Para salir de El Chaltén rumbo a Chile, tuvimos que ir a un pueblito llamado “Los Antiguos”. La cuestión era que, si bien la frontera con Chile quedaba a escasos kilómetros de ahí, su horario era de 08:00 a 20:00 hs, y siendo ya las 19:30 cuando llegamos a Los Antiguos, llegar antes de que cerrara era una misión imposible, así que decidimos pasar la noche en la terminal de buses. Las ventajas eran que estábamos resguardados del frío, protegidos, teníamos baño con agua potable, y wifi (generosamente otorgado por la chica de una agencia). La desventaja era que como ahí dentro no podíamos montar campamento, tampoco podíamos dormir (al menos no cómodamente).
Las 12 hs de espera pasaron lentamente, entre charlas, videos y demás… pero pasaron. Aún así, cada vez que hacemos esto nos convencemos un poquito más de que no es buena idea pasar la noche en las terminales; uno siempre termina agotado.
La frontera con Chile fue más rápida de lo que esperábamos, no sin justificación: veníamos con la experiencia del 2016, cuando tuvimos que cruzar a Chile por unos km, en Tierra del Fuego. En esa oportunidad nos habían revisado hasta el alma, pero esta vez ni siquiera nos abrieron las mochilas, solamente las pasaron por un escáner y nos preguntaron si llevábamos comida.
Esto me recuerda a una publicidad que vi más adelante en un diario Chileno, donde se vé a un mochilero agarrándose la cabeza, mientras un policía exige explicaciones con una manzana en la mano, la cual es, evidentemente, el cuerpo del delito.
No me malinterpreten, entiendo perfectamente el por qué de las medidas fitosanitarias, y soy consciente de los peligros que puede acarrear entrar alimento a otro país, pero en su momento me causó gracia la criminalización de la manzanita.
Volviendo al tema, en menos de 5 minutos ya estábamos oficialmente en Chile. La persona que nos había llevado hasta la frontera nos interceptó nuevamente del otro lado y se ofreció a seguir llevándonos en su 4×4 hasta la entrada de Chile Chico (2 kms más adelante) que era donde nos esperaba nuestro primer anfitrión chileno, con unas indicaciones para encontrar su casa, bastante particulares.
CHILE CHICO
La cosa era así: teníamos que ubicar la biblioteca Municipal del pueblo, y una vez allá, hablar con una tal Fulanita, que sería quien nos dijera dónde quedaba la casa de nuestro couch.
No vamos a negarlo, a mi me entusiasmaba todo esto… me recordaba mucho a los juegos de rol, donde una misión podía ser perfectamente una situación como esta. Con toda la emoción, yo quería encontrar la Biblioteca sin guías, mientras que Wa prefería usar el mapa del celular. Al final, terminamos preguntando en el edificio de Turismo.
Pero ojo, la cosa no terminó ahí. Cuando dimos con la famosa Lucy, creíamos que nos iba a dar la dirección concreta, pero las indicaciones seguían pareciéndose a las de un juego de rol: “¿ven aquella casa? Caminen hasta ahí, luego doblen a la derecha y van a ver tal y tal cosa, van a cruzar esto y aquello, y donde vean un perro así y asá que responde al nombre de Tal, es ahí”.
Finalmente, llegamos a destino.
Nuestra estadía en Chile Chico fue muy amena. El pueblo es, en efecto, chico, pero también muy ordenado y tiene de todo: costa, montañas, bosques, mirador, trekkings cercanos, y hasta una pista de motocross. Además, cuenta con un microclima que lo convierte en un lugar más cálido de lo que uno podría esperar del Sur de Chile; es incluso más caluroso que otros pueblos ubicados más al Norte. Además, a diferencia de otros pueblitos del Sur de Chile, éste se caracteriza por no tener casi lluvias. Nuestro anfitrión nos contó que se le llama “La Ciudad el Sol” y que llueve unos 5 días por año, más o menos.
No sé si ese dato sería fehaciente o una exageración para darnos a entender lo poquito que llueve, el caso es que, como no podía ser de otra manera, nosotros logramos que lloviera en Chile Chico (sí, estoy convencida que fue nuestra culpa, sólo por estar ahí). Un día de los 3 que estuvimos, lloviznó. No fue mucho ni durante muchísimo rato, pero siendo algo tan raro, según nos dijeron, en ese microclima, consideramos que ya podemos empezar a ofrecer nuestros servicios como chamanes invocadores de lluvia para épocas de mala cosecha.
-El mirador de Chile Chico:
¿Ves esa construcción color salmón que salta a la vista, incluso antes de entrar al pueblo? Bueno,eso es el mirador de Chile Chico. Consta de 210 escalones numerados, con pequeñas plataformas cada tanto para que tomes aire de vez en cuando, o vayas apreciando el paisaje mientras largás los pulmones por la boca. Un cartel indica que no se puede acampar en esas plataformas (por algo lo habrán puesto).
Desde allá arriba se puede ver todo el pueblo, y si Querés buscar algo en particular, como por ejemplo chusmear a esa vecina que te gusta por la ventana, tenés unos largavistas que podés usar gratuitamente; uno está colocado a la altura de un niño, y los demás a la altura de un adulto promedio. Desde ahí arriba se ve también un pequeño muelle y unas islitas que están justo en frente al pueblo.
Arriba del todo hay también lo que llaman una roseta de los 4 vientos, que indica los puntos cardinales. También se puede “entrar” a una construcción que funciona como túnel de viento: 2 muros ubicados estratégicamente en una zona donde, cuando sopla el viento, si te metés entre esos muros vas a sentir muchísimo más la fuerza de la ventolera. También hay un cartelito que recomienda levantar los brazos cuando eso pase; suponemos que es para aumentar la sensación de “ir con el viento”. Por desgracia, sólo podemos mencionar esto a modo de conjetura, porque cuando nosotros subimos, el viento ni se dignó a aparecer.
-Caverna de las manos:
Ya en la terminal del lado argentino habíamos visto carteles que promocionaban una caverna en donde se podían ver pinturas rupestres, principalmente manos, con 10.000 años de antigüedad. Lo que no sabíamos era que cerca del lado chileno, y cerca de Chile Chico, también había algo así, y que, además, era un paseo gratuito.
No sólo eso, sino que en el mismo sendero había también una piedra enorme, muy fina y alta bautizada “Piedra Clavada” y un Valle Lunar.
Cuando nuestro anfitrión nos mencionó esto, tomamos apunte mental y al día siguiente bien temprano y contra todo pronóstico, emprendimos rumbo. Digo “contra todo pronóstico” porque nos habían advertido que llegar hasta allá a dedo en esta época era prácticamente imposible porque no pasaban casi autos para ese lado. Aún así lo quisimos intentar, y no sería ni la primera ni la última vez, que comprobaríamos que no todo está perdido hasta que se intenta.
Sí, nos llevó varias horas, pequeños tramos recorridos por vez, y ganas de rendirnos en más de una oportunidad, pero como suele pasar cuando estábamos a medio camino, y a punto de tirar la toalla, una camioneta se detuvo ante nosotros y no sólo nos dejó a la entrada del sendero, sino que además nos dijo que sobre las 19 hs ellos volverían a pasar por allí pero en sentido contrario, que si nosotros estábamos esperando allí a esa hora, podían llevarnos de vuelta, y directamente hacia Chile Chico. Tuvimos que apurarnos, ya que sólo teníamos unas 4 horas para hacer el trekking y volver a ese punto de encuentro, y no podíamos darnos el lujo de dejar pasar la oportunidad de que nos llevaran de vuelta, ya que mientras más entraba la noche más difícil era que pasaran vehículos por esos lados.
El ascenso a las cavernas fue más difícil de lo esperado porque a medida que subíamos, el barro daba paso al hielo y el camino se volvía más alto y empinado.
Nos encontramos con varios caballos salvajes y con el típico “peludo” de la Patagonia, un bichito muy simpático que recuerda a un Tatú o Mulita, pero obviamente, peludo. Y si sos como nosotros quizás también te recuerde a un Pokemón llamado Sandsdrew.
El tramo hasta la Piedra Clavada nos hacía sentir como dentro de la escenografía de alguna película de Indiana Jones; altas piedras, cavernas, y verde entrelazados por todos lados, con algún arroyito entre medio.
La piedra en cuestión es realmente rara, y alta… MUY alta.
Camino a la caverna de las manos y por accidente, descubrimos el mejor eco que escuchamos en la vida. En un momento X, festejé con un grito de gloria la salida del astro rey (porque había estado nublado y lloviznando hacía ya rato) y Wa que iba más adelante que yo, más cerca de unas montañas, descubrió que de ahí mismo salía un segundo grito, así que me pidió que siguiera gritando, mientras se reía porque decía que era como si la montaña le hablase. En cuanto a mí… yo estaba en mi salsa, re divertida gritando estupideces y escuchándolas repetirse en el aire.
La llegada a la caverna de las manos no sólo fue sorprendente por ver pinturas dibujadas con manos humanas hace 10.000 años (en teoría), sino también por constatar que las cavernas no tenían más protección que una reja abierta y un cartelito que apelaba al sentido común del visitante. Este tipo de cosas o hablan muy mal de las autoridades encargadas de la protección de estos lugares, o habla muy bien de la gente que los visita. Si puedo elegir, prefiero creer lo segundo.
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En cuanto al Valle Lunar, fue quizás lo menos impresionante de todo, pero aún así merece conocerse, si ya están ahí.
Sobre las 18:30 hs llegamos nuevamente al pie del sendero y no fue poca la sorpresa cuando vimos un auto (que no era la camioneta que nos había llevado hasta allá) y un muchacho que se acercaba a él, con una cámara de fotos enorme en la mano, abría la puerta y antes de entrar nos preguntaba “¿los llevo?”.
COYHAIQUE
Luego de Chile Chico, nos esperaba Coyhaique, y una vez más, íbamos contra todo pronóstico. Nos habían aconsejado en repetidas ocasiones que tomásemos el ferry que atraviesa el lago Gral. Carrera hasta Puerto Ibáñez, y una vez allí, nos podíamos tomar un bus que nos dejara en Coyhaique o hacer dedo. De esta forma, era casi una línea recta desde Chile Chico hasta allá, y nos aseguraba llegar en el día (que era lo que precisábamos porque nos esperaba alguien allí, y sólo nos podía hospedar durante esa noche) y además, por poco dinero porque el ferry costaba sólo 4 dólares por persona.
Agradecímos los consejos dados con buena intención, pero a pesar de todo queríamos intentar llegar a dedo, rodeando el lago. Sabíamos que estábamos contrareloj, pero queríamos intentarlo.
Nuestro futuro couch fue muy paciente, y cuando vio que nuestros planes eran bordear el lago, y que estábamos bastante emperrados con la cosa, nos pasó contactos de gente amiga suya que tenía o bien hostels o campings, en pueblitos que nos quedaban de camino a Coyhaique.
Bien, hora de confesar: sí, fue difícil. Tuvimos tramos de largas esperas en donde ya comenzábamos a mirar lugares para pinchar la carpa. Donde más tuvimos que esperar fue también el lugar que hasta ahora bate el récord de espera en lo que va de este viaje, y es Puerto Guadal, donde esperamos unas pacientes 3 horas. Nos costó unos 6 autos que pasaban muuuy esporádicamente, hasta que uno de ellos nos alcanzó hasta Puerto Tranquilo.
El nombre le hacía honor al pueblo, al menos en época baja como estábamos, porque por lo que pudimos ver la mayoría de las ganancias del lugar consistían en el turismo, basado principalmente en las Grutas de Mármol que se erguían cerca del pueblo (y las cuales, no vimos). De las pocas casas que habían en el pueblo, las que no eran hostels, ofrecían visitas guiadas a las grutas, y algunas hasta oficiaban de ambas cosas. En Puerto Tranquilo también nos tocó esperar bastante (casi 2 horas) hasta que en un momento dijimos “bueno, si el próximo auto que pasa no nos lleva, buscamos dónde poner la carpa por acá, y nos olvidamos de llegar a Coyhaique”.
Sólo voy a decir que 2 horas después, llegábamos a Coyhaique montados en una camioneta gris, donde un escalador profesional nos contó varias de sus anécdotas de viaje alrededor del mundo.
Coyahique nos sorprendió con un monumento al mate y otro al “gaucho”, haciendonos creer por un momento que estábamos en Uruguay, pero no. El gaucho era chileno, y el mate también.
Si bien ese día no pudimos recorrer porque habíamos llegado muy entrada la noche y nuestro couch nos esperaba con la cena, aprovechamos el día siguiente para ir a investigar los alrededores. Una vez más bajo lluvia, vimos que Coyhaique es una ciudad rodeada por bosques, con varios miradores por todos lados, pero aún así, se respiraba un aire más citadino que los demás pueblos más al Sur de Chile.
No pudimos conocer demasiado porque ya nos esperaba alguien en el siguiente pueblo que queríamos visitar y sinceramente, Coyhaique no nos llamó tanto la atención como para quedarnos más (quizás la lluvia no nos permitió apreciarlo), pero lo que más rescatamos sin lugar a dudas, es la gente que nos hospedó en su casa, quienes a pesar del poco tiempo que estuvimos nos brindaron mucha calidez, interesantes charlas, y nos permitieron reponer fuerzas para seguir viaje.
PUERTO AYSÉN
Habíamos llegado al centro de Puerto Aysén, y mediante la conexión gratuita del wifi de la plaza coordinamos con nuestro couch de encontrarnos en otra parte del pueblo, cerca de su casa, cruzando el puente (porque sí, Puerto Aysén es una ciudad dividida en dos partes que se unen mediante un puente). Aún así, no llegamos. Estábamos caminando al punto de encuentro cuando un auto frena de golpe, y alguien grita “¿Joy y Wa? ¡Hola!” mientras se acerca y nos saluda simpáticamente y nos invita a subir al auto y acomodar las mochilas. Me costó unos segundos darme cuenta que era nuestro couch, que nos interceptó en el camino, y sin pelos en la lengua nos dice entre risas “cuando los ví con las mochilas supuse que eran ustedes… ¿qué otros locos van a andar en esta época, con este clima, mochileando?”.
La estadía con nuestro couch de Aysén fue realmente de las mejores; el había viajado de la misma manera que nosotros durante mucho tiempo y entendía perfectamente las comodidades que un viajero en estas condiciones necesitaba. Además, era un persona con la que era muy grato compartir una charla, y con quien se puede hablar de todo. Sinceramente, le quedamos muy agradecidos.
En esta casa también conocimos el famoso ONCE chileno. ¿Y qué es eso? El once es una especie de merienda pero que muchos la utilizan para sustituir la cena, y consiste en pan (hallulla, el pan más típico de Chile) con manteca, o queso, o fiambre (o cecinas, que vendrían a ser nuestros encurtidos), o huevos revueltos, palta, y demás cosas que puedas poner sobre un pan, acompañado de café o té. Básicamente, una merienda bastante polentona.
Pero el ONCE tiene su historia, y según vimos hay más de una versión. La que nos contaron a nosotros fue la siguiente; varios años atrás, los trabajadores de distintas empresas gustaban de tomar agua ardiente en sus descansos laborales, pero como esto solía acarrear consecuencias laborales desagradables (trabajar en estado de ebriedad no aseguraba un buen rendimiento) se comenzó a prohibir el consumo de alcohol en los descansos del trabajo.
Pero los trabajadores, ni cortos ni perezosos, y complotados con la gente de los puestos de comida y bares, comenzaron a llamarle “tomar once” a recibir un alimento acompañado de agua ardiente, disimulado en una taza de café; el ONCE está dado por el conteo de las letras de “agua ardiente”. De esta forma, podían seguir consumiendo su bebida, e incluso pedirlo en voz alta, amparados por el secreto que ocultaba esa misteriosa palabra. Hoy por hoy, el agua ardiente se sustituyó por café de verdad, o té.
Otra versión cuenta que se le llama así porque a las once de la mañana se tomaba una comida muy similar a lo que hoy se toma en la ONCE.
No sabemos cual de estas versiones será la correcta, pero al menos esas son las que conocemos.
Además, nos dimos cuenta también que en Chile es muy común comer huevos revueltos, tanto para el desayuno, como para el once, así que estos óvulos no fecundados de gallina se convierten, junto con el pan, y la palta con tomate, el alimento que se encuentra en toda cocina chilena.
En cuanto al pueblo, si en Chicle Chico nunca llovía, Puerto Aysén era la antítesis. Durante nuestra estadía de 2 noches y 3 días, NUNCA paró de llover. Acaso si durante un rato, pero generalmente estaba o lloviendo o lloviznando. No había chance, si queríamos recorrer teníamos que resignarnos a mojarnos. Y eso fue lo que hicimos.
Recorrimos los alrededores, nuevamente por rutas casi desiertas. Llegamos a agrupaciones de casitas muy humildes pero que tenían Audi´s último modelo aparcados en sus garajes. Fue acá donde nos dimos cuenta que los autos en Chile tienen que ser, necesariamente, muy baratos.
Encontramos los restos de un accidente al costado de la ruta, probamos en crudo al mejor estilo chicle una especie de alga marina llamada Cochayuyo (cortesía de nuestro anfitrión), y pasamos por el puente nuevo del pueblo, y también por el puente viejo, que es como LA celebridad de Puerto Aysén.
PARQUE QUEULAT
Por recomendación de nuestro couch anterior, luego de dos noches de descanso en Puerto Aysén, decidimos pasar una noche en el Parque Nacional Queulat.
Después de una ruta endemoniadamente serpenteante, con muchísimas curvas, y nuevamente bajo agua, el chofer del auto que nos levantó nos dejó en la entrada del parque. Pasamos por 2 casetas en donde debería haber gente que nos hiciera alguna especie de “check in” y que nos cobrara los 5000 pesos chilenos por cabeza que costaba acampar allí, pero no había nadie. Incluso golpeamos en una casa que encontramos entre los árboles, pero nadie salió. Quizás porque estábamos fuera del horario de atención, que según los carteles era de 08:30 a 17:30 hs, mientras que nosotros llegamos a las 18:30. Quizás porque no estábamos en temporada. O quizás solo se apiadaron de estos dos mochileros.
Buscamos el lugar que más nos gustó para acampar, y supusimos que a la mañana siguiente cuando saliéramos nos cobrarían el importe correspondiente.
Las zonas de camping del parque están muy bien predispuestas, con techo, y una canilla de agua potable funcionando. Además, cada uno de los espacios asignados tienen una mesa grande con bancos, un tarro de basura, y un lugar para hacer fuego.
En nuestro caso, incluso conseguimos leña que algún acampante dejó en otra oportunidad. Aún así, hacer fuego fue una tarea muy complicada, porque todo estaba muy húmedo, así que después de obtener un agua medianamente caliente y aderezada con cenizas, y mezclarla con puré deshidratado para hacerlo comestible, mientras preparábamos también unos refuerzos de queso crema, cenamos y nos fuimos a dormir, escuchando la lluvia que golpeaba cada vez mas fuerte sobre el techo de chapa de nuestro camping.
Al día siguiente, si bien había gente en las casetas de atención, nadie nos cobró por nuestra estadía. Supusimos que en temporada baja no se cobraba y seguimos nuestro camino.
VILLA SANTA LUCÍA
Nuestro objetivo era llegar a Chaitén, para cruzar a la isla de Chiloé; esta isla no estaba en nuestros planes (nuestro escueto itinerario a corto plazo, ya que la idea es no tener itinerarios estrictamente armados) pero nos la habían recomendado, y si a eso sumamos la atractiva idea de estar en una isla, pasar por ahí se convirtió en nuestra próxima prioridad.
En nuestro camino que se vio separado en cortos tramos (porque todos los autos nos llevaban pocoS kilómetros) pasamos por un supermercado a comprar algo de comer, y al salir de allí, apenas estiramos el dedo a la primer camioneta que pasaba, nos dimos cuenta que ya venía frenando desde antes.
Resulta que allí viajaba una pareja de personas mayores que nos habían visto salir del supermercado con las mochilas, y quisieron alcanzarnos para llevarnos un tramo. Nos contaron que ellos eran de un pueblito llamado Mañihuales, y luego de unos cuantos kilómetros, allí nos dejaron para que siguiéramos haciendo dedo. Costó un cierto tiempo lograr que nos levantaran, pero el pueblo era tan lindo (y además se había cumplido el milagro de que saliera el sol) así que no nos quejamos mucho y como el tránsito vehicular era tan escaso, nos pusimos a jugar a pasarnos una piedra con el pie, en plena ruta. De esta forma, la espera se volvió más divertida.
Lo más lejos que pudimos llegar ese día, fue un pueblito muy chiquito llamado Villa Santa Lucía.
Este pueblo, según nos contaron, fue arrasado por un aluvión, el 16 de Diciembre de 2017 (menos de 1 año) y en efecto, más de la mitad del pueblo estaba reducido a escombros. Aún así, la desgracia más grande corresponde a las 22 personas que fallecieron víctimas de este fenómeno, de las cuales el cuerpo de una de ellas sigue sin encontrarse.
En el GPS nos indicaba una calle que ya no existía, una calle que había quedado enterrada entre restos de cemento, cocinas, y hasta brazos de barbies que en algún tiempo estuvieron unidos a un cuerpito plástico.
Nos contaron que más de la mitad del pueblo quedó sin casa, a quienes el gobierno les dio unas viviendas de emergencia, donde viven a día de hoy.
Ese día, nos quedamos en Villa Santa Lucía, donde compramos fideos en el único almacén que quedaba, y pan en la casa de una señora que si golpeabas su puerta, te hacía pasar a su living-comedor y te daba a elegir entre varios panes distintos dispuestos en su mesa, mientras unos niños miraban la tele, y un señor que estaba cenando te daba las buenas noches.
CHAITÉN
Al día siguiente llegamos a Chaitén, un pueblo muy prolijo, verde pero también con trasfondo caótico. Hacía unos años, el volcán Chaitén hizo erupción, destruyendo varias casas, y dejándolas enterradas bajo la ceniza. A día de hoy, esa agrupación de casas tapadas de polvo gris, quedaron a modo de “museo” para todos los que quieran pasar a verlas; implícitamente son también un recordatorio en honor de aquellas personas que perdieron sus hogares de un día para el otro.
Como no teníamos quien nos hospedara en Chaitén, comenzamos a buscar dónde pinchar la carpa, pero antes de que pudiéramos explorar mucho, una construcción grande llamó nuestra atención.
Al acercarnos, comprobamos que ese coloso fue en algún momento un mercado (¿o nunca llegó a serlo?) pero a día de hoy oficiaba como hotel para el mochilero que tampoco podía/quería pagar por hospedaje, pero tampoco quedarse a merced del crudo clima del Sur Patagónico.
Apenas entrar, los indicios de vida comienzan a aparecer: mensajes escritos en las paredes, declaraciones de amor, peripecias realizadas, bitácoras, de gente que pasó antes que nosotros y se refugió entre las paredes de este ex mercado, devenido en alojamiento.
De más está decir que no tuvimos que buscar más, y luego de elegir uno de las muchas “habitaciones” disponibles, y realizar algunas tareas de bricolage para tapar ventanas y protegernos así del viento y de miradas indiscretas, dispusimos la carpa adentro del mercado abandonado, que nos alojaría los días venideros.
Habíamos llegado a Chaitén un miércoles, y la barcaza que transporta a la isla de Chiloé sale los días martes y sábados, así que nos tocaba esperar 4 días y 3 noches en nuestro “hotel”.
Grande fue nuestra sorpresa cuando comprobamos que además, el “hotel” contaba con wifi gratuito; justo en el cuarto que estábamos nosotros, que era el más cercano al pueblo digamos, si agarrábamos el celular y estirábamos el brazo en alto, nos llegaba una rayita de la señal de wifi gratuita del Estado.
Alojamiento gratuito, protegidos de las inclemencias del clima, y además con wifi. No podíamos pedir más.
Claro que la primer noche estuvimos un poco “en guardia” porque si bien Chaitén parecía un pueblo tranquilo, no podíamos estar seguros de cómo sería su vida nocturna, o de si tendríamos que compartir nuestra estadía con alguna persona en situación de calle. Aún así, esa guardia pronto iría disminuyendo, ya que en el correr de las 3 noches, más que saludar a algún transeúnte que se adentraba en ese mercado abandonado para curiosear y se encontraba con dos mochileros acampando y saludaba tímidamente, no pasó.
Anhelando una ducha y una alimentación que no se compusiera únicamente por sanguches de pan con queso, el sábado llegó, y teniendo ya más de un anfitrión que nos esperaba y varios días de estadía asegurados, partimos hacia la mítica isla de Chiloé.
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