Corría el mes de marzo de 2020, y lo único que nos separaba del siguiente país en nuestro haber era una reja que oficia de muro separatorio con los trámites que ello implica.
O eso creíamos.
Una barrera que no se ve pero aparentemente está en el aire hizo que la frontera terrestre que une y separa México con Estados Unidos cerrase estando nosotros en Tijuana, por lo que tuvimos que cambiar planes y tomar decisiones rápidas.
Tomando en cuenta que este cierre parecía tener un futuro bastante extenso, y que viajar en sí se estaba volviendo algo no sólo complicado sino además éticamente cuestionable, nos preguntamos muchas cosas, manejamos muchas opciones: ¿volvemos a Uruguay? ¿Buscamos un lugar para esperar a que todo mejore? Y si es así… ¿dónde? ¿Cómo? ¿Cuánto tiempo? ¿Y si se nos vence la estadía de turista antes de que se abra la frontera?
Finalmente optamos por darle una chance más al viaje, y aceptar una de las invitaciones que nos llegaron de personas que supieron anticipar de forma más eficiente esto que nosotros no -quisimos- preveer.
Así pasamos en México más tiempo del que pensábamos estar en estas tierras, y conocimos lugares que no creíamos conocer en este viaje.
Puerto Vallarta, la ciudad turística más cercana que teníamos, conocida como “tierra de gringos” era una especie de preparación a lo que estaba por venir (¿o no?).
Barajamos posibilidades… ¿cuánto tiempo sería conveniente esperar en México hasta decidir que era hora de volver a casa? O quizás… ¿habría forma de continuar hacia el Norte?
La espera que creímos sería de máximo 2 meses, se convirtió en 3, y con el tiempo, nuestras dudas crecían. Ante ellas, nuestro permiso de turista decidió por nosotros cuando nos dimos cuenta que éste estaba a punto de vencer… ahora sí, no podíamos seguir esperando, teníamos que movernos.
O bueno, eso creíamos (nuevamente).
Buenos amigos extranjeros nos contaron que México estaba brindando extensiones con motivo de la pandemia, así que pudimos obtener la autorización a permanecer 6 meses más en el país.
La pregunta ahora era… ¿estábamos dispuestos a esperar tanto por algo que no teníamos la certeza de poder hacer, incluso 6 meses después? ¿Quién podía asegurarnos la re-apertura de la frontera en los próximos 6 meses?
Un día de Agosto, sin pensarlo demasiado, compramos el ticket de avión.
Según entendíamos, aunque la frontera terrestre estaba cerrada, todavía podía entrarse a EE.UU. llegando por avión, y aunque no nos hacía mucha gracia esto de volar de nuevo (por ese estúpido orgullo sin sentido de “soy mejor mochilero mientras menos vuelos tomo”) nos pareció que habiendo estado ya más de 4 meses esperando en México, era hora de continuar el viaje… hacía uno u otro lado, pero continuarlo.
Sabíamos que la situación en Estados Unidos no era la mejor… de hecho, según las cifras “oficiales”, era el país que estaba pasándolo peor con el tema del virus, así que teníamos que ser cautelosos, no tanto por nosotros, sino por los demás.
Continuar viajando, pero siendo respetuosos con otras personas en esta situación no era cosa fácil.
Teníamos básicamente 2 o 3 lugares que queríamos visitar en el país del águila, pero la cosa no estaba para andar pululando mucho por ahí (mucho menos hacerlo a dedo), así que, ya que íbamos a volar, elegimos hacerlo directamente al lugar que más quisiéramos conocer y permanecer allí la mayor parte del tiempo.
Y si nos conocen, saben que probablemente no estoy hablando de lugares como New York, Los Ángeles, Las Vegas, o Chicago.
Pero ya llegaremos a eso.
PRIMERA PARADA: DE GUADALAJARA A DENVER
El ticket de avión era barato, y como tal, tenía algo que nunca habíamos experimentado: una escala.
Sabiendo que el avión partía desde Guadalajara, y siendo ésta una ciudad que nos gustó tanto y donde conocimos gente tan linda, un par de días más en ella nos permitieron decirle adiós a un país que nos brindó mucha felicidad, un país que nos dejó excelentes amistades, los ojos llenos de color, y el paladar un poquito más reforzado contra el sabor “fuego” (pero sólo un poquito).
Wa aprovechó a curarse una muela, porque bien sabido es que lo que te puede costar 10 dólares en México, puede multiplicarse significativamente 200 kilómetros más allá, en el país vecino del norte.
Llegamos al aeropuerto 2 horas antes, con una bolsita de nylon llena de papeles conteniendo dos copias de las pruebas de todo lo que podían llegar a pedirnos en algún momento las autoridades estadounidenses. Sí, las llevábamos incluso en el aeropuerto de México, porque uno nunca sabe.
Antes de poner un pie dentro del aeropuerto, llevamos a cabo la maniobra que todos tenemos casi automatizada en el 2020: nos calzamos la mascarilla en la cara.
Incluso habíamos adquirido la famosa KN95 en caso que éste modelo fuese obligatorio en alguno de los aeropuertos (cosa que les adelanto, a nadie le importó un bledo).
Ese sería el primero de los próximos cientos de minutos que nos esperaban con el rostro semi escondido de forma casi intermitente durante las próximas 24 horas.
El vuelo salió puntual, y de pronto nos encontrábamos sobrevolando cielos Mexicanos para luego dar paso a nubes estadounidenses, y luego de unas 3 horas en el aire, finalmente comenzar a descender.
Habiendo viajado una hora atrás en el tiempo (que los aguafiestas dirán que es por los husos horarios) aterrizábamos en Denver, y fue en este momento donde todas las dudas comenzaron a aflorar: ¿y si no podemos entrar porque somos turistas en medio de una pandemia? ¿Y si nos falta un papel, por imposible que parezca? ¿Y si no le caemos bien a los oficiales?
El primer mundo no se hizo desear: cintas eléctricas que te transportaban de un lugar a otro, pequeños autitos que movían personas y equipaje dentro del aeropuerto, trámites que se realizaban en máquinas sin asistencia humana (siendo esta la primer parte de nuestro trámite de entrada al país).
Si querés saber cómo ingresamos a EE.UU. sin necesidad de sacar una VISA, podés leer nuestro post donde te explicamos todo haciendo click acá
Lo único que se sentía imprevisto era la cantidad de gente: una sala que estaba hecha para recibir cientos de personas a la vez, tenía apenas algunas decenas, esperando turno para sellar su pasaporte.
La segunda parte del trámite de entrada implicaba contacto humano… un humano que, según decían, tenía el poder de no dejarnos entrar sólo porque no le gustase nuestra cara.
No creo que haya sido suerte porque si algo nos demostró el viaje es que conocer gente amable no es ganarse un boleto de lotería, sino que es algo habitual, pero lo cierto es que la chica que nos pidió el pasaporte fue sumamente amable y comprensiva, hablándonos tan despacio como pudo, e intentando modular algunas palabras en español.
Así con todo, siendo ésta nuestra primera vez en el país, pasar a la oficinita de los oficiales más pro, aquellos con placas metálicas en el uniforme, era necesario.
Entramos a una sala donde había varias sillas, un mostrador a nuestra izquierda, y dos puertas a la derecha, en las cuales se leía “sala de interrogatorio 1” y “sala de interrogatorio 2” (por supuesto, en inglés).
Detrás del mostrador, 2 oficiales de migraciones vestidos con un uniforme que me recordó a la policía atendían a un señor de rasgos latinos, que no tardó en dar las gracias y retirarse.
Uno de los oficiales, el que cumplía el estereotipo más elevado de estadounidense, nos llamó.
–¿Primera vez en los Estados Unidos?
–Sí, primera vez.
Una voz a su costado dijo “¿primera vez? Estos son los casos que me gustan”.
¿Era eso una buena señal o todo lo contrario?
La cabellera rapada y rubia del oficial se inclinó sobre los pasaportes, y luego de intercambiar unas palabras y comprobar que no se sorprendía para nada de nuestra situación de uruguayos con pasaporte europeo (a diferencia de casi todos los oficiales de Latinoamérica) nos pidió un extracto de cuenta bancaria, momento que aproveché a abrir todos los papeles en abanico sobre el mostrador, y que el aprovechó para decirnos que luego nos iba a pedir algún otro papel que vio que teníamos en ese montón.
Al final de cuentas, no nos pidieron tanto como creíamos, pero teníamos todo lo que sí pidieron. Tampoco nos preguntaron tantas cosas, simplemente a dónde íbamos, con quién nos quedaríamos (y dirección de estadía), cómo conocimos a esa persona, y por cuánto tiempo estaríamos en el país.
Era en estos momentos donde la gota comenzaba a aparecer en la frente, aun sabiendo que no hay motivos para preocuparse, que teníamos todo y más.
¿Y si no nos dejan entrar por algún motivo que aparece mágicamente? ¿Y si la remera de Wa nos jugaba en contra?
Los ojos celestes del oficial nos sonrieron una vez más, el golpe seco del sello cayó sobre el pasaporte y escuchamos la frase que esperábamos: “welcome to the United States”.
El siguiente paso era pasar los controles donde chequeaban las mochilas; teníamos algunas golosinas mexicanas, las cuales declaramos en el papelito que la azafata nos dio en el avión, pero nunca habíamos tenido que declarar nada en ningún viaje previamente, así que no sabíamos cómo funcionaba… y hacerlo por primera vez en un país con fama de complicado no nos dejaba especialmente tranquilos.
El primer oficial pasó las mochilas por el escáner, mientras que el segundo, señor grandote si los hay, agarró la mochila de Wa y nos preguntó algo que no pudimos entender, ni siquiera después de la tercera vez que formuló la pregunta, así que rendido porque ahora tendría que revisar más a fondo nos dijo “nevermind” (no importa) y abrió la mochila de Wa
Como un mensaje que llega con delay, mi cerebro repitió internamente los sonidos que había escuchado de la boca de ese señor, y aunque varios segundos más tarde, creí entender finalmente lo que el hombre preguntó antes, así que respondí: “¿la comida? La comida esta en la otra mochila”.
El oficial sonrió, cerró la mochila de Wa sin buscar nada, abrió la mía, y apenas vio la bolsa transparente con golosinas mexicanas, dijo “está bien”, cerró todo, y nos dio las mochilas.
Ahora, oficialmente admitidos en el país, teníamos 8 horas para deambular dentro del aeropuerto más enigmático de todos.
EL AEROPUERTO DE DENVER – ¿CONSPIRACIÓN O MARKETING?
¿Es el aeropuerto de Denver el refugio de una élite que mueve los hilos desde las tinieblas subterráneas? ¿Temas como la existencia de vida extraterrestre se cocinan detrás de estos muros que ven pasar cientas de personas por día? ¿Hay significados ocultos tras las extrañas obras de arte del aeropuerto?
Fue Wa quien me contó que el aeropuerto de Denver, además de ser enorme, era conocido por estos misterios de los que tanto se habla, pero poco se sabe.
Misterios alrededor de los cuales se creó más marketing que respuestas.
Lo cierto es que el aeropuerto de Denver no solamente no niega los rumores, sino que además los potencia, colocando carteles que haría que cualquier conspiranoico se haga pipí en los pantalones de la emoción.
¿Estrategia de marketing? ¿O intento de encubrir la verdad mofándose de ella?
Lo cierto es que con 8 horas por delante, mi mayor expectativa en semejante pedazo de aeropuerto era conocer en persona el famoso caballo azul con brillantes ojos rojos, otra de las obras cargadas de simbolismo, según explican algunos sitios web.
La estatua de Mustang, o “Blucifer” como algunos la llaman, uniendo las palabras “blue” (azul) y “Lucifer”, es uno de esos puntos clave del aeropuerto, cargado con más esoterismo que conspiración, ya que según dicen, su creador murió a mano de su propia obra cuando un trozo de estatua se desprendió durante los últimos momentos de su construcción, con tanta puntería que cayó precisamente sobre su creador, cortándole una pierna y con ella una arteria por la cual se le escapó la vida en pocos segundos.
Esoterismo, casualidad o mentira; sin importar la respuesta yo tenía que conocer esa estatua porque, más allá de cuál sea la explicación -intención- tras ella, su apariencia tétrica era algo innegable y suficiente para mí, así que buscando en el mapa, me dispuse a recorrer el kilómetro y medio que me separaba de Mustang.
Fue entonces cuando pude comprobar una de las 2 cosas que se dicen sobre el aeropuerto de Denver: ¿se cocinan acá planes estratégicos de dominación mundial?
Bueno, esa es la que no me sé, pero sí te puedo afirmar la segunda cosa: es cierto que es un aeropuerto gigante.
Para llegar a la estatua del caballo creíamos que caminando durante mucho rato podríamos lograrlo, pero luego nos dijeron que sí o sí había que tomar un tren (¿será?) que recorría el aeropuerto de pe a pa, siendo ésta la única forma de acceder a varias áreas opuestas del recinto.
Tren que costaba 10 dólares el ticket y duraba 24 hs.
Ticket que obviamente, no iba a pagar.
Me contenté filmando y sacando foto a cuanto cartel “conspiranoico” me encontré, y también a algunos murales que, aunque nunca sabremos la veracidad de las fuentes, varios sitios web se molestaron en encontrarles explicaciones relacionadas a estos misterios que, en teoría, el aeropuerto de Denver alberga en sus entrañas.
El aire sobre-respirado de la mascarilla comenzaba a pasar factura, y necesitamos quedarnos sentados la mayor parte de nuestras 8 horas allí, apreciando los pequeños detalles del primer mundo, como los enchufes a los costados de los asientos, las cintas transportadoras que hacían parecer que las personas que las usaban a lo lejos iban flotando, las botellas de agua casi intactas abandonadas (más de una vez estuvimos tentados de quedarnos con alguna).
Cuando el hambre nos venció, utilizamos el wifi gratis que ofrecía el aeropuerto para ver cuánto nos podía costar algo de comer allí dentro. Lo más barato parecía ser una hamburguesa de McDonalds (que sorpresa) por 2 dólares.
Nuestra sorpresa fue bastante desagradable, cuando después de pedir “la hamburguesa mas barata” en el mejor inglés que pude modular, y pagar con un billete de U$S10, nos devolvieron apenas U$S4 de vuelto.
Nunca sabré si mi pronunciación de “the cheapest hamburguer” fue entendida como “chicken hamburguer” o si simplemente los precios que vimos en la página no estaban correctos, pero lo cierto es que comimos esa hamburguesa de pollo, que ni siquiera era de las grandes, como el último grano de arroz del mundo, repartiendo una mitad a cada uno.
La mujer, que dormía en el suelo frente a nuestros asientos, se despertó y miró al hombre en el asiento a su lado; sonrieron. Pocos minutos después abandonaban el lugar, que era ocupado por un muchacho, buscando uno de los numerosos enchufes ubicados entre asientos, en este mundo donde la vida se nos va en una barrita verde que avanza lentamente.
Otro chico, rubio y alto, se ubicó 2 asientos a la derecha, ocupando otro enchufe, mientras sacaba una agenda de su bolso y utilizando una de las 3 lapiceras que asomaban en el bolsillo de su camisa se ponía a escribir, para quedarse dormido pocos minutos después. Wa intentaba entender por qué llevaría 3 lapiceras en el bolsillo, y yo trataba de descifrar el misterio basándome en los distintos colores de sus tapas, la agenda, y el aspecto del muchacho.
Demasiado Sherlock Holmes en mi vida. Y así está bien.
La numerosa familia que esperaba cerca nuestro comenzaba a sentirse como gente cercana; el padre ponía dibujitos animados en su laptop para entretener a 3 de sus hijos, mientras los otros 3 corrían por el aeropuerto. La musiquita de los Osos Gummi nos sacó una sonrisa del rostro: ¿será que ese padre de 6 hijos es más joven de lo que creíamos, o es que los Osos Gummi en EE.UU. van más allá de los 90´s?
La gente del fondo seguía pasando, a veces caminando, a veces corriendo, otras veces flotando. La mayoría llevaban cubrebocas, pero no todos.
Un señor abrió ese bolsito acolchado que tenía, y el cachorrito que salió del interior distrajo a los hijos mas pequeños de la familia de al lado… y a mí.
El aeropuerto de Denver estaba rompiendo toda esa regulación que uno creía existente en el primer mundo estadounidense.
¿Gente sin tapabocas en el país más golpeado actualmente por una pandemia?
¿Cachorros sueltos en el aeropuerto?
¿Bolsas de comida y botellas abandonadas en el suelo?
Si en algún momento nos preguntamos cómo pasaríamos esas 8 horas en el aeropuerto, pronto descubrimos que observando a nuestro alrededor era entretenimiento suficiente. Fue así como el tiempo pasó hasta que llegó la hora de dirigirnos a la sala de embarque.
Para eso teníamos que atravesar otro control de seguridad, donde tuvimos que descalzarnos y caminando entre cintas delimitantes, casi vaciamos nuestras mochilas “carry-on” en unos canastitos donde había que poner los artefactos electrónicos junto con el bolso de mano, los zapatos, y los abrigos, camisa atada en la cintura incluida.
Mientras los oficiales revisaban eso, una señora nos hizo pasar de a uno al interior de una cabina de vidrio y metal, donde teníamos que pisar unas huellas pintadas en el suelo y mantener los brazos en alto mientras probablemente otro escáner nos observaba hasta el alma.
Todo fue en general muy rápido, perdiendo más tiempo en sacarnos y ponernos nuevamente los zapatos y el abrigo, que en el resto del procedimiento.
Mas pasillos con cintas eléctricas y paredes de vidrio nos mostraron cual sería nuestro avión. Hace rato me venía junando que los aviones de la compañía local con la que teníamos el segundo vuelo, tenía animalitos en la cola. El nuestro, tenía un oso polar.
UN LLANTO INTERMINABLE EN EL AIRE
Era la primera vez que volábamos de noche, y era ciertamente distinto a viajar de noche en transporte terrestre.
Cuando se viaja, por ejemplo, en bus durante la noche, aunque todas las luces estén apagadas y las personas caigan en un silencio letárgico similar a la ausencia, apenas interrumpido por algún ronquido salvaje, siempre es posible (en caso que seas una de las pocas personas que no concibe el sueño) correr la cortina de la ventana y distinguir la ruta, apenas iluminada por los focos del bus.
En el avión, las luces cobraban otro sentido.
En la penumbra del cielo, donde el tamaño de la ventana no permitía contemplar las luces que el mapa cósmico nos brinda, los puntos brillantes estaban dados por la luminaria de ciudades desperdigadas consistentemente por el territorio norteamericano, haciendo casi imposible obtener la penumbra absoluta que uno imaginaría cuando se encuentra a cientos de kilómetros de distancia de tierra firme.
Las estrellas se habían caído al suelo.
El reloj del teléfono marcaba las 21:00 hs, y aunque lo más probable es que el plan de muchas personas fuese dormir una siestita durante esas 3 horas que nos esperaba en el aire, el plan se vio frustrado completamente por el llanto continuo y completamente desesperado de un niño… niño que se ubicaba precisamente, detrás de nuestro asiento.
El llanto venía en forma de gritos; un grito que parecía rajarle las cuerdas vocales, que acababa con todo el aire que tuviera en los pulmones, y que la mitad de las veces gesticulaba la palabra “daddy” (“papi”), convirtiendo el llanto en un lastimoso grito de ayuda, una súplica que helaba el alma, mientras que la otra mitad era simplemente la extensión del llanto.
Yo nunca había escuchado llorar a un niño por 3 horas continuas… ni siquiera sabía que eso era posible, pero la vida no para de sorprenderme.
Era evidente que ese llanto no era normal, y que venía provocado ya sea por algún malestar físico o incomodidad que no pudo ser acallada en todo el rato que duró el vuelo. El padre de la criatura no sabía qué más decirle, la azafata pasaba cada tanto a preguntar si estaba bien, los demás pasajeros miraban disimuladamente, y aunque Wa se enchufó a su música sin pena ni gloria, yo no podía. Sentía que tenía que estar alerta, como si el niño fuera a explotar en cualquier momento, o si el padre, desesperado, fuera a tirar a su hijo en mi regazo en un súbito acto de desesperación.
Ninguna de estas cosas sucedieron, y con los gritos más desgarradores que escuché en persona a modo de banda sonora, el avión tocó el suelo de Minneápolis.
LA SOLITARIA NOCHE EN EL AEROPUERTO DE MINNEAPOLIS
Cinco minutos para las doce, decía el reloj del teléfono. Otra vez habíamos viajado en el tiempo, volviendo a la misma hora que tuvimos los últimos meses en México. Mirando alrededor, pisamos el acolchado piso del aeropuerto de Minneapolis (benditos aquellos que diseñaron los pisos de los aeropuertos), aquel piso que unas horas más tarde se convertiría en colchón.
Pero ya llegaremos a eso.
El aeropuerto de Minneapolis tiene dos terminales, siendo una la más grande donde hay tiendas y mucha más gente, y otra pequeñita, donde aterrizan las compañías aéreas locales, sobre todo las de bajo costo, siendo ésta última la que nos recibió, y donde sentimos que no siempre lo barato sale caro.
Cuando las personas de nuestro vuelo agarraron sus maletas que aparecían poco a poco en la cinta mecánica que oficiaba de corazón en aquella salita, desaparecieron en un santiamén.
De pronto, los únicos seres vivientes éramos Wa, un muchacho que no dejaba de ver la pantalla de su celular, y yo.
La terminal constaba de 2 salas que aunque no eran gigantes así se sienten cuando el 95% de las sillas están desocupadas y casi no hay señales de vida alrededor, más que la propia.
Ni guardias de seguridad, ni personal de limpieza, ni tiendas, sólo 2 mochileros y un chico en su celular, los tres en la misma sala, dejando otra sala completamente vacía.
De alguna manera, esta situación era sinónimo de felicidad.
Sabíamos que nos esperaba una noche larga en aquel aeropuerto, así que no podíamos pedir más que eso: soledad, silencio, y un piso alfombrado y limpio.
El único inconveniente se remitía al sonido desesperado que salía de nuestras tripas y retumbaba en el silencio, haciendo imposible eludir el malestar de una panza vacía… al parecer media hamburguesa en 24 horas no era suficiente, y yo que pensaba que el hecho de haber pagado 6 dólares por ella engañaría al estómago haciéndole creer que había comido algo mucho más contundente. Me equivoqué.
Las máquinas expendedoras eran lo más parecido a una tienda en aquella terminal, pero los precios eran exageradamente elevados.
“Yo voy a comprar algo, debe haber algún 24 horas en la vuelta” dijo Wa, mientras contaba los dolaritos “vos quédate acá, yo ya vuelvo” y desapareció en la penumbra que -no- se veía a través de los vidrios.
El “ya vuelvo” se convirtió en media hora.
“No sabés, no hay nadie en la calle. Yo era la única persona caminando. Lo único que encontré fue como un 24 horas y todo era caro, así que solo traje esto” dijo Wa mientras abría la bolsita de nylon, y donde yo esperaba ver un refuerzo de jamón y queso, o aunque sea un par de sangüchitos, sólo había un paquete de galletas y un tubo de papas chips.
Eso sí, el paquete de galletas era gigante, pesado y prometedor.
“¿No había algo más… comida?” pregunté, intentando no sonar como una cheta desconforme, “esto era lo más barato, 2 dólares las galletas y un dólar las papitas” dice Wa “refuerzos y eso salían mucho más caro y eran chiquitos”.
Las galletas eran excesivamente dulces pero pesadas, así que con un par de ellas y algunas papas, el estómago se dio por satisfecho. El agua para aplacar el dulzor de las galletas fue cortesía de los bebederos gratuitos del aeropuerto.
Uno pensaría que siendo ya más de la 1 de la madrugada, a sólo 3 horas de cumplirse 24 horas sin dormir, el momento de hacerlo era ahora, justo después de comer algo.
Pero no, todavía quedaba algo importante que hacer.
Fue por eso que tomé el celular, y me fui a la sala de al lado, la que estaba vacía de humanos pero llena de vida artificial, y me puse a estudiar detenidamente cada una de las máquinas expendedoras.
Parecían brujería.
No eran las típicas maquinitas con vitrinas de vidrio donde ves los productos, no señor, eso era cosa de tercer mundo. Acá las mayoría de las máquinas expendedoras son una pantalla gigante, donde las fotos de los productos bailan, brillan, dan vueltas, donde los botones no existen y todo se resume a tocar los píxeles fríos de la pantalla, detrás de la cual descansa en completa penumbra ese producto que está esperando el toque divino de tus dedos, cual si de una obra de Miguel Ángel se tratase, para ver finalmente la luz.
Luz que nunca vio, ya te voy contando, porque unos precios de la gran siete.
Igual toquetié, obviamente, como niña chica, las fotos de las botellitas y me divertí intentando descifrar para qué serían otras máquinas que había en la vuelta: en una comprabas snacks, en otra bebidas, en otra hacías jugadas de lotería y comprabas raspaditas (¿wtf?), en otra comprabas café o té, en otra podías pedir cambio, en otra… momento… ¿pedir cambio? ¿Eso significa que no había que “gastar plata” como tal en esa máquina?
Me di la vuelta, volví a donde estaba Wa, agarré un billete de 5 dólares, y muy contenta me fui de nuevo a la sala de las máquinas, donde además de estar jugando se suponía que estaba buscando un lugar (el mejor, en lo posible) donde pasar la noche… pero habían cosas más importantes que dormir, como probar una de las máquinas futuristas, la única que no requería gastar plata.
Filmando todo como buena millenial (¿vos decís?) leí las instrucciones y metí el billetito en la máquina, lo más derecho que pude.
Nada. Mi billete seguía ahí. No había sido chupado rápidamente al interior, como yo esperaba, haciéndome pasar segundos en vilo hasta que cayeran las moneditas en la bandeja negra.
No había pasado ni eso, ni nada. Lincoln seguía mirándome, con esa expresión que sólo podía significar una cosa: “¿qué pasa? ¿me querías cambiar por vil metal y no te salió la jugada?”.
No importaba cómo metiera el billete, no había forma de hacer que la máquina reaccionase.
Finalmente, siendo ignorada una y otra vez por el pedazo de metal gigante, me llevé uno de los sobrecitos que estaban a disposición del público en caso de necesidad de presentar una queja o que la máquina no haya dado el cambio correspondiente; no pensaba enviarlo a la compañía pero esa era mi queja, ya que mi diversión de la noche se vio vilmente opacada, al menos me iba a quedar con un recuerdo. Ahora sí, podía concentrarme en buscar del mejor rincón para dormir.
O debería decir, el segundo mejor rincón, porque el mejor fue usurpado por el cuarto ser humano que llegó a la terminal, ubicándose al lado de una columna, a pocos pasos del baño y los bebederos de agua.
Pero no hay mal que por bien no venga, y nos ubicamos en el segundo mejor lugar, que estaba en la otra sala, aquella que estaba completamente solitaria.
Usando las mochilas como almohadas y las camperas como frazadas, Wa cayó enseguida en un profundo sueño, mientras que yo me puse a leer hasta que también caí rendida en los brazos de Morfeo.
La alfombra era cómoda, pero mi cadera no está diseñada para dormir de costado, y con lo que me cuesta dormir boca arriba la noche de sueño se me dio en lapsos de media hora, interrumpidos por dolores y cambios de posición… los años no vienen solos. Cada mucho pasaba algún empleado del aeropuerto, y en una ocasión una limpiadora con aspiradora nos esquivó para no molestar.
Sumémosle a eso una maratón de casi 24 horas de uso cubrebocas, apenas interrumpidas un rato antes para comer nuestros escuetos tentempiés y dar unas vueltas por la terminal, aprovechando la soledad, mascarilla que además en lo personal me estaba lastimando la nariz con el metal evidentemente mal colocado (o no pensado para una nariz tan escabrosa como la mía) cosa que evidenciarían algunas fotos y videos donde mi tabique nasal se asemejaba más a un pimiento rojo. Cierto que en una terminal tan despoblada no sería necesario, pero uno nunca sabe como funcionan las leyes en países desconocidos bajo situaciones como la que estamos viviendo.
Cuando la alarma sonó, el sol bañaba el piso de la terminal, pero la soledad seguía reinando.
Activé el wifi del teléfono para ponernos en contacto con la persona que nos recogería solidariamente sobre las 7 de la mañana, y luego de la típica rutina matutina que estamos acostumbrados a vivir en tantos lugares diferentes los últimos años, nos fuimos a esperar a la puerta, bajo un sol desubicado en pleno Agosto.
A dia de hoy, el wifi del aeropuerto de Minneapolis es gratuito por un período de 2 horas corridas, así que tenés que ser cauteloso con su uso. Si necesitás comunicarte con alguien, actívalo en la hora exacta, para no desperdiciar el límite de tiempo. Si te conectás por media hora, luego te desconectas, y planeas usar la hora y media restante en otra conexión, lo más probable es que no puedas, ya que las 2 horas gratuitas son de corrido.
MINNEAPOLIS – Bajo la no-sombra de la violencia.
Algunos dirán que no es el mejor momento para visitar una ciudad que hace pocas semanas fue sacudida por la violencia; otros dirán que es precisamente el mejor momento por ser tiempos de cambios.
Lo cierto es que en nuestro primer día en el estado de Minnesota, con un vaso de café en una mano y una dona en la otra, visitamos el memorial a George Floyd. El vaso de café y la dona que nos convidaron se sentían desubicadas, nos daban la sensación de estar siendo los espectadores de algo que no sucedió realmente, de ser testigos de una fantasía que no nos afecta, de algo que sólo vimos a través de una pantalla.
No solo eso se sentía incorrecto, además, estar parados en aquel lugar se sentía extraño. De alguna manera, el ambiente estaba cargado de una paz hostil.
Aunque las flores y los deseos de un mundo sin violencia evocaban cosas positivas, el enojo podía verse reflejado en aquellos trazos pintados con spray en el suelo. Sentimientos opuestos hacían confluencia en aquel punto, y el rojo y negro que exigían igualdad contrastaban con los colores de las flores que rezaban por un mundo mejor, mientras un puño en el aire pedía justicia.
Se respiraba un aire en el lugar como si hubiese habido una batalla la tarde anterior, unas 4 manzanas cortadas sin transito, para conservar el mayor tiempo posible éste memorial, en la figura de George Floyd, que fué el eslabón que terminó de desencadenar lo que hacia tanto tiempo venía encadenado y amordazado en este pais.
En medio de todo ésto, como siempre, el capitalismo re ajustandose, y marketenizando éste eslabón, con la cara (stencileada) de Floyd (cual Che Guevara) y con los puestos ambulantes, ofreciendo los «productos» relacionados del lugar.
Minutos después, tratando de digerir lugares con vibras tan diferentes en tan poco tiempo, desayunamos un bowl de yogur con almendras, arándanos y granola en un parque, frente a uno de los 11.000 lagos que le dan a Minnesota el seudónimo de “el estado de los lagos”.
Nuestras primeras horas en tierra estadounidense estaba siendo tan variopinto como a nosotros nos gusta, y así se mantendría durante las semanas venideras, llenando nuestros días de actividades, y dejándonos cortos en horas.
El estado de los lagos nos tenía muchas sorpresas guardadas.
FELICITACIONES!!!!
¡Muchas gracias!
Después de algunas dudas, finalmente acá estamos.
¡Saludos!
La verdad no pensé que llegaría a leer una entrada de este tamaño con tanto interés pero han conseguido interesarme bastante eh
¡¡¡Jajaja que bueno!!!
Eso es buena señal entonces, nos alegra mucho que te haya resultado amena la lectura.
Y gracias por comentarlo, nuestros post son generalmente muy largos y es bueno saber que aún así, hay quienes los disfrutan, sobre todo en esta época tan «audiovisual».
¡Un abrazo!
Que bonito!! Muchos besos
¡Gracias!
Un abrazo.