Y como siempre, el viaje se impone y nos cambia los planes.
Y claro, a nosotros nos encanta seguirle la corriente.
Si bien la idea era seguir por la costa de Ecuador, en Pasaje nos hablaron tan bien de Cuenca, que decidimos cambiar los planes e ir para allí. Lo que no sabíamos era que antes de llegar, íbamos a encontrarnos con uno de esos lugares en el mundo. Esos que nos susurran que nos quedemos a vivir ahí.
El primer auto que se apiadó de nosotros, nos dejó en un pueblo chiquito, rodeado de montañas y palmeras. Este paisaje en conjunto con las casitas de caña, y los puestitos de venta de banano conformaban un paisaje tan paradisíaco que daban ganas de quedarse ahí.
Pero, aun así, seguimos avanzando, y bastante rápido, además; el próximo auto no demoró en recogernos y dejarnos, con su carga de arbolitos, en la entrada de un invernadero sobre la ruta.
La próxima camioneta que paró iba conducida por un joven doctor, quien por suerte conocía la ruta de memoria, porque de golpe y porrazo se llenó todo de una niebla tan densa que era imposible ver apenas un par de metros adelante.
Gracias a la memoria y habilidad de este conductor, llegamos a Girón, un pueblo perdido entre las montañas.
GIRÓN
Como la hora ya amenazaba, y la noche estaba más cerca que lejos, pasamos por el cuartel de bomberos para ver si nos dejarían colocar la carpa en alguna parte de su establecimiento.
En camino al cuartel, casi nos pechamos (literalmente) con partes mecánicas de unas atracciones de parque de diversiones, que estaban puestas al tun-tun en un espacio grande con pasto.
Claro que dicho así parece algo inocente, alegre y bonito, pero en medio de la niebla, ya saben que todo aquello con aire “infantil”, se vuelve de alguna manera, aterrador.
Y si, ya sé que muchas veces (todas las que comento sobre la niebla) digo lo mismo, pero créanme, una vez más… ese escenario SI que se parecía al juego Silent Hill… más especificamente al 3, que es en un parque de diversiones.
Y me van a disculpar, pero si no hago la alusión friki del día no me quedo tranquila.
Prosigamos.
Los bomberos no solo nos dijeron que si, sino que además nos dieron a elegir, bajo techo o en el patio. Una vez acomodamos la carpa en el patio, nos ofrecieron usar el baño, y la cocina, y nos regalaron «oritos», una especie de banana en miniatura que habíamos tenido el gusto de probar antes, en el Norte de Perú (también obsequiada por una señora que quiso conocernos al vernos pasar).
Esa noche descansamos muy bien, sin ser conscientes de la belleza que nos rodeaba, la cual fue desenmascarada a la mañana siguiente, ya que, hasta ese momento no habíamos podido apreciar nada de Girón, porque el pueblo estaba comido por la niebla.
Nada más desarmar la carpa, luego de agradecer la ayuda de los bomberos (y la nueva ración de oritos con que nos proveyeron) y salir al pueblo para buscar la salida a la ruta y seguir avanzando, quedamos embelesados por… bueno, por todo.
Girón es un pueblo pequeñito, pero no demasiado. Su gente nos saludaba y nos sonreía (a excepción de una señora que, como ya venimos acostumbrados, se refirió a nosotros como gringos, creyendo que no la entendíamos, cuando entrábamos al cementerio).
Y no solo su gente, todo el pueblo en sí nos sonreía con sus paisajes.
Era increíble, pero cada rincón de Girón era una postal.
Yo que no soy fotógrafa ni nada que se le parezca, no podía parar de sacar fotos. Todas quedaban bien, y no era yo la habilidosa, sino el paisaje que brindaba imágenes hermosas.
Girón está entre ese punto medio, ni demasiado citadino, ni demasiado salvaje. Ni demasiado grande ni demasiado chico. Tampoco lleno de gente, ni demasiado vacío. Ni demasiado organizado o demasiado desprolijo.
Es un pueblo en donde los vecinos construían sus casas, donde las señoras pasaban con sus polleras bombé y sus trenzas, pero también veías adolescentes de jean, camino al colegio.
Donde la vista que tenías desde cualquier lado eran las montañas verdes.
Donde muchísimas casas tenían patios con animales de granja, y de vez en cuando veías una gallina cruzando la calle, o una vaca pastando al costado del camino.
En resumen: un pueblo en donde podríamos vivir.
Porque sí, Girón fue de esos pocos lugares que vamos a anotar en nuestra lista de «posibles lugares para vivir… algún día».
Pero ese día no era ahora, así que, desarrollando nuevas técnicas de supervivencia ante una subida empinada, buscamos la ruta.
El camino seguía y Guayaquil nos esperaba, así que, con muchas miradas de pena, nos despedimos de Girón, a lomos de una camioneta que a puro reggaeton nos llevaba a la ciudad de las iguanas.