo habían logrado.
Con el chofer del camión aprendimos que una especie en particular (carambuyo) tenía filamentos curativos capaces de potenciar la cicatrización, y que las palmeritas que habíamos visto al principio del día, cerca de Guerrero Negro, se llamaban “Yuca” (sí, como la que se come).
Entre charlas de botánica, llegamos al punto en la ruta donde nos esperaban para pasar un par de noches.
No teníamos dirección.
El Socorrito es un lugar que apenas sí figura en algunos mapas, siendo además, una especie de extensión de El Socorro, otro pueblito apenas más grande, lo que lo hacía todavía más difícil de encontrar. Con mucha suerte, alguien podría conocer “El Socorro”, pero nadie, absolutamente nadie, conocía “El Socorrito”.
Las indicaciones habían sido claras, y mantenían ese misticismo que tienen todas las indicaciones que no son precisas: “van a ver un camino de palmas, y un cartel grande sobre la ruta que dice ´Residencial El Socorro´. Esperen allí, y yo los paso a buscar”.
Ya era de noche y no había alumbrado público así que el camino de palmas era difícil de distinguir, pero creímos verlo con la poca luz lunar que iluminaba la ruta.
Vimos también un cartel grande, de esos que se ven a varios kilómetros de distancia, pero pensado para quienes vienen en la dirección contraria.
Le pedimos al chofer que nos bajara allí, después de todo, había un camino de palmas y un cartel, aunque éste no tenía escrita la leyenda que nos habían dicho debería tener.
Nos despedimos del conductor del camión que ahora volvía a ponerse en marcha, y caminamos hacia ese túnel oscuro, custodiado por un cortejo de decenas de palmeras.
Un solitario camino de palmeras en medio de la noche
No teníamos forma de avisar que estábamos allí, así que nuestro plan, muy al estilo Scooby Doo, consistió en separarnos: Wa caminaría por el cortejo de palmeras hacia adentro, para ver si algo o alguien había por allí (a lo lejos parecían distinguirse luces), y yo me quedaría a la entrada del camino, más cerca de la ruta.
Me había dado frío, así que me saqué la mochila para buscar un buzo mientras esperaba; Baja California había sido el primer lugar desde San Cristóbal de las Casas, donde habíamos sentido frío nuevamente. Y aunque para mí, a diferencia de Wa, el frío nunca fue santo de mi devoción, teniendo en cuenta que en este viaje pareciera que vamos persiguiendo al verano, puedo decir que un poco lo extrañaba.
Luchando con las mangas estaba cuando siento una luz que me apunta desde la ruta, y comienza a acercarse.
O me venían a abducir los extraterrestres de una forma poco usual, o era la persona que estábamos esperando.
El auto se detuvo al lado mío, y un par de sonrisas después, interceptamos a Wa, que caminaba con el estilo zombie que da la confusión, y todos subidos al auto nos encaminamos a El Socorrito.
EL SOCORRITO
El Socorrito es uno de esos pueblos que tienen que tener un nombre llamativo porque sino no figurarían, de tan chiquitos que son.
Y no es que ocupen pocas manzanas, es que simplemente no hay manzanas, sino casitas desperdigadas sobre el pasto. Uno de esos lugares donde la categoría de vecino está dada por la persona que vive a una distancia no menor de un kilómetro de distancia, o medio, en el más cercano de los casos.
Las actividades a realizar consistían en caminar por el campo, ir a la playa cercana (sobre todo al atardecer), y hacer buenas migas con las mascotas del pueblo, que andaban en su mayoría sueltas, lo cual nos dio alguna sorpresa en algunos momentos.
La tienda más cercana estaba a 6 kilómetros, por lo que ir y volver podía llevarnos una tarde completa.
Afortunadamente, no tuvimos que hacerlo, ya que la casita donde nos habían invitado a quedarnos tenía todo lo necesario para subsistir, y la amable familia que compartió su techo con nosotros no nos dejaban faltar absolutamente nada, de hecho, nos daban más de lo necesario, preocupados en todo momento de no hacernos pasar hambre, sed, ni ningún tipo de incomodidad, por lo que nuestras actividades se limitaron a hacer sociales y disfrutar del paisaje que El Socorrito tenía para brindar.
La Playa
Llegar hasta la playa se sentía como ir atravesando una pantalla de algún videojuego de plataforma.
Requería una caminata en la que debíamos atravesar un alambrado de púas y la casa de una vecina que tenía 10 chihuahuas y otro perrito que parecía pekinés. Once en total, que además, salían a ladrarnos cada vez que pasábamos delante de su hogar, cosa inevitable si queríamos llegar (sin dar un rodeo innecesario) hasta la playa, y luego vuelta hacia la casa.
Si lograbas atravesar la manada de liliputienses caninos, ya habías pasado la parte más complicada… aunque seguro que mi pañuelo, que se llevó un agujero de recuerdo gracias a las púas del alambrado, pensaría algo diferente (si pudiera pensar, claro).
Lo que venían después, eran las dunas de arena.
Una vez alcanzadas las dunas, y conseguido subirlas, una escalerita de neumáticos permitía bajar cómodamente hasta la costa, donde me hice con algunos caracolitos, y esas cosas que se suelen juntar sin un motivo más allá de la belleza de estos trocitos de seres, que en algún tiempo funcionaron como hogar.
La escalerita de neumáticos está muy bien, pero la verdad es que los mejores puntos para observar la playa eran otros.
Y como somos personas de atardeceres, seguimos el consejo de nuestra familia adoptiva, y cuando el sol comenzó a ocultarse caminamos hacia una especie de mirador implícito sobre las dunas.
Nunca sabremos si la falta de experiencia en realizar caminatas en el campo abierto nos hizo calcular mal el tiempo y llegamos tarde, o si ese día estaba demasiado nublado, pero aunque no vimos la puesta del sol de forma muy evidente, pudimos disfrutar los colores cálidos que nos regaló el horizonte.
Pero vamos a cortar con tanta poesía de un tirón, porque cuando estábamos volviendo a la casa, caminando por un oscuro caminito de tierra fabricado a fuerza de pasos, apenas iluminado por la luz de la luna y algún que otro foco de alguna casa que aparecía esporádicamente, nos llevamos un susto que se convirtió en compañía.
Cuando pasábamos junto a la cerca de madera de una casita blanca, donde apenas veíamos el camino y el único ruido era el de algún que otro grillo en la lejanía, sentimos cómo una cadena se rompía, y acto seguido, el sonido de unos pasos corriendo en nuestra dirección nos hizo dar la vuelta sobre nuestros pies.
Wa se quedó quieto, y yo, cuando vi aquel ser de 4 patas que venía como el viento hacia nosotros, atiné a dar un abrazo al aire.
Correr no era una opción; no había forma de escapar a esas patas rápidas, y no tenía ni intención de agredirle (ni herramientas para hacerlo más que mi propio cuerpo) así que luego de una milésima de segundo de pensar rápido, decidí que el único camino viable era el de la amistad, y abrí los brazos.
Un perro grande saltó sobre nosotros, moviendo la cola.
Un trozo de cadena colgaba de su collar, y si los perros pueden sonreír, éste de seguro lo estaba haciendo.
Parecía una cruza con ovejero alemán, y no solo nos acompañó durante todo el camino a casa (que tomando en cuenta que estamos en un pueblo de campo, eso significó unos cuantos minutos de andar) sino que además se encargó de espantar a los 11 chihuahuas que se nos abalanzaron al vernos, pero optaron por ladrar un poco a los lejos cuando nuestro flamante guardaespaldas les plantó cara.
Éste fue el último amigo que hicimos en El Socorrito.
RODANDO HACIA ENSENADA
Teníamos 216 kilómetros hasta Ensenada, la ciudad más grande antes de Tijuana, donde pensábamos parar durante pocos días.
Cualquiera pensaría que es una distancia bastante accesible para el viajero a dedo, y estarían en lo correcto, de hecho es una linda cantidad de kilómetros para recorrer en una jornada de autostop. Ni poquito ni demasiado.
Hasta las aplicaciones de mapas y GPS estimaban unas 3 horas y media de viaje en vehículo, que sumado a las esperas podían quizás doblarse, pero no mucho más.
Bueno, pues resulta que esos 216 kilómetros nos costó 5 vehículos y casi 9 horas.
¿Costó más de lo esperado? Sí.
¿Pero llegamos? También.
El recorrido fue cuanto menos curioso, así que trataremos de detallarlo en pocos párrafos.
Es probable que nos falte la información de algún pequeño tramo, porque ese día fue todo así, de a pequeños tramos. Pero bueno, al menos recordamos la mayoría.
Primero, la chica que nos acogió durante un par de noches en El Socorrito nos llevó unos 10 kilómetros por la ruta 1, hasta un punto en donde había una estación de servicio, para que tuviésemos mejores chances.
Unos minutos más tarde, un auto azul se detenía y su chofer, vestido con un mameluco de trabajo que dejara entrever el oficio de mecánico, se cargó una pequeña perrita a la falda para que pudiésemos entrar a su lado.
Nos llevó unos 20kms hasta un pueblo bastante grande, casi ciudad y nos dejó allí con la mejor de las intenciones, pero hacer dedo justo en medio de un pueblo-ciudad es precisamente el tipo de cosas que evitamos. Lo ideal hubiese sido caminar hasta la salida del pueblo, pero este se encontraba casi unido a otro pueblo, y ese otro casi unido a otro, y así sucesivamente, es decir, que para llegar a una zona relativamente alejada de todo ese cúmulo de pueblitos, teníamos que caminar mucho; durante casi 50kms, toda la ruta 1 estaba plagada de pueblos, no tan chicos, como para hacer dedo en ellos, pero suficientemente grandes y cercanos como para hacerlo en sus salidas.
No había chance, teníamos que hacer dedo allí, en aquel pueblito con más aires de ciudad de lo que hubiésemos querido.
Cuando llevábamos ya un rato considerable esperando, pasa a nuestro lado una pareja cargando una bolsa hecha con una frazada a los hombros.
Nos saludan y nos cuentan que ellos también están pidiendo rite (nombre que se le da en varias partes de Centroamérica y de México al acto de hacer dedo), pero van a ir más adelante porque nosotros estábamos primero.
Fue un lindo gesto hacernos saber su conocimiento de estas reglas implícita que tenemos los autoestopistas entre nosotros.
Deseándonos suerte, ellos siguieron caminando, y nosotros pidiendo rite, como se dice acá.
Después de llevar ya más de 1 hora, y varios saludos por parte de algún que otro señor que pasaba y nos decía “Hello” o “Good day” creyendo que no hablábamos español, vimos que una media cuadra más adelante, un auto blanco deportivo se detuvo en el espacio de estacionamiento que tenía el Oxxo, esa cadena de tiendas multiuso tan populares en México, donde podes desde cargar saldo en el celular, hasta comprarte un sombrero o comerte un “hot dog” al mejor estilo “hágalo usted mismo” (autoservice).
Como era normal que los autos frenaran allí para comprar algo en la tienda, no le prestamos mayor atención.
A los pocos minutos, un chico de lentes oscuros se nos acerca y con una timidez evidente, y un poquito de miedo a que no hablásemos español, nos saluda en inglés, pero nos pregunta a donde vamos en español.
Resulta que el chico había frenado para comprarse una lata de Coca Cola pero también tenía intención de llevarnos, así que con él, nos subimos a su Porsche blanco, directo hasta Vicente Guerrero, el pueblo donde él vivía.
Esto significó un avance de más de 30 kms, lo cual nos ayudó bastante para ir sorteando esa zona llena de pueblitos, aunque todavía quedaba un pequeño tirón más.
Esta vez caminamos hacia las afueras de Vicente Guerrero, porque no estaba lejos de donde nos había dejado el Porsche, y esperamos nuevamente.
Wa me pidió la camisa porque el viento le estaba empezando a dar frío, como sería la cosa.
No había carteles que lo indicaran ni techos que lo pudieran hacer evidente, pero cada tanto un bus paraba justo a un par de metros de donde estábamos haciendo dedo, lo que nos hizo saber que allí era una parada de buses. Esto en otras circunstancias era una desventaja, pero allí no tenía importancia porque venía uno cada muerto un obispo.
De hecho, bajando de uno de estos buses vimos a una señora con un tapabocas puesto, y sobre el, una tela negra, por las dudas.
Si la memoria no me falla, esa fue la primera vez que vimos a alguien usar tapabocas, al menos en la vía pública. No podíamos imaginar que ese indumento se convertiría en la prenda obligatoria que marcaría los días venideros en tantas partes del mundo por igual.
Del lado del frente, unos obreros construían algún tipo de edificación, y cada tanto nos miraban de reojo.
Un auto se detuvo, y un señor que me recordó a Stevie Wonder nos dijo que no iba lejos, solamente hasta Camalú. Creyendo que no íbamos a ir con el cuándo se enteró que nuestro destino era Ensenada, estuvo a punto de alejarse, pero le pedimos que de todas formas nos alcanzara hasta allí, al menos para ir dejando atrás la seguidilla de pueblitos uno atrás del otro.
Una vez en Camalú pudimos constatar que era, por lejos, el que menos nos gustó de los pueblos en donde habíamos estado ese día.
Tenía ese ambiente de dejadez que tenían los anteriores, pero además, se veían caras más extrañas, y actitudes un tanto sospechosas. Recordamos en ese momento lo que nos habían contado, que de Guerrero Negro hacia arriba teníamos que tener cuidado ya que muchas personas andaban en negocios turbios, y que solían establecerse en los pequeños pueblos de la ruta.
Recordamos lo cerca que ya estábamos de la frontera, y la cantidad de cosas que se cuentan de ésta, siendo la más concurrida del mundo.
Esperando allí fue donde un auto con al menos 5 muchachos tomando cerveza en su interior se detuvo y ofreció llevarnos a Ensenada por dinero.
Cuando les explicamos que no, que estábamos haciendo dedo, hicieron el amague de irse, nos miraron a nosotros, a las mochilas, y volvieron a frenar unos metros más adelante, y llamándonos con señas, nos dijeron que podían llevarnos unos kilómetros más adelante gratis, para que estemos más cerca de Ensenada.
Rechazamos el ofrecimiento.
Primero, por sentido común.
No había ni espacio suficiente dentro de ese auto, ni ambiente que inspirara confianza en la actitud de sus pasajeros.
Segundo, porque ya estábamos cansados de avanzar poco y luego tener que esperar por horas. Habíamos elegido esperar a ese camión que hace largas distancias que quisiera y pudiera llevarnos.
El conductor del auto insistió hasta que Wa le dijo como por quinta vez que no, que preferíamos esperar.
Subiendo el volumen de la música, el auto se alejó.
Nuevamente minutos que se convirtieron en horas pasaron hasta que un camión se detuvo y subiéndonos a la cabina, nos fuimos derecho hasta Ensenada, con una ruta de paisajes muy cambiantes que nos mantuvo entretenidos todo el camino.
Los cactus dieron lugar, momentáneamente, a viñedos que se extendían por muchos kilómetros. Casi podíamos sentir como si hubiésemos vuelto a Chile y hasta alguna zona de Argentina, donde éste paisaje nos había acompañado por tantos kilómetros.
No sería la época, porque los pobres palitos de uva estaban casi tan secos como la tierra rojiza que les daba base, tierra que a su vez nos remontaba a Guyana.
Hay paisajes que se repiten en más de un país pero siempre hay combinaciones que pisan más fuerte en nuestra mente, de forma que uno no puede hacer otra cosa mas que asociarlos a ese país en concreto, ya sea por ocupar mayor extensión o porque simplemente, los recuerdos que vivimos en ese paisaje de ese país en concreto nos marcó también a nosotros.
Es así como los viñedos, que tantos hay en Uruguay, los asociamos a Chile, probablemente por aquellos días que pasamos en Vicuña, y la tierra rojiza, no podemos asociarla a otro país que no sea Guyana, con esas rutas barrosas y los pies anaranjados.
Así, con los recuerdos del Sur a flor de piel, llegamos a Ensenada, la que sería la antesala de una de las ciudades más conocidas de México.
Los sigo hace poco gracias a acróbata del.camino. hace cuánto que están viajando? Tienen pensado cruzar a eeuu? Saludos desde Córdoba, Argentina!
Jaja que genial, un genio el Acróbata.
Hace ya casi 2 años estamos en la ruta (los cumplimos el 25 de este mes).
Sí, la idea es cruzar a EEUU, pero con toda esta situación estamos quietitos en México esperando a ver qué pasa… pero sí, la idea es cruzar de la mejor manera posible. Vamos a ver cómo se va dando todo.
Conocimos lugares hermosos de Argentina, pero Córdoba nos quedó pendiente 🙁 . De todas formas, conocimos gente de allá que es imposible de olvidar por su humor y buena onda jeje.
¡Un abrazo, y gracias por estar!
Que linda historia
¡Gracias!
Sí, fue muy lindo visitar El Socorrito, y es uno de esos lugares que si estuviésemos viajando de otra manera, probablemente no conoceríamos, así que siempre agradecidos con estos caminos que aparecen frente a nosotros.