La oportuna parada inesperada en Santa Rosalía, un bello pueblito francés
El auto se detuvo frente a una adorable casita, de esas que perfectamente puede ser la de tus abuelos, encuadre que completaba una mecedora de madera, y dándole un toque de “abuelo aventurero” unas calaveras de pez espada y demás animales decoraban el patio, que terminaba con aires de lejano Oeste.
Luego de conocer a la esposa del chofer, a su nieto y una perrita pug, y habiendo pactado volver en unas 3 horas mientras ellos cumplían con unas diligencias médicas, nos fuimos a recorrer Santa Rosalía.
Un pequeño pueblo pero con grandes avances
En 1885 un grupo de franceses notaron la riqueza minera a costas del cobre que esta zona de Baja California tenía, y pactaron con el presidente de aquel momento (Porfirio Díaz) para poner su compañía y de esa manera extraer el mineral.
Gracias a esa concesión se creó “El Boleo”, compañía minera de la cual hablaremos más adelante, y la cual remontó a un pueblito que pasaba desapercibido a ser una de las zonas más avanzadas de la época.
Los franceses trajeron a varios de sus trabajadores con sus familias, y para que se sintieran como en casa, todas las casitas siguieron estilos franceses de la época: chalets de madera, con techo a dos aguas, escaleritas en la entrada, etc.
Trajeron además la electricidad al pueblo, convirtiéndolo en la segunda ciudad de México con energía eléctrica (seguido únicamente de Ciudad de México, la capital del país) y por supuesto, la única zona de Baja California con semejante beneficio.
A día de hoy se pueden ver las conexiones eléctricas de la época, de hecho, la casa del señor que nos llevó mantenía el interruptor de la luz en forma de perilla giratoria y las conexiones a dos cables en forma de “H”, tan clásicas de la Francia de hace casi 150 años.
Aunque en México ya había línea telefónica desde 1878, los franceses trajeron muchos teléfonos de Europa, factor que sumó a esa fama de “adelantado” que se ganó el lugar.
Es sabido que el destino de la mayoría de los pueblos mineros es el olvido y la posterior conversión a pueblo fantasma una vez que se acaba el mineral que se fue a buscar, pero Santa Rosalía fue una excepción a la regla.
Aunque 69 años después, en 1954, la compañía francesa de minería cierra y los trabajadores europeos vuelven a sus tierras, la zona siguió explotándose por personas mexicanas hasta 1972 cuando, ahora sí, no quedaba más nada que extraer de aquellas canteras.
Y una vez más, superando el olvido, Santa Rosalía se mantuvo hasta el día de hoy, convirtiéndose en un pueblo tan pintoresco y cargado de historia, que su abandono fue impensable.
No fue una piedra preciosa esta vez, pero sus habitantes encontraron la manera de que su lugar de residencia continuara siendo una mina de recursos inagotables.
Muchas personas trabajan en el ámbito del turismo, otras en el puerto, mientras que muchas se mueven hasta Guerrero Negro, una ciudad con muchas fábricas y empresas que da trabajo a varios residentes de Santa Rosalía.
La minería, la chispa que catapultó a Santa Rosalía
Este pueblito no sería como hoy lo conocemos si no fuera por sus yacimientos de cobre, y alguna que otra piedra semi preciosa en la vuelta.
Mientras caminábamos por las callecitas del pueblo, nos dejábamos llevar por la prolija alegría que manaba de esas casitas coloridas, con madera vieja pero cuidada.
Las personas de Santa Rosalía son perfectamente conscientes que el hecho de vivir allí convierte a su hogar en parte de un museo constante, así que algunos se animan a emperifollar gratuitamente sus jardines o incluso convertir el garaje de su casa en una exhibición de adornos varios.
Y aunque de a ratos, mientras uno camina entre las casitas esperando ver una abuela detrás de cada ventana, se puede olvidar que estamos en un lugar que debe su brillo a la minería, no va a pasar mucho tiempo hasta que algo nos lo recuerde, como puede ser, nuevamente, la decoración de alguna casa, o un trozo de maquinaria o fierro utilizado en las fábricas que dieron empleo a tanta gente en el pasado.
El Boleo
Este era el nombre con que se conocía a la cantera de cobre más famosa de la zona, y fue dado porque el mineral apareció en una forma rocosa más o menos esférica (boleo significa “conjunto de bolas”…sí, yo también pensé en cosas indebidas, no lo neguemos).
De hecho, se encontró otro mineral en la zona y se bautizó “la boleita”, y así en confianza te digo que esta piedrita azul me gustó tanto que donde llegaba a ver un cachito de ella por ahí me iba a hacer más feliz que encontrar oro puro.
A día de hoy podemos visitar el edificio de El Boleo, nombre que también llevaba la compañía francesa que explotó aquella cantera. El edificio está convertido en museo, y es donde antaño se cumplían las tareas administrativas.
Para todos aquellos que tenemos alma retro, es un paseo muy recomendado en Santa Rosalía.
¿Mencioné que es gratis?
Claro, ese es uno de los motivos por los cuales es recomendado, pero además, porque ahí dentro se encuentran calculadoras del tamaño de una caja registradora de hoy, máquinas de escribir para todo tamaño de papel, partes de maquinaria y hasta de barcos, y muchísimas cosas más que van a hacer latir su corazoncito en sepia.
La Fundidora
Cerca del puerto hay una estructura metálica imposible de pasar por alto.
Dentro de este esqueleto podemos ver los órganos de lo que fue la fundidora de metales, como su nombre bien lo indica, donde se derretía todo el mineral para su posterior comercialización (hasta 180 toneladas diarias).
A día de hoy, esa estructura está sobre la calle, y al ser abierta se puede visitar sin pagar nada, pero nos contaron que también hay visitas guiadas donde una persona va explicando el funcionamiento de las máquinas que se pueden ver allí, y un poco de historia general del lugar.
En frente a ella hay una estación de servicio, por si además de tener un pésimo sentido de la orientación son además despistados (o sea, si son como yo).
Único lugar con playas negras
Si de algo se jactan los habitantes de Santa Rosalía es de ser uno de los pocos lugares del mundo con playas negras.
Aunque también es cierto que esta presunción se les termina pronto cuando nos explican que el color negro de las aguas es debido a la inmensa cantidad de residuos minerales tóxicos que se quemaban en el edificio de “El Chute”, una estructura a día de hoy quemada que se puede ver si se camina la costa. En ese edificio se almacenaba la escoria, se quemaba y posteriormente se transportaba río adentro, dando el tono negruzco a las aguas de la playa (y matando cuanta vida se encontrase dentro de ella, claro).
Hasta diría que es la estructura que más llama la atención, incluso más que la Fundidora, por ese tono negro que la hace ver como si el incendio hubiese sido reciente.
Para llegar a ese edificio, nosotros caminamos toda la zona del muelle, la cual no dejaba de ser particular por sus baldosas blancas y explanada amplia.
A un lado estaba el mar, con algunos muelles semi destruidos y botecitos en condiciones dudosas. Al otro lado, edificios abandonados le daban un toque post apocalíptico, entre ellos, lo que parecía ser una vieja taquilla.
El contraste entre las baldosas blancas, evidentemente modernas, con los edificios abandonados hacían que la zona se sintiera original para visitar en el día, aunque probablemente se pudiera sentir turbia si la visita fuera de noche.
Eiffel haciendo de las suyas en Latino América, otra vez.
Pero no son solamente la minería y las casitas lo que hacen de Santa Rosalía una zona con tendencia al turismo, sino que al igual que en Guadalajara, otros de los motivos es su iglesia.
La verdad, la Iglesia de Santa Bárbara no es ni la más linda, ni la más cuidada que hayamos visto, de hecho, estéticamente no nos pareció la gran cosa.
Lo llamativo acá es que fue creada por el mismísimo Eiffel, el creador de la famosísima Torre Eiffel, santo de devoción de algunos, un gran “meh” para otros.
En el correr de este viaje no es la primera vez que nos encontramos con obras arquitectónicas de este afamado señor, y aunque no conocemos su principal obra de arte, podemos decir que ya nos sentimos cercanos.
La primera vez que vimos algo suyo fue en Perú, más concretamente en Iquitos, la ciudad cuna del caucho en la selva Amazónica Allá había una casa sobre la esquina central, enteramente en hierro.
Y es que este hombre amaba el hierro.
El siguiente encuentro fue en Costa Rica, donde en un pequeño pueblo llamado Grecia, se levantaba una iglesia de metal, que terminó allí por error, mientras se la transportaba en barco con destino al país de Grecia.
Finalmente, nuestro tercer encuentro sigue sin ser la obra maestra de Eiffel, pero además sigue sin movernos un pelo.
La Iglesia de Santa Bárbara pasa desapercibida en un pueblo que es en sí mismo una obra de arte.
Santa Rosalía era todo lo bueno que decían y nos sorprendió con su toque personal, después de haber visto tantos pueblos arreglados para el gringo (como los cabos) y tantos otros de carácter local, éste tercer estilo resultó revitalizante a nuestros ojos y le dió ese toque de sorpresa que un mochilero siempre busca encontrar.
EL HIELO PICADO DE SAN LINO
El camino continuó en la camioneta del señor, que nos contaba sobre su trabajo en Guerrero Negro.
Se encargaba de la pesca y venta de la jaiba, una especie de cangrejo que se da mucho en la zona, especialmente en las cercanías de Guerrero Negro. Por eso, el solía ir a cargar la pesca ya sea a aquella ciudad o a San Ignacio. En esta última el camino a veces se volvía intransitable, por lo que tenía que consultar a la gente de la zona antes de dirigirse allí.
Y esta vez teníamos que parar muy cerca de aquel pueblo, en otro todavía más chiquito llamado San Lino.
El atardecer nos hizo la pica cuando la camioneta frenaba, bien cerca de una máquina que en unos minutos estaría picando grandes bloques de hielo para expulsarlo triturado dentro de la caja de la camioneta.
Pero mientras eso no sucediera, aprovechamos a caminar el pueblo… y bien digo, caminarlo (entero) porque no iba más allá de algunos pasos.
Algunas palmeras sustituían los cactus que habían predominado, con pocas excepciones, en nuestros kilómetros recorridos por Baja California.
Un vistazo satelital al mapa deja en claro el cambio que estábamos presenciando en vivo, poco a poco, donde el retazo verde se hacía cada vez más intenso.
Cuando el sol había terminado de esconderse, ya habíamos dado la vuelta al pueblo, y volvíamos a la fábrica de hielo justo a tiempo para ver la escarcha saliendo por la manguera, llenando la camioneta.
El señor nos hizo señas para que subiésemos a mirar; probablemente nuestra mirada de niño que ve algo nuevo era notoria e indisimulable. Allá nos trepamos con él para apreciar como la escarcha se convertía en pequeñas dunas, formando un pequeño desierto nevado dentro de la caja de una camioneta.
De nuevo en la ruta nos contó que la jaiba necesita estar en hielo semi derretido para mantenerse viva pero aletargada, que es la forma en que la venden a sus clientes. En ese estado, este molusco sobrevive hasta 43 horas, o al menos, ese fue el tiempo máximo que él pudo mantenerlas con vida.
Sobre las 20:00 hs, nos detuvimos en la entrada de un pequeño restaurante ubicado en el pueblo de Vizcaíno. El lugar era de esos que mezclan las funciones de panadería, con café de pueblo y restaurante.
Un gato nos dio la bienvenida, y un cartel dentro del local nos facilitó el acceso a internet por unos minutos, los suficientes para que el señor pidiera una bandeja de quesadillas y ensalada, 3 café, y 2 pastelitos dulces de queso tipo ricota llamados “ratoncitos”, que me recordaron a una tarta que se hace en mi familia y por un momento me transportaron al hogar.
Todo eso (menos uno de los café) era para nosotros dos. Solamente para nosotros.
Sin haber pedido nada, y a pesar que él tenía que estar en Guerrero Negro antes de las 21 hs, quiso darnos un último regalo de despedida, como si toda la ayuda y simpatía que nos había brindado hasta ahora no fuese suficiente.
A veces nos da la sensación de que no podemos exteriorizar toda la gratitud que sentimos, y solo nos queda esperar que una sonrisa y un “gracias” repetido hasta el cansancio sean suficientes para expresar eso, mucho más que eso. Ojalá sea en estas situaciones donde los ojos hablen más que las palabras.
GUERRERO NEGRO
Llegamos durante la noche, a pocos minutos de dar las 21:00 hs. Lla camioneta del señor que nos apadrinó ese día nos dejó, como le pedimos, en la puerta del cuartel de bomberos.
Del cuartel solo se veía la entrada de garaje semi abierta donde se distinguían los camiones rojos en su interior, pero no podíamos ver ninguna garita, ni ser humano en los alrededores mientras bajábamos las mochilas de la camioneta.
Para el momento que apoyábamos la segunda en el suelo, y cerrábamos la puerta, dos niños habían aparecido corriendo por la calle, y posicionados a nuestro lado nos preguntaban “¿se van a quedar acá esta noche?” mientras señalaban el cuartel.
Con un “sí” confuso (¿de dónde habían salido estos niños? ¿Cómo nos habían visto venir en el preciso momento de llegar?) nos dejaron, y se echaron a correr a una casa cercana.
Un minuto después, un muchacho en uniforme rojo nos saludaba y nos mostraba en qué parte del cuartel podíamos poner la carpa, al lado de los camiones. Nos mostró el baño y el bidón azul donde estaba el agua para lavarnos los dientes y para utilizar en el inodoro (ya que no había agua corriente).
Mientras esquivábamos las dos carpas que ya estaban armadas allí, el muchacho nos explicó que un poco antes de nosotros habían llegado dos chicos brasileros en bicicleta, y aprovechó a preguntar nuestra nacionalidad. Luego de esto y cerciorándose que estábamos cómodos, nos dejó solos nuevamente.
Nos tenía sorprendidos lo acostumbrados que estaban en este cuartel a recibir viajeros.
Ya nos había pasado de no tener que explicar nada en otros lugares, donde con solo acercarnos y pedir un lugar para dormir nos decían que sí enseguida, pero nunca nos había pasado que recibieran sin haber siquiera terminado de llegar.
Al día siguiente, cuando nos levantamos, los brasileros ya se habían ido; a decir verdad, yo había escuchado cuando salieron, una hora antes que nosotros nos levantásemos.
Me pareció descubrir un eco conocido en una de las voces pero volví al mundo de los sueños por un rato más, y al despertarme se lo comenté a Wa… nos preguntamos si podría ser aquel chico que conocimos en Brasil… pero no ¿verdad? ¿Qué probabilidades había?
Habiendo agradecido al bombero de turno, nos despedimos, y buscamos un lugar seco por el cual caminar.
A pesar de ser Baja California una zona con tan pocas lluvias, Guerrero Negro estaba inundado.
Con los championes (zapatos, zapatillas) empapados y el barro pegado a las suelas alcanzamos la calle principal de la ciudad, con la esperanza de encontrar algún motivo (además de los amables bomberos) que nos hagan apreciar un poquito el lugar… pero todo fue en vano.
Guerrero Negro es la ciudad casi limítrofe entre Baja California Sur y Baja California. Es la última ciudad grande antes de esa línea imaginaria que divide las zonas de la colita mexicana.
Lo único que sabíamos de ella es que en sus cercanías hay un salar que algunos turistas visitan a veces, y también habíamos leído sobre el esqueleto de una ballena. Para nosotros era un lugar de pasada, así que no esperábamos nada de ella, pero verla a la luz del sol fue un poco decepcionante.
Las construcciones estaban en muy mal estado, y eran en su mayoría grandes bloques de cemento gris, donde no podía siquiera adivinarse si tenían personas en su interior o estaban abandonados. Tal era la solitud que se reflejaba a través de cada ventana oscura.
Ni personas ni perros caminaban por sus veredas y apenas algún auto rompía de vez en cuando el silencio post apocalíptico.
Guerrero Negro, como nos enteraríamos luego, es una de esas ciudades pensadas para trabajar, por lo que no es de extrañar que carezcan de cualquier atractivo estético.
Solo faltaban las retroexcavadoras para recordarnos al paisaje post apocalíptico de Comodoro Rivadavia, al Sur de Argentina.
La salina que habíamos averiguado está en la ciudad, es de hecho una de las principales fuentes de trabajo de la zona, por lo que es normal ver camiones transportando sal hacia un lado y otro.
Caminando cruzamos lo que nos quedaba de ciudad hasta llegar a la salida de la misma, donde continuaríamos haciendo dedo.
Luego de pasar una solitaria iglesia amarilla que nos llenó de curiosidad, y fabricar hipótesis basadas en el cementerio que creímos ver a su lado, encontramos un punto óptimo, y dejándonos llevar por la cercanía con una ciudad tan gris, y el poco movimiento que vimos, nos preparamos para esperar por horas.
Las horas se convirtieron en minutos cuando un auto se detuvo a nuestro lado antes de lo esperado.
Un brasilero amigo, dos países, tres ciudades.
Cuando estábamos en Brasil conocimos a una viajera argentina.
Con ella intentamos conseguir entradas para una ópera en el Teatro de Manaos, aquel teatro al que de todas formas nosotros dos intentamos ir luego, vestidos con ropa zaparrastrosa entre personas de gala, y donde claro, no pudimos entrar.
Aquel día que intentamos conseguir las entradas, ella nos presentó a un chico que había conocido en el viaje, y con quien se encontraría a las afueras del teatro. Guilherme era brasilero pero hablaba español. No cruzamos muchas palabras aquel día, pero supimos que él quería salir a recorrer América en bici.
Ocho meses luego, coincidíamos quedándonos en la misma casa de Mérida (México), donde una pareja de viajeros panameños nos hospedó por una semana, y nos dejaron cuidando a sus mascotas por otra semana más mientras ellos se daban una escapada a la costa. El brasilero estaba ahora con su bici, pedaleando América.
Pasamos noches jugando todos al Monopoly de cartas, y riéndonos con las experiencias de viaje compartidas (como olvidar esas anécdotas sobre los pedos y la India).
La tercera vez fue dos meses luego, cuando hacíamos dedo en el pueblo donde nos dejaron las personas que nos levantaron a las afueras de Guerrero Negro.
Mientras íbamos en el auto, pasamos a dos ciclistas, y suponiendo que eran nuestros compañeros de cuartel de bombero, aquellos que escuchamos y vimos sus carpas pero no a ellos. Nos doblamos en el auto para intentar ver sus rostros en los pocos segundos que el movimiento nos permitía.
Como había mucho viento, llevaban sus caras tapadas así que no pudimos corroborar nada.
Un par de horas más tarde, mientras hacíamos dedo en otro pueblo, calculábamos el tiempo que les podría tomar en llegar a donde nosotros estábamos. Por un lado, queríamos seguir avanzando, pero por otro queríamos que ellos llegasen a tiempo, antes que un auto se detuviese, para saludarnos, y sacarnos la duda.
El dedo en Jesús María estaba complicado.
Frente a nosotros, la tiendita de Armando (que al parecer vendía panchos (hot-dogs) estaba cerrada, pero a nuestras espaldas estaba el parador de la estación de servicio donde cada mucho tiempo llegaba un auto, del cual bajaban personas muy rubias: a veces sacaban fotos con réflex enormes, otras compraban fundas de latas de cerveza.
Finalmente, vimos asomar en el horizonte un par de siluetas pequeñas que venían como flotando… eran dos ciclistas.
Nos preguntábamos qué pasaría si el brasilero era el que nosotros pensábamos… ¿se detendría a saludar? ¿Nos reconocería?
La respuesta no se hizo esperar más; las bicicletas se detuvieron y Guilherme se destapó la cara.
Era la tercera vez que nos veíamos en el viaje.
Ya podíamos decir que el era la persona que vimos más veces en todo lo que va de esta travesía.
Su acompañante era otro chico, también de Brasil, que al igual que él recorría América en bici, y se habían unido en el transcurso del viaje.
Diez meses, dos países, tres encuentros casuales, y una extensa jornada de autostop fue lo que nos costó para, finalmente, sacarnos una foto e intercambiar contactos en el celular.
Me gusta pensar en esta relación viajera como algo que no necesita de nuevas tecnologías para estar conectada, ni siquiera necesita medios materiales.
De alguna manera, la ruta se las arregló para juntarnos nuevamente, en el mismo lugar a la misma hora. Nunca necesitamos de un reloj, ni una paloma mensajera, ni siquiera de la magia electrónica del siglo XXI para coordinar ninguno de los encuentros.
Y estamos casi convencidos, que aun teniendo ahora una posibilidad de contacto al alcance de un par de movimientos del dedo, lo que nos volverá a reunir será la impredecibilidad.
Porque sí, aunque dicen que la tercera es la vencida, de alguna manera implícita prometimos volver a vernos… quizás bajo el frío gélido de alguna zona que ya no se siente tan lejana.