43 HORAS A BORDO DE UN BUS “DELUXE”… O ESO DECÍAN…
Plena madrugada de Kariakoo; esperábamos sentados en la vereda, mientras veíamos dos buses estacionados, uno brillante, pintado en colores plata, limpio, con luces azules en su interior, claramente con aire acondicionado y aparentemente con servicio de wifi: prácticamente una nave espacial en tierra, muy fuera de lugar para Tanzania
.
Detrás de este había otro pintado casi enteramente de negro opaco, salvo por las ventanas, que se veían sucias. El interior estaba oscuro, y la mugre se acumulaba en las ruedas.
Pero el nuestro era el “Deluxe”, así que probablemente nos tocaría la nave espacial.
Cuando el señor de la agencia de buses (que estaba abierta) nos dijo que podíamos ir subir y nos señaló el bus opaco pensamos que después de todo, seguía siendo “de lujo”… ¿qué tan malo podía ser?
La primer mala señal tuvo que haber sido el aroma.
Apenas subir al bus, un olor a suciedad contenida nos dio de lleno sin imaginar que todavía faltaba mucho por ver (y sentir).
Dentro del bus habían algunas personas durmiendo, y tuvimos que usar las luces de celular para encontrar nuestro asiento numerado. Cuando llegamos a el, un señor sumido en un sueño profundo lo estaba ocupando.
Como los osos con Ricitos de Oro, pensamos “un señor está durmiendo en nuestros asientos” y titubeando un poco al principio, nos pareció que la mejor idea era despertarlo para que cada cual vaya en el asiento que le corresponda y no hayan problemas después.
El tipo se despertó, nos miró y cuando le dijimos en inglés y con señas que ese era nuestro asiento, se limitó a hacer un gesto de desinterés con la mano mientras decía “meh” y volvía a acomodarse contra la ventanilla, dispuesto a seguir durmiendo.
Bajamos a consultar con el señor de la agencia que nos dijo que eligiésemos cualquier otro asiento vacío, asi que eso hicimos.
Los asientos del bus se terminaban sorpresivamente pronto para ser uno de los grandes, como se veía por fuera. Por algún motivo, el espacio dentro del bus no se correspondía con el espacio que se apreciaba desde afuera. Cuando caminamos hacia atrás y apuntamos la luz del teléfono al fondo, entendimos el motivo: casi la mitad del bus iba llena de bolsas enormes repletas de vaya uno a saber qué (mejor no saber), dejando poco más de la otra mitad destinada a los pasajeros.
Sentándonos lo más al fondo posible, asignamos dos asientos para nuestras mochilas, y nosotros nos sentamos en los asientos de adelante.
Habíamos llevado nuestras mochilas grandes con nosotros, con la esperanza de no tener que meterlas en el deposito de debajo del bus, y aprovechando que habían varios asientos vacíos nos arriesgamos a dejarlas allí con nosotros. Si se llenaba el bus, ya veríamos de mover las mochilas o llevarlas al depósito del bus luego, aunque a juzgar por la cantidad de bolsas al fondo ya estábamos dudando si este servicio se encargaba mayormente de pasajeros o de bultos.
Al sentarnos, los asientos crujieron y pudimos sentir su dureza en la espalda, mientras una pequeña nube de polvo se levantaba en el haz de la luz del celular.
Como era de madrugada y nos esperaban más de 40 horas sobre ese bus, lo primero que intenté fue reclinar el asiento para ir teniendo una idea de la que sería nuestra cama por los próximos dos días.
Intenté encontrar el botón o la palanca que me permitiera empujar el respaldo hacia atrás, y asomando la cabeza al pasillo, iluminé el apoya-brazos que se mantenía erguido sin posibilidad de bajarlo. No solo me di cuenta que no podría utilizarlo, sino que además el metal de los asientos estaba completamente oxidado (además de sucio) y donde debía estar la palanca para reclinar el asiento había ahora un agujero hueco y oxidado con algunos restos de basura.
Aprovechando que la asignación de un número de asiento era inútil, salté de asiento en asiento, pero en ninguno funcionaba la palanca para reclinarlos (o directamente estaba arrancada de cuajo) así que volví rendida al lado de Wa.
El ángulo de 90° sería nuestro mejor amigo durante esos casi 2 días de viaje en bus.
Pasaron pocos minutos de paz cuando la cosa se puso realmente… entretenida.
¿Te acordás de las bolsas que ocupaban casi medio bus? Bueno, esas eran apenas algunas, porque en un momento de la madrugada mientras el bus seguía quieto esperando partir, unos muchachos empezaron a subir cargados con más bolsas enormes, y continuaron apilandolas sobre las otras. Enseguida los petates llegaban casi hasta el techo del bus, dejando apenas un pequeño espacio entre las bolsas y el techo.
Recuerdo que en ese momento estaba enviándome mensajes con mi familia a través del teléfono y alguien me dijo “¿y dónde van a ir? ¿Arriba de las bolsas?”.
Nunca una pregunta irónica fue tan poco irónica (solo que no sería para nosotros).
En el bus el movimiento anunciaba la pronta partida, y algunas personas comenzaron a aparecer en el pasillito, buscando donde sentarse. Me llamó la atención alguien que avanzó hacia el fondo (es decir, justo detrás de nosotros) y no volvió hacia adelante, cosa que me parecía muy rara porque ya no habían asientos libres en esa zona, nuestras mochilas estaban en el asiento inmediatamente detrás del nuestro, y más allá estaba el monte de bolsas gigantes.
¿A dónde se había ido este tipo? ¿Se lo tragaron las bolsas?
Me volví para mirar la montaña que se levantaba a nuestras espaldas, y fue entonces cuando divisé un par de pies asomando entre las bolsas, un par de pies que no estaban ahí antes.
Tuve que rascarme los ojos para dar crédito a lo que estaba viendo… sí, alguien se había acomodado arriba de las bolsas, y parecía muy a gusto ahí arriba.
Tengo que aceptar que me debatí entre sentirme feliz por el señor, y pedirle que me haga un lugarcito.
Ir durmiendo sobre una montaña de bolsas llenas de ropa parecía mucho más cómodo, muchísimo más que las sillas duras y oxidadas a 90°.
Lamentablemente no duró mucho tiempo, porque al rato ya no vi las patas asomando entre las bolsas… nunca sabremos si se bajó en algún momento o si las bolsas lo engulleron vivo.
De ser esto último, tendría que comenzar ya a escribir el guión de una película de clase B, no tendría desperdicio alguno.
EL ATAQUE DE LOS CHOCLOS ASESINOS
Sobre las 04:30 hs el bus comenzó a avanzar por la noche tanzana, y aunque parecía ser una misión imposible, logramos dormir un ratito, como buenamente se pudo, en posición recta.
Como podrán imaginar, no había baño en el bus (y aunque hubiera existido estaría tapado de bolsas) así que cada tanto parabamos en alguna estación de servicio para poder desechar aquello que se desecha y comprar algo de comer o tomar.
En las estaciones de servicio más pueblerinas era también la oportunidad de lo vendedores ambulantes que ofrecían sus productos ya sea por la ventana o subiendo al bus en el caso de los más rápidos.
Pero la mayor parte del viaje era ruta.
Ruta en la que cual pudimos ver campos de girasol que cubrían grandes extensiones. Tanzania exporta semillas de girasol, pero quizás el problema que el país había tenido años atrás, en épocas de pandemia, donde no pudieron importar aceite de otros países y la presidenta propuso dedicar grandes extensiones de tierra al cultivo de girasol para producir su propio aceite, estaban dando sus frutos.
También vimos varios árboles baobab, que al igual que los girasoles son también una alegría a la vista.
Será que estos árboles representan esa África que uno imagina, además de que son una especie un tanto distinta a los árboles a los que estamos acostumbrados, con un predominio mucho mayor del tronco, y una longevidad bastante admirable, en comparación con otras especies.
Los que vimos en la ruta eran probablemente baobabs niños o adolescentes, a juzgar por su tamaño.
Muchos asientos habían quedado vacíos (había más bolsas que gente a bordo) por lo que yo iba rebotando de asiento en asiento cuando pasábamos por zonas en las que se veían animales. Una foto por el lado derecho en la ventanilla de Wa, otra foto en el lado izquierdo saltando a la ventanilla de la fila izquierda. Tengo que aceptar que eso fue bastante conveniente y divertido, mucho mejor que ir todos apretados y lleno de gente.
Todo iba bien, hasta que el bus se detuvo brevemente en un pueblo perdido de la ruta, y fuimos atacados… por los choclos asesinos.
Para que se entienda, tengo que poner un poco de contexto.
Este bus era un poco más alto que otros, haciendo que las ventanas quedasen a una altura superior; digamos que si miramos el bus desde el piso, las ventanas comienzan a una altura de 2 metros más o menos, lo que hace imposible que una persona pueda asomarse a ellas, afortunadamente para nosotros, los mzungu a quienes todos les quieren vender algo.
Con el coche semi vacío (de gente) teníamos una vista panorámica, y el asiento al lado nuestro, al otro lado del pasillo estaba desocupado.
Fue ahí donde los vi por primera vez.
De Repente todas las ventanillas de la fila contraria del bus habían choclos asomando hacia el interior.
El miedo se apoderó de nosotros… en cualquier momento vendrían a por nosotros y no tendríamos escapatoria, choclos a un lado, choclos al otro.
Wa arrimó un poco más la cara a su ventana abierta para averiguar qué tan cerca estábamos del peligro que evidentemente se aproximaba, pero no llegó a asomarse hacia afuera cuando un choclo le pasó finito al lado de la nariz.
En ese momento agradecí que no se hubiera quedado dormido con la ventana semi abierta, apoyado en el vidrio, porque sino lo daban vuelta de un choclazo.
El choclo inmiscuido giró sobre sí mismo y se zarandeó a un lado y otro, a pocos centímetros de la cara de Wa, para volver a salir por la ventana.
La escena recordaba a aquella película de extraterrestres ciegos pero con buen oído que podías tenerlos al lado de la cara que si no hacías ningún ruido no iban a descubrirte.
Acá era similar… aparentemente, los choclos podían verte desde fuera del bus pero una vez dentro no podían ya distinguirte y se limitaban a zarandearse un poco para ver si podían interceptarte en algún bamboleo.
Esta vez no lo lograron. Por esta vez estábamos salvados.
Pero ¿qué clase de película de clase B podemos filmar si no arriesgamos?
Wa quiso experimentar y volvió a asomar su rubia cabellera a la ventanilla, esta vez de forma más pronunciada.
Inmediatamente un manojo de choclos se arrimó a la ventana, y “observó” a Wa desde fuera, pero no se avalanzó violentamente hacia adentro como el primer y más intrépido choclo.
En medio de este deporte extremo, el bus encendió el motor y nos alejamos del misterioso pueblo.
Afortunadamente, esta vez vivimos para contarlo, pero ya saben… si recorren las rutas de Tanzania cuiden sus espaldas y nunca bajen del bus sin chequear el exterior… nunca sabés cuando podés terminar atrapado en el pueblo de los choclos endemoniados.
¿CÓMO ENTRETENERSE EN 43 HORAS DE BUS DESTARTALADO?
El resto de nuestra primer tarde a bordo del bus “de lujo” lo pasamos como pudimos.
Un poco me recordaba a esos días de la niñez cuando uno se enfermaba que tenía que hacer reposo y se la pasaba entre juegos, comida y sueño, sin necesidad de saber qué hora es o si afuera hay sol.
Así eran nuestros días dentro del bus Tanzania-Zambia.
Cuando podíamos nos dejábamos llevar por el arena de Morfeo sin necesidad de mirar el reloj. Cada tanto escuchábamos música con auriculares para escapar a la que pasaban en el bus apenas el sol entraba por las ventanas, y déjame decirte que el estilo musical de esta zona de África, si bien tiene un aire con el ya tan conocido reggaetón de Latinoamérica, seguía siendo algo particular diferente a lo que uno escuchó antes. Si bien la mayoría de las cosas que escuchábamos escapaban a nuestro gusto musical, es innegable que algunas canciones quedaron grabadas a fuego en nuestra memoria, a razón de escucharlas repetidas veces en los diferentes medios de transporte.
Tal es el caso de aquella canción que decía “asante” a cada rato (“gracias” en suajili), aquella que la letra era tan inocente en la forma en que se expresaba que nos daba una sensación entre gracia y ternura o también la que resultó ser el mayor éxito africano mundial hasta ahora.
Éstos sin dudas, fueron los hits durante nuestro tiempo en Africa.
Como persona con un gusto especial a lo análogo, tengo que reconocer que los artilugios electrónicos con los que uno cuenta a día de hoy pueden hacer un viaje largo más llevadero, o al menos más variado. Pero una cosa hay que mantener a raya: la batería.
La idea era hacer durar lo más posible las baterías de aquellas cosas que podían proporcionar entretenimiento.
Wa podía sobrevivir los casi 2 días de viaje con un par de auriculares y toda la música en su celular; como somos de la vieja escuela y no usamos apps de música a través de internet, mantener más tiempo la batería es tarea fácil. Es como si en vez de un celular tengas un reproductor de mp3… ¡pum! Todo el viejazo en la cara (y agradecé que no te hablé de los discman ni de los walkman para terminar de hundirte en la miseria).
En mi caso, persona claramente más inquieta, los entretenimientos variaban: un rato de música y mover la patita al ritmo de la batería me distraían un rato, pero luego pasaba a saltar de asiento en asiento buscando los mejores ángulos para fotos de los paisajes tanzanos.
Un rato después podías encontrarme tomando notas, haciendo limpieza de fotos en el teléfono o leyendo un libro electrónico (el Kindle debe ser de los aparatos electrónicos más útiles del viaje para mí). Al rato, estaba intentando comerme el rey de alguna inteligencia artificial configurada para funcionar offline en el ajedrez que instalé en el teléfono, o repasando el código morse en una aplicación del celular, mientras enloquezco a las personas a mi alrededor con el “pi piii pi”.
En algunos de los momentos en los que el bus se detuvo nos dimos cuenta que tendríamos que comer algo así que Wa se bajó y apareció al rato con una bolsita de papel aceitosa, rellena de papas fritas.
Tuvimos la suerte de que las hayan fritado en algún aceite donde previamente fritaron algún tipo de carne, dándole un gustito especial a las papas y haciéndonos creer que estábamos comiendo más rico (con qué poco…).
Cuando se hicieron las 21:00 hs el bus se detuvo en una ciudad llamada Mbeya, la última de Tanzania antes de cruzar a Zambia.
En la estación de servicio de allí fue donde nos detuvimos por un par de horas donde el chofer y acompañante aprovecharon a comer algo más decente y yo me bajé para ir al baño. Wa ya había bajado en otras oportunidades, pero si no mal recuerdo, era esta la primera vez que yo bajaba desde que habíamos partido, 17 horas atrás mas o menos.
El baño era un espacio bastante grande, con una letrina de esas que tenés que ponerte en cuclillas. Nada nuevo bajo el sol.
El único inconveniente es que había una ventana grande, que quedaba a la altura de la cintura (bastante baja) y que no tenía cortina, apenas un tejido mosquitero roto. Eso significaba que mientras estaba ahí agachada, veía pasar a la gente al lado de la ventana, e intentaba pensar que a nadie se le ocurriría mirar hacia adentro.
Si lo hacían, pensaba hacerles el signo de la victoria con los deditos en “V”… tímida pero no antipática, que se le va a hacer.
LA FRONTERA CON ZAMBIA
A las 23:00 hs llegamos a la frontera con Zambia.
El trámite fue ágil y todo iba bien, hasta que nos preguntaron en dónde nos íbamos a quedar.
A estas alturas y habiendo atravesado 3 fronteras en África, no teníamos tan asumido el hecho de que siempre es mejor llevar una reserva de hotel lista, y que la canceles apenas salir del puesto fronterizo. Ergo: no lo habíamos hecho.
Cuando el administrativo nos preguntó dónde nos íbamos a quedar, le dijimos que en la casa de un conocido (realmente teníamos a alguien que nos esperaba en Lusaka, la capital del país, gracias a una red de hospitalidad).
El muchacho dijo que de ser así necesitábamos una carta de la persona que acredite que nos vamos a quedar con el.
El reloj avanzaba hacia la medianoche así que no quisimos darle vueltas al asunto. Lo miramos a los ojos y le preguntamos “¿una reserva de hotel sirve?”.
Afirmación sin muchas ganas por parte del administrativo.
Utilizando el internet que todavía teníamos del chip de Tanzania, reservamos un hotel barato en Booking y le mostramos la reserva, todo en ese momento.
Aunque el chico probablemente sabía que esa reserva sería anulada tan pronto como el estampase el sello de entrada al país, tuvo que aceptarla un poco a regañadientes.
No recomendamos recurrir a esto porque, si bien es legal, es también demasiado evidente que no vas a quedarte en ese hotel, y nadie quiere ganarse un enemigo en un puesto fronterizo.
Volvimos al bus que se quedó estacionado toda la madrugada a resguardo de la vigilancia del lugar, aprovechando para darle al chofer y acompañante una noche de sueño.
Los pasajeros acompañamos dentro de lo posible, tanto como los asientos nos permitieron.
ULTIMO TRAMO HACIA LUSAKA
Estar en Zambia hacia parecer que lo que quedaba de viaje era muy poco, pero la verdad es que todavía teníamos unas cuantas horas antes de llegar a Lusaka.
El baño a veces se hacía desear por muchos kilómetros y ante los pedidos de la gente el chofer tenía que improvisar.
Era entonces cuando detenía el bus en medio de la ruta desolada, y se establecía de forma implícita el acuerdo entre los pasajeros: las mujeres caminarían hacia la derecha del bus y los hombres hacia la izquierda, y en esa zona, buscarían un trocito de pasto alto o un arbusto donde hacer sus necesidades.
Una de las veces que Wa bajó en esta situación, y sin darse cuenta del acuerdo tácito, comenzó a caminar en dirección derecha hasta que una señora le advirtió y le señaló la otra dirección (así fue como aprendimos el procedimiento).
Nadie se quejaba, a nadie le parecía inapropiado. Esta es la forma en la que se hacen las cosas en África, y en todo caso, los que nos tenemos que acostumbrar somos nosotros.
Sobre las 23 hs. y habiendo cumplido más de 43 horas de viaje arriba de aquel bus “Deluxe” nos detuvimos en un estacionamiento de Lusaka para no volver a andar ya más sobre ese corcel malherido. Si bien el bus continuaba viaje a Zimbabue, nosotros no seríamos ya parte de ese tramo.
No teniendo internet ni señal de teléfono, y siendo demasiado tarde para ponernos a caminar por la ciudad con las mochilas o buscar donde comprar un chip, le pedí ayuda a una señora que había sido simpática conmigo durante el viaje, sonriéndome cuando le sacaba fotos al atardecer y mostrándome sus propias fotos de atardeceres.
La señora me permitió llamar a nuestro anfitrión para establecer un punto de encuentro, y una vez que lo hicimos, la misma señora habló con un señor para conseguirnos un taxi ya que no era conveniente movernos a pie a esa hora, y no podíamos depender tampoco del transporte público siendo tan tarde.
El único problema era la falta de dinero de Zambia.
Queríamos buscar un cajero automático para poder pagar al taxista cuando apareciera, pero llegó antes de que nosotros encontrásemos uno. El mismo nos llevó a un cajero automático que no funcionó con nuestra tarjeta por lo que nos llevó a otro en donde tuvimos más suerte.
Entusiasmado con la idea de obtener mayores ingresos, el taxista dijo que podía esperar con nosotros a que apareciera nuestro anfitrión, y volvernos a llevar en caso que éste no apareciera. Pero ¿llevar a dónde? No teníamos a donde ir si no aparecía el anfitrión así que teníamos que confiar, por lo que despedimos al taxista (que igual esperó un rato por si nos arrepentíamos) y esperamos a que nuestro anfitrión hiciera acto de presencia.
Estábamos en lo que sería el estacionamiento abierto sobre la calle, de una zona de restaurantes y bares, como si fuese la plaza de comidas de un shopping a cielo abierto. Por más que la mayoría estaban cerrados, me puse a caminar buscando alguna señal wifi gratuita. mientras buscaba, un chico con una cámara de fotos profesional en mano se acercó a ofrecerme fotos por un respectivo costo. Decliné la oferta dando las gracias y continué la búsqueda, sorprendida gratamente ante la poca insistencia.
Para no hacer larga la historia, nuestro anfitrión apareció en auto y nos llevó a una especie de baile/pub donde estaba pasando con sus amigos.
No dijimos nada, pero al ver nuestras caras de “auxilio, hace casi 2 días que no tengo una buena noche de sueño” nos prometió que no sería por mucho tiempo.
Justo antes de entrar se detuvo en seco y me miró.
Iba vestida como siempre, una calza, una remera y la camisa a cuadros 2 o 3 talles más grande puesta, abierta.
El muchacho torció la boca y tomó ambos extremos de mi camisa, para hacerles un nudo justo debajo de mi pecho.
“Así está mejor” dijo, y acto seguido nos metió en la discoteca (o lo que sea).
Una vez adentro entendí el gesto: casi todas las mujeres estaban vestidas como de gala, con vestidos brillantes y peinados de peluquería, mientras que los hombres, si bien prolijos, no llegaban a esa elegancia de Francia.
Nuestras caras de “necesito dormir en posición horizontal” no pegaban para nada con el ambiente, pero nuestro anfitrión estaba pasándola bien y no queríamos ser cortamambo.
Aún así al rato anunció nuestra partida, y creo que fue prematura en pos de nuestro bien, aparentemente indisimulable.
Rato después hicimos pie en una cama, y probablemente soñamos con choclos asesinos y bolsas que se tragaban gente… pero nada nos quitó una noche de buen descanso en aquella primera noche en Zambia.
Las cosas estaban comenzando a mejorar.
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