A medida que nuestros días en Colombia llegaban a su fin, nuestra preparación psicológica iba en aumento: sabíamos que Panama podía ser un desafío para nuestro bolsillo.
Esto se dejaba adivinar desde el vamos, cuando, luego de estudiar las posibilidades, descubrimos que las únicas maneras de cruzar la frontera eran a través de un bote o un avión.
Olvidate de hacer dedo.
Colombia y Panama están separados por lo que se conoce como el «tapón de Darien«, unos 40 kms de selva espesa, refugio de la más diversa flora y fauna, entre ellos, los narcotraficantes.
Definitivamente, no era una opción que pudiera asegurar nuestra llegada a Panama… al menos, no enteros (vendidos por partes, puede ser).
Humor negro aparte, la realidad es que Darien no es un lugar para demostrar nada; nos encanta desmitificar algunas creencias de peligro que pululan por todos lados, pero tampoco es el plan regalarse.
Eligiendo la mejor opción
Los días previos al cruce de frontera, estuvimos leyendo páginas de viajeros en internet, y hablando tanto con gente local en Colombia como con otros viajeros. Todos coincidían en algo: el avión desde Cartagena es mucho más barato que el bote.
La información que habíamos recabado era que el bote costaba entre U$S 300 y U$S 400 por persona, incluso luego de haber regateado; las personas del puerto solían aprovecharse de los turistas que llegaban hasta allá cobrando precios desorbitados, a sabiendas de que nadie iba a querer deshacer el camino para elegir otra opción más económica.
Además, el trayecto duraba alrededor de 2 días, y cuando tuvimos la oportunidad de hablar con un viajero que utilizó ésta opción, siendo además una persona todoterreno que viajó como mochilero durante muchos años, nos contó que durante esos 2 días no pudo pegar un ojo porque el bote iba prácticamente saltando (lo que además le provocó una hemorragia anal muy desagradable por los golpes contra la tabla donde iba sentado).
Por otro lado, la agencia Wingo ofrecía vuelos económicos, desde U$S 70 por persona, en un vuelo de apenas una hora y diez minutos de viaje.
No había que pensarlo demasiado.
ENTRAR A PANAMA
Solucionado el primer intringulis chingulis, ahora venía resolver el segundo: el hecho que Panama pide, como requisito para entrar, un boleto de salida del país.
Esta es la forma que tiene el país de asegurarse que uno está de paseo y no va a quedarse a vivir allí.
Volvímos a investigar al respecto, y muchas páginas recomendaban reservar un boleto de avión, en esas compañías donde se permite hacer la reserva y pagarla dos días después. El plan era realizar la reserva el día anterior al vuelo, y cancelarla el mismo día que aterrizamos en Panama, hechos ya los trámites de migración correspondientes.
Se recomendaba usar la web de CopaAirlines, que era una de las pocas que permitía esa opción de pago diferido, pero cuando ingresamos al sitio constatamos que esa opción había desaparecido.
Finalmente optamos por el viejo método: usar el photoshop.
La misma reserva que nos habían enviado a nuestro correo electrónico con los datos del vuelo a Panama, la modificamos para crear un nuevo boleto de salida del país.
Pero cometimos dos errores.
El primero fue que nosotros estábamos convencidos de que el comprobante de salida del país lo pedirían en la oficina de migraciones de Panama, de forma que ellos no tendrían forma de comprobar la veracidad del vuelo en cuestión (porque ese es un dato que permanece en las base de datos de la aerolinea correspondiente).
Cuando el muchacho de Wingo en Cartagena nos pidió el papel, nuestro desconcierto nos delató un poquito.
Al formar él parte de la compañía, obviamente que pudo chequear que en efecto, ese vuelo de Wingo saliendo de Panama no existía.
Nuestro segundo error consistió en haber puesto como destino Cartagena, es decir, estabamos diciendo que la idea era ir desde Cartagena a Panama, y después volver a Cartagena, siendo que nosotros no somos residentes de Colombia. Era algo posible, sí, pero despertaba cierta desconfianza.
El chico hizo muecas de desconfianza frente al monitor, con nuestro ticket de mentirijilla en mano, y optó por ser cordial: nos estiró el papel de nuevo, diciendo «no, ésto no les va a servir… pueden reservar un boleto de bus en la página web de Tica bus».
Eso significaba que las 9 horas de anticipación con las que habíamos llegado al aeropuerto no habían servido de nada, porque el servicio de check in no abría sino hasta 3 horas antes del vuelo, y habiendo hecho fila durante un rato, disponiamos ahora de solamente dos horas para conseguir nuestro boleto de salida de Panama.
Y no teníamos internet.
El muchacho envió la mochila de Wa al depósito para ir adelantando parte del trámite, ya que era la única que iría despachada (la mía cumplía con los requisitos para ir gratis en la cabina) y nos indicó que llevásemos la reserva (real) apenas la tuviésemos.
A las 04:50 de la madrugada, compramos el café más barato en el puestito de Juan Valdez dentro del aeropuerto (menos mal que permanecía abierto las 24 horas) pudiendo así hacer uso del wifi.
Dedicamos una media hora a investigar otras formas de hacer reservas de mentirita, pero el tiempo comenzó a apremiar y finalmente terminamos comprando un boleto de bus con salida desde David (Panama) y destino San José (Costa Rica), por U$S 40 cada uno.
El precio nos dejaría más en bancarrota de lo que el boleto de avión nos había dejado ya (a pesar de ser éste último muy barato) pero aún así seguía siendo bastante más económico que el bote.
Tica bus era la opción más económica, siendo el único bus que cruza de Panama a Costa Rica. Las demás opciones eran aéreas, y mucho más caras.
Con nuestra nueva reserva, nos encaminamos nuevamente al mostrador de Wingo. Esta vez sí, pudimos pasar, y nos despegamos de la tierra.
CIUDAD DE PANAMA
Primeros pasos, transformados en vueltas de neumáticos
Aunque nuestro primer contacto con la población Panameña fue muy positiva, un poco más tarde comenzaríamos a notar la diferencia con el pueblo colombiano.
Apenas salimos del aeropuerto de Wingo, que era algo así como una gasolinera con pista de aterrizaje por lo pequeño y básico (que tampoco está mal, sigue siendo funcional) comenzamos a caminar los 15 kms que nos separaban de la capital.
Habiendo caminando menos de uno, el sol que arrastraba nuestros pasos nos hizo recordar que nosotros viajamos a dedo, así que estiramos el dedito al primer auto que vimos venir.
Frenó.
Dos colombianos residentes en Panama abrieron los ojos como platos cuando se enteraron del tiempo que llevábamos viajando, los abrieron un poco más cuando escucharon nuestra poco ambiciosa meta de recorrer el mundo a dedo, y casi se les caen de las órbitas cuando finalizamos con explicarles que dormíamos en casas de extraños o al costado del camino.
El segundo chofer que frenó su auto para completar los kilómetros que nos separaban de Ciudad de Panama, comenzó explicando que el no entraba a la ciudad pero nos podía dejar cerca, para terminar preguntando a qué parte exacta íbamos y dejándonos precisamente en la puerta del lugar.
Llegamos a dudar unos segundos si se trataría de un taxi, pero no… sencillamente se trataba de esa amabilidad de la que venimos siendo testigos desde hace ya más de un año alrededor de América.
¿Panama o China?
Alguien nos había recomendado el shopping (mall) «El Dorado» como un buen lugar en caso de tener que hacer tiempo en la ciudad, así que esa fue nuestra primer parada.
Lo que no esperábamos era darnos cuenta que el avión de Wingo se había equivocado, y que en vez de dejarnos en Panama, nos había llevado hasta China.
Luego nos enteraríamos que ese shopping en particular era conocido como el principal punto de concentración de personas chinas en el país, que ya de por sí no eran pocas.
Nos contaron que desde la construcción del canal, los ciudadanos chinos comenzaron a llegar más y más al país, siendo a día de hoy un porcentaje importante en la población del país.
La mayoría mantienen sus costumbres, y se casan entre ellos, haciendo que éste número vaya en aumento.
Sin entender una palabra de lo que las personas que nos rodeaban decían, por tener casi nulos conocimientos de chino mandarín, nos quedamos descansando un rato, para luego salir a recorrer un poco las calles de la ciudad.
Como la noche anterior habíamos dormido apenas unos minutos en el aeropuerto, nuestra prioridad era encontrar un lugar tranquilo para poder hecharnos una siesta antes de encontrarnos con la persona que nos daría hospedaje en nuestra primer ciudad e Panama.
Sobre todo Wa, que había dormido menos de 30 minutos, mientras que yo había cabeceado por unas buenas dos horas.
El banco de una plaza privada, propiedad de los residentes de un edificio colindante, se convirtió en la mejor cama que logramos encontrar.
Fue acá donde empezamos a descubrir la personalidad de la población Panameña.
Un baldazo de agua fría que entibió la calidez colombiana.
Y aunque la primer diferencia abismal entre el país vecino y Panama son evidentemente, los precios, unas pocas horas en el territorio panameño son suficientes para mostrarnos que además las diferencias a nivel social eran también bastante notorias.
Los panameños (hablando siempre a nivel generalizado) nos parecieron personas de trato más frío que en países como Colombia, Ecuador, y varios más.
No pasó mucho tiempo desde que empezamos a extrañar la sonrisa colombiana, que en Panama se convertía en miradas de desconfianza, y a veces desagrado hacia nosotros.
Joy del futuro me está hablando por la cucaracha, y me cuenta que en ningún momento de nuestra estancia en Panama, alguien nos sonreiría en la calle o nos saludaría, por el simple hecho de ser extranjeros.
Nadie nos pararía en la calle para preguntarnos de dónde venímos ni a dónde vamos.
Nadie nos daría los buenos días al pasar, ni nos despediría al salir del supermercado.
Notamos comportamientos que rayan lo ofensivo, como personas que nos sacaban fotos a escondidas (que hasta cierto punto puedo entenderlo), y otras que mientras hacíamos dedo apenas nos miraban, mucho menos nos devolvían la sonrisa que les mandábamos cuando notábamos una leve miradita de soslayo, pero cuando esas mismas personas se escudaban detrás del vidrio de un auto, sus miradas nos atravesaban el pecho.
A lo mejor la profecía que augurábamos en el primer post de Colombia se cumplía y ahora nos habíamos malacostumbrado a esas sonrisas cálidas del país vecino, a esa hospitalidad que no pasa únicamente por dar estadía a estos dos viajeros, sino por hacerlos sentir cómodos explicando únicamente con una sonrisa callejera al pasar, que todo está bien, y que son bienvenidos.
La gente Panameña no nos pareció mala, para nada, pero no podemos evitar notar la diferencia entre los habitantes de otros países latinos y ellos.
Y aunque suene un poco controversial, en algunos aspectos, nos recordaron al pueblo Montevideano de nuestro país, sobre todo en un lunes a la mañana.
Aún así, creo que la principal diferencia viene dada por la influencia Estadounidense, que es altamente notoria, y la sociedad no es una excepción.
Y a pesar de que no deberíamos aclarar esto porque siempre que nos referimos a una sociedad es en términos generales, quiero aclarar lo evidente: claro que conocimos gente muy linda en Panama, que nos brindaron su ayuda desinteresadamente, y más importante aún, su amistad.
Una ciudad donde el peatón está en especie de extinción
Y la influencia yankee de la que hablábamos se refleja inclusive en el medio de transporte de sus habitantes, porque casi todos cambiaron los pies por neumáticos.
Y con razón.
Panama no es una ciudad peatón-friendly.
Casi no hay veredas, y las pocas que hay son demasiado angostas, llenas de irregularidades y agujeros, que junto con las pequeñas inundaciones en época de lluvia se traduce en «pies mojados».
Hay muchos estacionamientos, y facilidades para quien va en auto, pero caminar puede volverse una actividad tediosa en una ciudad con aire fantasmagórico.
Igual, acá tendríamos que plantearnos la pregunta: ¿qué vino primero, la extinción de los peatones o la carencia de veredas?
Precios que quitan el aliento
Si algo nos dejó en jaque mate dentro de Panama, fueron los precios.
Hacía bastante tiempo que no pisábamos un país con precios elevados, siendo Guayana Francesa el último.
Quizás por eso nos agarró más desprevenidos.
A lo mejor lo teníamos que ver venir cuando uno de los requisitos de entrada al país es presentar un comprobante que afirme que uno tiene al menos 500 dólares en su poder.
Mientras que en Colombia uno podía comprar un almuerzo por un dólar y medio, en Panama lo normal era pagar entre 7 y 10 dólares.
Y al igual que en Guayana Francesa, unas galletas de origen Europeo a un dólar y medio el medio kilo, se convirtieron en nuestras mejores amigas.
Las búsquedas de ofertas en los supermercados también fueron buenas aliadas, logrando encontrar paquetes de 11 panchos (salchichas) por un dólar, y paquetes de fideos con salsa cheddar por el mismo precio.
Como pueden ver, y como suele suceder en cualquier país por caro que sea, en Panama se puede sobrevivir con poco dinero, es solo que la tarea se convierte en un proceso de búsqueda más riguroso.
Por supuesto que la ayuda de las personas que nos brindaron hospedaje durante nuestra estadía fue también un punto clave en la salvación de la economía.
Una moneda que busca dar identidad a un hijo de Yankeelandia.
Similar a lo que sucedía en Ecuador, en Panama se utiliza el dólar americano cuando se trata de billetes, y en un intento de dar cierta identidad al país, se creó el Balboa para las monedas, siendo éstas un equivalente del dólar.
Los precios en todos lados están representados en Balboas, aunque uno pague mayormente en dólar estadounidense.
Así que cuando veas que el precio de algo es «5 balboas», con entregar un Lincoln todo queda solventado.
CENTRO HISTÓRICO
El centro histórico de Panama fue alguna vez catalogado como una zona roja, donde los robos estaban a la orden del día.
Hoy por hoy eso cambió considerablemente, y se convirtió en una zona muy segura en la cual dá gusto caminar.
Grupos de policía patrullan cada esquina, y luego nos enteraríamos que esto se debía a que es en esta zona donde se encuentra la casa de gobierno.
Aunque no representa grandes atractivos más allá de las típicas casitas coloniales que venímos viendo en toda America y de las que uno no puede cansarse, es un buen paseo que vale la pena realizar.
La costa está muy cerca del centro histórico, y nos da vistas hermosas del casco antiguo formando una punta sobre el agua.
A mi me recordaba a lugares europeos en los que nunca estuve.
Y pasando a pocos metros, el puerto nos da una imagen tan caótica como auténtica de los botes anclados, esperando ser comandados por sus tripulantes.
EL CANAL DE PANAMA – Una de las mayores obras de ingenieria, eclipsada por la el marketing capitalista.
El canal era una de las dos cosas que más queríamos conocer en Panama, por lo que semejante obra de ingeniería representa, no sólo a nivel comercial, sino humano.
Allá nos fuimos una mañana, tomando un bus local rumbo a «Ciudad del Saber», y bajando prácticamente en la entrada del faro que funciona de antesala al complejo turístico que envuelve el canal.
No entramos, primero caminamos en los alrededores para intentar ver el canal desde fuera, ya que nos habían dicho que la entrada a la zona destinada al turismo se cobraba, y con los antecedentes que veníamos teniendo de los precios panameños, no nos resultaba precisamente tentadora la idea.
Un auto de policía frenó cuando estábamos intentando constatar si un camino que se abría en la vereda nos acercaba a ver algo; el oficial nos explicó que la única forma de ver el canal era yendo a la parte turística.
Sin dejarnos demasiadas alternativas, emprendimos la vuelta al faro.
Habían obreros construyendo parte de las veredas que llevaban al interior del complejo (estrechas, pero veredas al fin, lo cual ya era motivo de festejo); algunos respondieron a nuestro saludo de «buenos días», otros no.
Comenzaron a aparecer carteles que advertían a los transeúntes sobre la posibilidad de tener un encuentro cercano de tercer tipo con un cocodrilo, mientras una caricatura le quitaba seriedad al asunto, como para no asustar tanto.
Una represa apareció frente a nuestros ojos.
Unos pasos más adelante, llegamos al corazón del complejo turístico, donde además de un estacionamiento de autos considerablemente grande, habían también escaleras mecánicas, y un bebedero con agua fría, detalle que agradecimos mucho luego de haber caminado kilómetros habiendo olvidado llevarnos una botella con nuestra propia agua.
«Si llegamos gratis hasta acá, a lo mejor todavía quedan esperanzas», pensamos, y subimos las escaleras mecánicas.
El cartel de boletería nos rompería los anhelos en 2 segundos.
No sólo se cobraba entrada, sino que además la más barata costaba U$S 15, e incluía cosas que sinceramente, no nos interesaba ver, como la visita a un museo y una pelicula del canal, promocionada por un poster que desplegaba todo el marketing hollywoodense, y un folleto que más que publicitar una pelicula del canal de Panama, parecía vender la biografía de Morgan Freeman, quien únicamente oficiaba de narrador.
Volvímos sobre nuestros pasos.
Días después, un chico venezolano que nos recibió en su hogar por varios días, nos explicó que el había visitado el canal 17 veces, la mayoría para acompañar a los viajeros a los que acompañaba, y sabía que existía una entrada donde únicamente por U$S 2, se podía tener acceso a una torre-mirador, desde donde se veían perfectamente las exclusas, y si llegabas en el tiempo adecuado, se veían los barcos pasar.
Como opción B, nos habló de un restaurante que está ubicado justo dentro del complejo turístico, desde el cual se tienen incluso mejores vistas que desde el mirador oficial, y en donde con una compra mínima se tiene acceso al balcón, desde donde se podía apreciar el canal.
Allá fuimos, los 3 en auto, en búsqueda de la entrada perdida.
El horario de atención en boletería era hasta las 17:15, y saliendo 16:45 llegaríamos con los minutos contados.
Cuando llegamos, faltando apenas 3 minutos para que la boletería cerrase, el muchacho fue quien habló con la ventanillera: la chica le insistía en que dicha entrada de U$S 2 nunca había existido, retrucándole él con la afirmación certera basada en sus 17 visitas previas.
Al final, la chica le extendió un ticket gratuito con el cual podía accederse a la terraza, pero el mismo era válido únicamente para residentes locales; para aquellos que estábamos de visita no había más opciones que la entrada de U$S 15 como mínimo.
Nuestro amigo venezolano apeló al plan B, preguntó si podíamos pasar al restaurante a comer algo.
La chica detrás de la ventanilla respondió que los días lunes cierra a las 17 hs.
Ese día era, por supuesto, lunes.
Pero sin rendirse nuestro amigo, nos prometió que al día siguiente telefonearía al restaurante para realizar una reserva, y nos invitaría a cenar allí, desde donde podríamos tener incluso una mejor vista del canal.
Al día siguiente, el panorama no podía ser más oscuro: en el restaurante le habían dicho que el balcón estaba todo reservado para un evento.
El balcón era el único punto del que se veía el canal.
Y con esa llamada telefónica se fue nuestra última esperanza de ver una de las más importantes obras de ingenieria del mundo.
Las ansias se convirtieron en rechazo, siendo notoriamente mayor en nuestro amigo, quien estaba completamente indignado frente al hecho de que a partir de ahora obligasen a los turistas a pagar semejante suma de dinero. El lo veía como un retroceso en cuanto a fomentación de la cultura y del turismo.
La indignación lo dejó visiblemente afectado durante varias horas, y aunque ya estábamos bastante seguros, nos dió todavía más fuerzas para reafirmar nuestra decisión de no pagar, de ninguna manera, la entrada al canal.
LA LAGUNA DE SAN CARLOS
Lamentablemente, el tiempo apremiaba.
Como la aerolinea nos había obligado a comprar un ticket de salida de Panama, teníamos el tiempo contado, así que la última parada oficial para pasar unos días debía decidirse con sabiduría.
Optamos por un lugar natural y tranquilo como lo es la Laguna de San Carlos.
Hasta allí nos llevaría un chico de Couchsurfing que ofició no sólo de transportista, sino además de una buena persona para conversar, y de guía de su país.
Gracias a el, conocimos lugares que no hubiésemos visto de otra forma.
Nos llevó a un mirador en la ruta desde donde se veían las colinas, ¡y oh sorpresa! casi podríamos decir que hacía frío (casi).
Recuerden que despues de estar tantos meses con temperaturas que alcanzan los 38 grados, salvo esporádicos plazos de tiempo (como cuando estuvimos en Bogotá), hasta una persona de calor como yo extraña un poco el fresquito.
Después, nos llevó a un parador en la ruta donde preparaban todo tipo de productos derivados de la leche, como quesos, yogures, postres, etc.
Ese lugar era bastante famoso a nivel nacional, y una parada obligatoria para aquellos ruteros que andaban en la vuelta.
Nuestro amigo nos convidó con empanadas de queso y chicha de chicheme (una variedad de chicha de maíz), que es algo típico de Panama. Ultimamente las chichas que hemos venido probando en Colombia y Panama han mejorado mucho el nivel en nuestro termostato gustativo, en comparación con las de Perú (a excepción de la chicha morada que a mi me gusta).
Por último, terminamos el día en las Lajas, entrando a una playa privada de nombre «Coronado» (como otro pueblo que estaba bien cerca de allí), que terminó siendo un complejo de viviendas al que sólo se podía acceder si vivías allí o conocías a alguien. El muchacho con el que íbamos conocía a los porteros así que nos dejaron pasar y pudimos entender en qué gastan la plata los millonarios.
Casas del tamaño y forma de un palacio, edificios que aunque parecieran construcciones destinadas a alquiler de departamentos u hoteles, eran simplemente una casa familiar.
Sí, entendieron bien, todo un edificio de 4 o 5 pisos, para una sola familia.
Y muchas casas estaban sobre la playa, la cual estaba vacía a esa hora porque todos los acaudalados inquilinos de este complejo estaban en sus hogares.
Nosotros casi que caminábamos con el cuidado de quien sabe que está pisando diamantes.
Veíamos a los niños de 6 o 7 años, andando en bicicletas que se veían más caras que un cero km, con rodilleras, casco, tobilleras, coderas… no sé si soy yo que estoy fuera de época, pero este exceso de protección para salir a dar la vuelta manzana me pareció una clara muestra del estrato social que reinaba en el complejo.
Finalmente, nuestro nuevo amigo nos dejó en un lugar desde donde podríamos tomar un mini bus que nos subiera a La Laguna, porque caminando podría llevarnos más de 1 día entero, y hacer dedo en la noche nunca es una buena idea (acuérdense de esta frase).
El último mini bus salió a las 19:05, y en media hora llegamos a destino.
La Laguna es una zona de fincas, cuyo nombre viene dado por la Laguna a la que se llega caminando por la ruta principal, pasando una casa llena de loros (donde casi me quedo a vivir), y cuando llegás a una parte donde hay una jaula enorme con un tucán, ahí el camino se bifurca. Siguiendo ese camino se llega a la Laguna.
En días de semana la entrada es gratuita, mientras que en los fines de semana se cobra U$S 1 por persona, porque es el día que va más gente entonces se recauda bastante.
De todas formas, ir entre semana es mucho mas recomendable, no sólo por su carácter gratuito, sino además porque vás a tener todo el parque para vos solo.
A las orillas de la laguna hay arboles de plátano, guayabas, plantas de café, etc.
Aprendimos a identificar los hongos alucinógenos, y nos hicimos nuevos amigos peludos.
Nuestra estadía en la casita de La Laguna fue inmejorable.
Tuvimos la perfecta sincronización de llegar justo cuando una de las perritas de la zona (porque acá los perros son de todos y visitan todas las casas) tuvo cachorritos, y fue para mi la primera vez que veía cachorros perrunos tan chiquitos.
Además, allí conocimos a Gian, un Panameño de nacimiento, que vivió muchos años en EE.UU. y tuvo una historia de vida que si bien pudo haber deprimido a cualquiera, el eligió tomar toda esa negatividad que recibió y como un perfecto alquimista, transmutarla en bondad y empatía.
Los días transcurrieron entre comidas sanas, tertulias interesantísimas, y cortes de luz.
Y es que no hubo un día en que no lloviera, pero los relámpagos sirvieron para darle un toque de misterio a aquella noche donde a la luz de una vela arreglabamos el mundo.
EL VALLE
El Valle es sin duda el pueblo más turístico de los alrededores, siendo un lugar mucho más popular, para aquellos que venimos de afuera, que La Laguna de San Carlos.
Más por cumplir la promesa que le hicimos a todas aquellas personas que nos insistían con visitar este lugar, que por curiosidad propia, allá fuimos una tarde en la que la lluvia pareció dar tregua (pareció… sólo pareció).
Desde que llegás, te das cuenta por qué todo el mundo lo recomienda.
Es uno de esos pueblitos adorables, llenos de verde, y que a pesar del turismo (que cuando nosotros fuimos no estaba nada pronunciado) se siente muy pueblo.
Diría que, si vas en un día donde no haya más turistas, solo se nota lo turístico del lugar cuando ves que la gente de la zona no te mira con extrañeza.
Hay varios trekkings para hacer en la zona, siendo el de la «India Dormida» el más famoso.
Lo mejor es que, al menos ese, es gratuito (de los demás no podemos hablar ya que no fuimos).
En la entrada nos detuvo un chico a ofrecernos su servicio como guía, y su tarifa era a voluntad. Elegimos ir solos.
Dicen que desde la India Dormida se tiene una hermosa vista de todo el pueblo, pero nosotros disponíamos de 1 hora y media para hacer el treeking, siendo que se estiman 3 horas para llegar a la cima, así que nos quedamos un poco más de medio camino.
De todas formas, en ese tiempo logramos ver la Piedra Pintada, que está a solo 5 minutos desde la entrada.
Esta piedra muestra petroglifos que a día de hoy no se sabe a ciencia cierta qué significan; las especulaciones indican ya sea un mapa, ya sea un calendario de cosecha, o algún tipo de culto religioso, pero lo cierto es que nadie logró descifrarlo aún.
Y también vimos 2 cascadas, siendo la de los Enamorados la más memorable.
Según el guía que estaba en la entrada, el último tramo que lleva a la India Dormida es conveniente hacerlo con guía porque hay gente que se ha perdido.
Nosotros no hicimos ese tramo, pero hasta donde llegamos, el camino estaba bastante claro, así que dudamos si esa afirmación sea cierta o simplemente una estrategia por parte del guía. Igual, lo mencionamos para que si alguien planea hacerlo lo tenga en cuenta.
La vuelta a La Laguna fue un tanto compleja, pero únicamente debido a la frecuencia de los buses, y esto es algo que vale la pena tener en cuenta.
Desde Las Lajas, salen mini buses a La Laguna; en teoría, el último bus sale a las 19:00 hs, pero tomen esta información con pinzas.
Los horarios de los buses en estos pueblos no son exactos, cosa que pudimos constatar porque el primer día que llegamos a Las Lajas, y tomamos el bus a La Laguna, agarramos el de las 19:00 hs, pero el día que fuimos a El Valle del Antón, llegamos a Las Lajas a las 18:45 y el último bus del día ya se había ido, así que nos tocó hacer dedo en la noche, cosa que se dificulta bastante.
Aún así, tuvimos la suerte de que alguien se apiadó de nosotros y nos llevó hasta la que sería nuestra penúltima noche en Panama.
La última implicaría policías que de llevaban gente delante nuestro, y un restaurante abierto las 24 hs que acepto acogernos.
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