Conocen una serie llamada «La Dimensión Desconocida«? Porque por varias horas, creímos estar encerrados en uno de estos capítulos mientras estábamos haciendo dedo en Guyana.
No, no hicimos dedo por 3 o 4 horas… tampoco por 8… en Mabura hicimos dedo durante casi 4 días, en jornadas de 12, y 16 horas sin parar, incluso en la madrugada.
Y permanecimos en el pueblo durante 4 días y medio.
Suficiente tiempo como para empezar a considerar quedarnos a vivir allí porque parecía que el pueblo no nos iba a dejar salir nunca más.
Sí, mejor sentate que te cuento.
Ese viernes, el dedo nos había llevado a un cruce de caminos, a más de 400 kms de Lethem, la ciudad frontera a donde nos dirigíamos para entrar a Brasil otra vez.
En el cruce de caminos, luego de haber hablado con un señor que tuvo una visión donde nos vió, tuvimos que alternar el dedo con las patas, corriendo a refugiarnos con mochilas y todo bajo el techo de la tienda en más de una oportunidad porque todavía estamos en la época de lluvias en Guyana, y además, el tiempo entre las 3 primeras gotas que caen, y el chaparrón es casi inexistente.
Llevó algunas horas hasta que una camioneta se detuvo y sus conductores decidieron llevarnos: costó que accedieran ya que al principio nos querían cobrar y no estaban acostumbrados a ver gente haciendo autostop, así que estuvimos un rato explicándoles qué era hacer dedo y la cantidad de kilómetros que habíamos viajado así, y que no buscábamos taxi.
Finalmente llegamos al acuerdo de darles un dólar y medio (o sea, nada) que luego no aceptarían.
Nos dejaron unos 150 kms más adelante, en un pueblo que apenas sí puede llamarse pueblo: Mabura.
DÍA 1 – PRIMERA NOCHE EN MABURA
Este lugar es una parada obligatoria para todos los autos, camiones, motos y cuanto ser viviente pase sobre ruedas, ya que hay una especie de «check in» policial, donde los pasajeros deben registrarse en un cuaderno que documenta quien pasa y hacia dónde va.
Como ya era noche cerrada, les pedimos a los policías para poner nuestra carpa en alguna zona segura, y nos permitieron hacerlo bajo un techito que había al costado de la comisaría, que en algún momento se usó como parada de bus (al menos, eso estaba escrito allí).
Teníamos techo, 3 paredes, la seccional de policía al costado, y un parador para comer en frente, donde además había baño con ducha.
No podíamos pedir más.
Pasamos la noche sin más complicaciones que una colchoneta desinflada, que no nos permitió descansar bien… pero no importaba porque al día siguiente alguien nos llevaría a Lethem, y de allí a Brasil y allá teníamos amigos que nos esperaban en su casa.
Claro, eso pensábamos en ese momento, donde nuestra barrita de esperanza estaba cargada al 100%.
DÍa 2 – RECONOCIMIENTO DEL TERRENO, MIENTRAS UN PERRO NOS BAUTIZA LA MOCHILA
A la mañana siguiente, nos despertamos a las 6:00, desarmamos carpa, y comenzamos a hacer dedo 6:30.
Wa comenzó el día tirando sus crocs porque ya hacía tiempo que estaban agujereadas y habían perdido utilidad. Allá quedaron, en Mabura, las crocs agujereadas de este mochilero que escaló montañas con ellas.
Nos sorprendió darnos cuenta que pasaban muchos autos, de hecho, mucho mas que camiones, y nos estirábamos con el dedito en alto y una sonrisa de oreja a oreja, saludando a los hombres que viajaban en la chata de estas camionetas (que solían ser muchos) y al chofer, cuando el auto no se detenía.
Nos llevó algunas horas, y varias charlas con algunos de los choferes de estas camionetas que paraban a explicarnos, darnos cuenta que estos autos transportaban trabajadores que vivían en los alrededores, y los llevaban a una empresa maderera que estaba a un kilómetro y poco de Mabura, así que ellos no podrían llevarnos muy lejos. No nos servía.
Con el tiempo aprendimos a diferenciar cuales eran las camionetas de la maderera, que eran prácticamente todas las que venían de un camino que salía hacia el costado del pueblo, distinto al que nosotros habíamos utilizado para llegar, y eran además la única señal de vida que venía de ese caminito.
Decidimos hacerle dedo solamente a los camiones y autos que llegaban por la ruta («ruta») que venía de Georgetown y Linden porque esos eran los que seguían de largo (o sea que Lethem era una posibilidad) o en el peor de los casos, doblaban a la derecha, camino a otro pueblo llamado Mahdia.
Aun así, todos debían parar en Mabura para registrarse en la policía.
Haciendo dedo apenas se detuvieron un par de autos que nos dijeron que iban acá cerquita, y los camioneros sólo nos saludaban, ni amagaban a detenerse.
Mientras tanto, la mañana se transformaba en tarde y nosotros nos movíamos junto con el sol, mientras el pueblo también se movía; un señor que a las 7 colgó la jaula de un pajarito en un poste en la calle para cambiarlo de lugar a las 9 (todavía no desciframos el misterio de los pajaritos negros que cada guyanés parece tener, y además, los sacan a pasear como si fueran perros).
Sobre el mediodía, las camionetas de la maderera pasaban vacías saliendo del pueblo, y volvían llenas en menos de 10 minutos, para después de una hora volver a transportar a los trabajadores a la maderera.
En cuanto a nosotros, fuimos aprendiendo en qué parte era mejor esperar basándonos en la posición del sol (o mejor dicho, de la sombra): las primeras horas de la mañana esperamos sentados en un tronco, luego, cuando el sol cubrió el tronco, nos fuimos a las escaleras de una casa que pertenecía a la policía, luego cuando el sol estaba en el punto más alto, nos mudábamos a una caseta con techo, que alguna vez fue algún tipo de kiosco, del lado de en frente y allí nos quedábamos toda la tarde.
Ese día no tuvimos mejor idea que dejar las mochilas sobre un lado de la ruta, y movernos nosotros muy sueltos de cuerpo a la caseta que nos proveía de sombra luego del mediodía, desde donde vigilábamos si venía algún auto para salir corriendo a hacerle dedo… pero no vigilábamos tanto las mochilas. Mal mal mal…
En un momento, vemos pasar un perro, uno de los únicos 2 del pueblo por culpa del jaguar, muy cerca de las mochilas; la segunda vez que lo vimos tan cerca de ellas, se lo notaba más alegre y… liviano.
Nos acercamos a las mochilas corriendo, para encontrar el forro de la mochila de Wa con una mancha mojada y un olor fuerte que marcaba territorio: «esta mochila ahora es mía» quiso comunicarnos el perrito.
Teníamos que haber interpretado esto como una especie de premonición, una advertencia que nos preparaba para lo que estaba por venir.
Wa intentó lavar el forro de la mochila en el baño del comedor, pero se había ido el agua… la advertencia se intensificaba (y el olor ácido que salía del forro, también).
Al final, aprovechamos una lluvia aislada que cayó unas horas después, para colgar el nylon verde en las ramas de un árbol bajo, cerca de la caseta que nos daba sombra, y dejar que la naturaleza lo lave, y lo seque minutos después, cuando volvió a salir el sol.
El último lugar al que volvimos ese día, con el rabo entre las piernas, cuando el astro rey ya no estaba casi visible, fue la vieja parada de buses, donde armamos la carpa, una vez más.
Antes de eso, pasamos por el parador para comprar una porción de comida, la porción más chica, y más barata. Una pequeña porción de arroz blanco con 2 trocitos de pollo fue la cena que repartimos entre los dos, ante la mirada extrañada de la vendedora.
Estábamos cansados, y nuestras esperanzas habían menguado un poco, pero todavía nos parecía un tiempo de espera soportable, tomando en cuenta que muy poca gente sale de la capital, y que la ruta se pone más complicada más adelante.
Pero, alguien tendría que ir a Lethem… ¿verdad?
DÍA 3 – ADQUIRIENDO NUEVAS HABILIDADES
Esta vez nos despertamos un poco más temprano, sobre las 05:00, para comenzar a hacer dedo antes de las 06:00.
Cuando nos estábamos acomodando en el tronco donde pegaba la sombra bien temprano, uno de los oficiales de policía nos dice «¡Ya es tarde para empezar a hacer dedo!».
¿Disculpe señor? Son pasadas las 5 de la madrugada… ¿le parece tarde?
Resulta que, según sus explicaciones, a las 03:00 pasaban camiones que iban rumbo a Lethem, y era esa la mejor hora para pedirles si podían llevarnos.
Como sabemos que la mayoría de la gente que ve a dos viajeros al costado de la ruta cree que esperan algún bus y siempre tratan de encajarlo en alguno, aclaramos varias veces que no era bus lo que buscábamos, sino alguien que pudiera llevarnos a dedo, gratis.
El policía hizo énfasis en la palabra «trucks» (camiones) afirmando una y otra vez: «no bus, trucks».
Ahora ya estaba, teníamos que hacer dedo ese día, a partir de las 5 y pico de la madrugada.
Pero esta vez, nuestro plan era diferente.
Comenzamos a caminar por la «ruta» (por decirle de alguna manera) para llegar al puesto de peaje que se encontraba a 1 kilómetro.
Esto lo hacíamos para evitar a los camiones que se metían en la maderera que quedaba justo antes del peaje, y también para evitar los autos que venían de Georgetown y se metían por el caminito que llevaba al otro pueblo (Mahdia) y de esa forma, asegurarnos que todos los que pasaran por allí iban al mismo lugar que nosotros. Era un método para no hacer dedo a gente que no iba en nuestra dirección, y a su vez, para no ilusionarnos cada vez que veíamos algo sobre ruedas, ya que a veces doblaban hacia Mahdia.
Cuando llegamos al puesto de peaje (que era apenas una caseta de madera con un fierro que se levantaba a mano para que el vehículo pase) los 2 señores que trabajaban ahí nos dijeron que era mejor que esperásemos en el pueblo (o sea, donde estábamos antes) y que si nadie nos llevaba, podíamos hablar con la policía porque ellos tenían el poder de subirnos a un bus y pedirle a su chofer que nos llevase gratis.
Nos pareció que sólo nos estaban echando fly, pero tuvimos que hacer lo que ellos decían porque, evidentemente, no querían que nos quedemos allí.
Así que volvimos, saludando a los conductores de los autos que iban a la maderera, cargados de trabajadores, como ya habíamos visto el día anterior.
Hicimos dedo un rato, pero esta vez adquirimos una nueva habilidad: en vez de esperar a que pasaran por la ruta y hacerles dedo, esperábamos a que el chofer se bajara para registrarse en la policía, y ahí íbamos nosotros casi corriendo y le preguntábamos si podía llevarnos.
Sentíamos que habíamos subido de nivel.
Aun así, no nos sirvió de mucho… la historia se repetía: casi nadie iba a Lethem, ni siquiera cerca. La mayoría iban «acá nomás» o doblaban hacia el otro pueblo.
Cuando el sol estaba en lo alto y nosotros habíamos ya rotado a los escalones donde no daba el sol hasta mediodía, nos armamos de valor para preguntar en la seccional de policía a ver si era cierto eso de que ellos podían subirnos a un bus gratis.
Había 3 oficiales; nos dijeron que eso no era posible, que sí o sí había que pagar el bus. A ver, como ser posible es, porque la policía tiene ese poder creo que en cualquier parte del mundo, pero bueno, la cosa es que ellos no lo hacían, y no podemos decir nada ya que entendemos que nosotros estábamos allí en esa situación por responsabilidad nuestra, y además, puede resultar injusto viajar gratis en un bus para aquellas personas que sí pagaron su boleto… incluso probablemente nos sentiríamos muy incómodos, si ellos hubieran accedido a esto, al viajar rodeados de gente que pagó el viaje en bus mientras nosotros no lo hicimos, pero queríamos saber si existía esa posibilidad en un caso muy desesperado.
Cuando preguntamos el precio del bus, ninguno de los 3 policías lo sabían, pero nos dijeron que averiguásemos en el comedor, que era donde vendían los boletos.
Nosotros sabíamos que desde Georgetown (la capital) hasta Lethem el costo del bus era de 10.000 dólares guyaneses (U$S 50) , así que calculábamos que desde Mabura, que estaba a mitad de camino, sería menos, la mitad quizás.
Grande fue nuestra sorpresa cuando la chica que atendía el comedor nos dijo que costaba 14.000 por persona.
La verdad es que no teníamos ese dinero ni de lejos… apenas teníamos 5300 dólares guyaneses, que era más que suficiente para pagar alimento durante unos 3 o 4 días, que era lo que pensábamos que demoraríamos en llegar a Lethem… pero siendo que ya corría el segundo día y no habíamos avanzado más, teníamos que comenzar a apretar cada vez más esos dólares, porque no sabíamos cuánto tiempo más estaríamos haciendo dedo allí.
Además, viendo como venía la mano con esto de hacer dedo, queríamos guardar algo de dinero por si alguien aceptaba llevarnos a Lethem por una pequeña cantidad de dinero.
En conclusión: ya en el segundo día de espera empezábamos a ser conscientes de que la cosa no venía fácil y había que empezar a contemplar todas las posibilidades, y apretar los pocos recursos que teníamos y que días atrás nos parecían sobrados.
Volvimos a nuestro siguiente punto estratégico para seguir haciendo dedo (bajo el techito) cuando una señora que vendía ananá cortada y pelada a las personas de los autos que se detenían, me llamó cuando pasé a su lado.
Me preguntó de dónde veníamos, y hacia dónde íbamos, y nos alentó diciendo que ya alguien nos llevaría. No se despidió sin antes regalarme una bolsita con 2 trozos de ananá.
Comimos ese ananá como el mejor manjar del mundo, y continuamos atentos a los autos.
Nuestras compañeras y principal entretenimiento eran unas pequeñas lagartijas que correteaban alrededor nuestro, a veces cazando bichos, a veces curioseando cerca de nuestras mochilas. Una en particular era mitad verde chillón y mitad celeste… la más bella de todas.
Nuestras ojeras iban en aumento, porque debido a la colchoneta desinflada no llegábamos a descansar bien, y de a poco nos íbamos volviendo más originales en encontrar métodos de entretenimiento. Utilizar el celular no estaba entre las opciones, no por el hecho de que no hubiera internet, ya que como buenos frikis tenemos juegos instalados, sino porque no queríamos gastar la batería (aunque igual algún videíto grabamos).
Aprendimos a descubrir las rutinas del pueblo: muy temprano, antes de las 7, aparecía un señor con un machete casi más grande que él, y se metía en el bosque, desde donde cada tanto se escuchaba sonido de golpes secos en la madera. Ese mismo señor era el esposo de la señora que vendía ananá, y esperaba todos los días la llegada de los autos para venderles fruta.
Sobre las 7:00 de la mañana, un oficial de policía colgaba una jaula con un pajarito negro en un poste de madera, al lado de la ruta. Sobre las 9 lo quitaba de allí y lo colgaba en otro poste más cerca de la estación policial. Y sobre el mediodía lo sacaba y se lo llevaba a una casa.
Alrededor de las 10 se comenzaba a escuchar el sonido de las fichas de dominó que entrechocaban, y las risas de los oficiales que lo jugaban. Un poco después, veíamos a un oficial cruzar al comedor y volver a la estación policial con 3 bandejas de comida.
Además, sobre las 6 de la mañana se escuchaba una bandada de loros que pasaba en una dirección, y sobre las 18 hs se escuchaba el mismo barullo y se los veía pasar en dirección contraria, cuando volvían a su «hogar».
La lluvia tampoco se hizo desear ese día.
Mientras tanto, en el segundo día adquirimos otra habilidad nueva, que ésta sí es de superhéroes: podíamos sentir el paso del tiempo de forma más rápida.
Habíamos llegado al punto que cuando queríamos acordar habían pasado ya 4 horas y para nosotros habían pasado 2. Era como si las horas fuesen más cortas… y no, no nos estábamos divirtiendo precisamente, por eso lo considero un superpoder.
Y para quienes aún se lo preguntan ¿qué hacíamos para pasar el rato?
Observábamos.
Nos dedicábamos a percibir estos actos cotidianos del pueblo, y jugábamos a adivinar los próximos movimientos. A veces recordábamos experiencias pasadas donde habíamos esperado 7 horas haciendo dedo, y nos reíamos, pensando que siempre puede ser peor.
Ninguno de los dos tenía ánimos suficientes para hacer algo más productivo, pero aun así, se sentía como un avance, como una habilidad desarrollada.
En este mundo donde todo tiene que ser YA, donde las respuestas a las preguntas solo cuestan dos dedazos en una pantalla y el Oráculo de Google nos responde enseguida, nosotros sentíamos que adquiríamos cierta ventaja frente a este ritmo desenfrenado en que estamos acostumbrados a vivir.
También intentábamos ver el lado bueno de la situación, y nos decíamos a nosotros mismos que lo que ahora es molesto en un futuro va a ser una buena anécdota para recordar y vamos a poder mejorar ciertas habilidades como la paciencia y la observación.
Así es como, una vez más, se demuestra que siempre es posible encontrar lo bueno de cada situación.
Cuando la noche comenzaba a caer, nosotros, que ya nos sentíamos parte del pueblo, realizábamos también nuestro ritual: pasábamos por el comedor del pueblo para comprar la porción más chica de arroz. Esta vez, lo pedimos blanco para economizar, ya que no sabíamos cuánto más debía durarnos la plata que teníamos, y el cajero automático más cercano estaba a 250 kms de distancia, deshaciendo el camino que ya habíamos recorrido, en Georgetown, la capital.
La señora del comedor no entendía por qué queríamos arroz solo; nos explicó que la porción costaba 800 (unos U$S 4), y constaba de arroz con algún complemento, que podía ser pollo, estofado, etc. Nosotros le pedimos si podía darnos sólo arroz blanco por menos dinero, y nos dijo que, si sólo queríamos eso, nos costaría 300. Accedimos, pero cuando terminó de llenar la mínima bandejita, nos miró de reojo y dijo «¿no le van a poner estofado?» y yo le respondí «pero… si le ponemos estofado ya tendría otro costo ¿verdad?» a lo que la señora puso cara de cansancio, y esparció un generoso cucharón de estofado con carne de cerdo encima de nuestro arroz.
¿El precio? Siguió siendo el correspondiente a una porción pequeña de arroz blanco.
DIA 4 – UNA VUELTA DE ROSCA A PUNTO DE ENLOQUECER
Al tercer día, nos levantamos a las 02:00 a.m., plena madrugada, noche cerrada, para esperar a los camiones que, según nos dijo el policía pasaban a las 03:00.
02:30 estábamos al costado de la ruta, con la leve luz de la comisaria proporcionada por generador.
Pocos minutos pasaron cuando unas luces brillaron a lo lejos, como 2 siniestros ojos en la oscuridad de la noche, recordándonos todas las anécdotas de perros muertos a colmillos del jaguar en Mabura, motivo por el cual apenas quedaban dos perros callejeros que habían sobrevivido en el pueblo, y nadie tenía ya canes de mascota.
Los ojos se transformaron en faroles, y un pequeño bus frenó delante nuestro, mientras varias personas semi dormidas bajaban tambaleándose, rumbo a la comisaría para registrarse.
Mientras tanto, el chofer nos dijo que les quedaba un lugar en el bus para nosotros, si queríamos ir. Le explicamos que sólo podíamos pagar 5000, mientras ellos nos explicaban que el costo era de 10.000 cada uno y que 5.000 era muy poco.
Aun así, uno de ellos pareció sentir lástima y nos dijo que si pagábamos 5.000 cada uno podíamos arreglar algo… pero tuvimos que volver a explicarles que no era que estábamos regateando el precio, sino que realmente sólo teníamos 5.000.
Nos propuso pagar el resto cuando llegásemos a Lethem, ya que allí había cajeros automáticos, pero tuvimos que explicarle que ya habíamos estado en Lethem antes, y ninguno de los cajeros que allí estaba nos había funcionado, así que podíamos intentarlo (incluso le ofrecimos que el entrara al cajero con nosotros) pero no podíamos asegurarle que ese plan fuera a funcionar, y por ende, no podíamos asegurarle el pago completo del boleto una vez llegásemos a Lethem.
Ya sé lo que algunas personas pueden estar pensando… ¿dónde está nuestra viveza criolla?
Podíamos haberles dicho que sí, que accedíamos a hacer eso, sabiendo que en Lethem no íbamos a poder pagarles, y hacernos luego los sorprendidos frente a ellos cuando el cajero no nos dé el dinero, y de esa forma, asegurarnos el viaje… podíamos, pero ya saben lo que dicen «no le hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan a vos».
Estábamos algo desesperados pero tampoco hay que perder el Norte moral ni perjudicar a nadie. Al final de cuentas, insistimos, esto era nuestra responsabilidad.
Finalmente, si bien el chofer de uno de los buses tenía ganas de aceptar nuestros 5.000, el del otro bus que era el que tenía un lugar libre, no accedió, y allá arrancaron, llevándose una esperanza que había revivido hace un rato pero que volvió a apagarse tan pronto vimos los ojos luminosos alejarse por ese camino envuelto en tinieblas.
Y como dice Sabina, nos dieron las 3 y ningún camión apareció.
Y Sabina no siguió más allá, pero nosotros seguimos esperando hasta que nos dieron las 4 y las 4:30… y lo único que aparecieron fueron más buses pero esta vez todos llenos, así que sólo nos bastaba la respuesta del chofer diciendo «Sorry, I´m full» para ni siquiera intentar negociar un viaje por 5.000.
En un momento, la sangre me llegó a punto de ebullición y me metí a la comisaría para encarar al policía que nos había dicho que a las 3 pasaban CAMIONES… no buses. Fui con la sangre hirviendo, pero sepan que no suele ser algo que se me note, así que no había riesgo de armar bochinche ahí ni generar drama, porque yo la sangre en ebullición la siento pero la absorbo, no se me desborda para afuera… sólo quería que el oficial notara que le habíamos hecho caso, nos habíamos levantado a las 02:00 y todavía estábamos esperando.
El oficial que nos dijo eso no estaba, así que se lo pregunté a los que estaban en ese momento y uno de ellos me dijo que no, que no solía haber ningún camión a esa hora, que comenzaban a pasar a partir de las 6:00.
Al final, creo que volví al punto de espera con la sangre más llena de burbujitas, pero me había sacado el peso de encima.
Sobre las 05:00 hs, se puso a llover, así que volvimos bajo el techito donde solíamos poner la carpa, y allá nos quedamos, acostados sobre las tablas que oficiaban de asientos, con el oído atento, tratando de no dormirnos.
Media hora más tarde apareció un camión grande, de estos como de guerra, y nos llenamos de esperanza. Este era grande, tenía lugar, parecía estar preparado para la difícil ruta que tenía por delante, éste nos tenía que decir que sí. Corrimos bajo lluvia, con mochilas y todo, pero ante la negativa del chofer, volvimos bajo el techo.
Cuando la lluvia cesó, sobre las 06:00, volvimos a nuestro tronco de las primeras horas de la mañana.
Esta vez era lunes, y a mí se me vino a la mente una nueva ilusión: quizás haya más movimiento entre semana, porque a lo mejor es cuando los camiones que transportan mercadería se mueven de Brasil a Guyana y viceversa.
Con unas ojeras que me llegaban al ombligo más o menos, y ante las frases alentadoras de Wa que decían «que cara de destruida ¿eh?» o «pareces un zombie», miraba con ojos llenos de esperanza hacia ese camino de barro, intentando dilucidar a lo lejos la cantidad de camiones y autos que ese día pasarían, seguro.
Seguro.
Pasaron unas 3 horas sin que pasara un sólo vehículo.
Nada, ni un monopatín.
Peor que cualquiera de los días anteriores. Mucho, por lejos, mucho peor que antes.
Claro que cuando digo que no pasó un vehículo, estoy exceptuando los que llevaban a los trabajadores a la maderera, porque esos seguían pasando con regularidad, pero ya sabemos que solo iban un kilómetro más allá.
Fue entonces cuando entendimos que ya era hora de cambiar de estrategia: decidimos que le haríamos dedo a cualquier auto que pasara, hacia un lado o hacia otro, es decir, en dirección a Brasil, o en dirección a Georgetown, la capital de Guyana, de dónde habíamos salido unos días atrás.
¿Y por qué volver para atrás?
Porque nos estábamos quedando sin alternativas… y donde siguiéramos así (y allí) sin dinero.
Lo mejor era conseguir alguien que nos llevara a Lethem para cruzar a Brasil, pero en el peor de los casos, la opción B era que alguien nos llevara a Georgetown, desde donde podíamos sacar dinero a través del único cajero en toda Guyana que operaba con nuestro banco, y con ese dinero, pagar un bus directo a Lethem.
Lo peor es que si no conseguíamos que nos llevaran a dedo, estábamos incluso abiertos a la posibilidad de tomar un bus rumbo a la capital, llegar allí, sacar dinero para pagar ese bus, y además sacar más dinero para pagar otro bus hacia Lethem. Esto se resume en un inesperado gasto de 200 dólares, para llegar a Brasil.
No podíamos dejar de lamentarnos por contemplar la posibilidad de semejante movida, pero nos estábamos quedando sin opciones y sin recursos.
Aun así, ese lunes, ese cuarto día de la espera más larga, fue cuando las señales positivas comenzaron a aparecer desde temprano.
Si bien los ánimos nos habían bajado al inframundo y ya estaban jugando al ajedrez con Hades cuando nos dimos cuenta que ese día pasaban menos vehículos, sobre las 09:00 de la mañana llegó la señal que nos intentaba dar coraje para que aguantáramos un poco más, que valdría la pena.
Primeros alientos de esperanza
Estábamos sentados aún en el tronco sobre la ruta, a punto de movernos hacia los escalones, cuando uno de los autos que transportaban trabajadores se detuvo frente a nosotros y su chofer, un señor con rasgos orientales y una sonrisa muy pronunciada, nos hizo señas para que nos acercásemos.
Nos preguntó si habíamos desayunado, lo que nos provocó cierta risita tímida con una leve, muy leve negación con la cabeza, que denotaba que no habíamos comido nada pero que nos daba vergüenza aceptarlo, así que el nos dijo, en un inglés básico quizás por su nacionalidad o quizás para hacernos la situación más fácil para nosotros «I will bring breakfast for you, you wait here» («Voy a traerles desayuno, espérenme acá»).
El «espérenme acá» me hizo gracia. Hacía 3 días que «esperábamos allá»… ¿acaso teníamos chance?
No pasó media hora, cuando apareció nuevamente la camioneta, y el sonriente señor nos extendió dos bolsas que no abrimos enseguida porque aún manteníamos algo de vergüenza, y mientras le agradecíamos, él nos ofrecía la ducha de su casa en caso que quisiéramos aceptarla (recuerden que teníamos ducha en el comedor del pueblo, así que no era realmente necesario).
Cuando abrimos la bolsa, nos encontramos con 2 botellas de jugo, 3 mangos, una manzana, y una bolsa de pan.
La gloria misma.
Veníamos de comer prácticamente arroz con apenas una muestra de carne, una porción chica para los dos por día, y tomar agua de tanque de la canilla del baño, así que todo eso nos sabía a gloria.
Nos racionamos el pan de manera que nos sobrara uno para la tarde, junto con 2 mangos, y de esa forma evitar la porción de arroz de ese día.
Al poco rato, aparece de nuevo el señor de la camioneta, y nos da una botella con agua congelada para que tengamos algo frío cuando el sol empiece a pegar fuerte al mediodía.
Le hicimos cuanta reverencia se nos ocurrió, saludando con las manos, inclinando la cabeza como en Asia, sonriendo exageradamente, y diciendo «thank you» como un millón de veces.
Ese día, este señor permitió que, de alguna manera, no se nos extinguiera la esperanza. Y te digo una cosa… hizo bien, porque la vida nos tenía preparada una sorpresa más.
El tiempo pasó, y llegó la hora de «almorzar», ahora ubicados bajo el techo de la caseta que nos refugiaba del sol y la lluvia a partir del mediodía. Ambos queríamos aguantar el pan sobrante para lo más tarde que pudiésemos, pero a las 12:30 Wa comió el suyo, y yo comí el mío a las 13:30 más o menos. Ya no había nada más que anhelar ese día, más que el auto que nos sacara de esa situación.
No les miento si les digo que volvió a repetirse un intervalo de 3 horas sin que pasara un solo auto o camión, al punto de que pudimos turnarnos y entre-dormir pequeñas siestas de 15 minutos, recostados sobre las tablas que servían de asientos fuera de la caseta.
Sobre la tarde, un camión se detuvo y nosotros corrimos; el chofer no sólo iba rumbo a Lethem, sino que además, accedió a llevarnos, y casi saltando en una pata, nos calzamos las mochilas al hombro mientras él se registraba en la policía.
Cuando lo vimos volver, nos arrimamos al camión, como con miedo a que se olvidara de nosotros, y con una sonrisa enorme lo esperamos.
Poco nos duró.
El chofer nos dijo que la policía no le permitía llevarnos en la zorra del camión, y en la cabina no había lugar, así que no podría ayudarnos.
Volvimos con nuestras mochilas a cuestas a nuestro lugarcito, y continuamos esperando.
Cuando la tarde estaba ya bastante entrada, y nuestros ánimos iban en decadencia, con una falta de descanso que se hacía notar no sólo en las ojeras sino también en los movimientos pausados y los pies arrastrados, decidimos hablar con el comisario del pueblo; hacía ya 4 días (si contamos la noche que llegamos a Mabura) que nos veían allí, rotando de lugar, corriendo choferes para pedirles un aventón, apenas comiendo una porción pequeña entre los dos, y haciendo dedo en horarios inverosímiles para escapar de allí… ellos habían presenciado nuestro esfuerzo, así que era probable que quisieran ayudarnos.
Nos mandaron a hablar con el comisario jefe del pueblo, el oficial Tucker, quien escuchó nuestras ya casi súplicas y terminó proponiéndonos algo: él personalmente preguntaría a los vehículos que pasaran rumbo a Georgetown si podían llevarnos a la capital para allí sacar dinero y pagar el bus a Lethem, y si lo que pasaba era un bus, le pediría que nos lleve a la capital prometiendo que le pagaríamos allí, cuando pudiésemos sacar dinero del cajero, y desde allí tomaríamos luego otro bus a la frontera.
Básicamente, nos iba a ayudar a cumplir nuestro plan B.
Le agradecimos, y volvimos a nuestro lugarcito de la tarde, a seguir esperando los casi inexistentes autos de ese día.
Los autos de los trabajadores de la maderera seguían pasando y sus choferes nos saludaban como siempre, algunos con miradas de incredulidad, otros con una sonrisa, y alguno hasta con una risa ahogada, porque ya pasar y vernos era como vivir un deja vú todos los días.
La segunda señal de esperanza vino de parte de un muchacho que nos había visto hacer dedo ese día, y cuando nos preguntó si hacía mucho tiempo que esperábamos, no pudo ocultar su sorpresa cuando escuchó «hace ya 3 días, vamos para 4».
Él también estaba buscando que lo llevaran, pero hacia Mahdia, el pueblo que salía hacia el costado de la ruta principal.
En un momento, a primeras horas de la tarde, el chico se acerca corriendo a donde nosotros esperábamos el pasar de algún vehículo, y le hizo señas a Wa para que vaya con él, mientras me proponía a mí que me quedara cuidando las mochilas.
Cuando Wa volvió me explicó lo que había pasado: el muchacho había hablado con el chofer de un camión que había parado unos metros antes de la estación de policía para comer (por eso nosotros aún no lo habíamos interceptado) y cuando el chofer le explicó que él iba hacia un pueblo a pocos kilómetros de Lethem, el chico se acordó de nosotros, y vino corriendo a buscarnos para que hablásemos con el conductor.
La decisión del chofer era inamovible: no quería llevar a nadie porque tenía miedo que lo multaran. Aun así, el muchacho hizo lo imposible por intentar convencerlo, porque le había dado pena saber de nuestra larga espera.
En ese momento no lo sabíamos, pero la vida nos estaba poniendo varias situaciones que nos prepararían para la que estaba por venir… aunque no, la verdad es que nada nos podía preparar para lo que se avecinaba.
Y esta vez, la connotación no es negativa.
El principio del fin de la larga espera
Cuando ya eran alrededor de las 16:30 hs y cumplíamos 16 horas esperando sobre la ruta, vimos aparecer un auto que nos resultaba familiar.
De el, se bajó un señor que definitivamente ya habíamos visto antes, y su acompañante.
La camioneta roja era de un brasilero que 2 días atrás había parado en Mabura para registrarse en la policía, y a quien nosotros habíamos corrido (quizás la única persona a la que corrimos en nuestro primer día haciendo dedo en Mabura) para preguntarle si iba rumbo a la frontera. El señor nos dijo que él era Brasilero pero que no iba en esa dirección, sino que se metía a Mahdia, ese pueblo que quedaba como al costado de Mabura.
Y ahora, 2 días después, el mismo brasilero volvía a aparecer.
Su acompañante fue quien nos vió primero, cuando una vez más íbamos corriendo, con nuestras últimas energías, en dirección a la camioneta. Nos grita «¡Hey! ¿Todavía están acá?» y mientras le explicamos entre sonrisas que todavía estamos intentando irnos de allí, el brasilero volvía de hacer el registro en la policía.
Cuando nos ve, pone la misma cara de sorpresa que su amigo, y nosotros aprovechamos a preguntarle si él iba en dirección a Georgetown, a lo que él, todavía más extrañado que antes, nos responde: «sí, pero… ¿ustedes no iban a Brasil?». Fue entonces cuando nos pusimos a hacerle la versión completa de nuestros días; le explicamos la situación con los buses que pasaron en la madrugada donde el costo estaba muy por encima del dinero que nosotros teníamos así que no pudimos ir con ellos, le contamos sobre la inexistencia de cajeros automáticos que pudieran sacarnos del apuro, y sobre nuestro nuevo plan de ir a Georgetown para sacar dinero y pagar un bus.
Todo esto transcurría en medio de la ruta, ante la mirada de sorpresa del brasilero, su acompañante, y el oficial Tucker que había venido junto con el brasilero mientras intentaba preguntarle si podía llevarnos a Georgetown.
En un momento, luego de nuestra verborragia catárquica (porque así se sintió) el brasilero nos dice que él va a la capital pero no nos puede llevar porque su auto ya está lleno. Con una inclinación de cabeza y una sonrisa, comenzamos a decirle que no pasaba nada, que de todas formas le agradecíamos la preocupación, cuando el brasilero saca un montón de billetes del bolsillo y nos pregunta «¿cuánto necesitan para pagar el bus hacia Lethem?».
Ante ese acto, nosotros reaccionamos como activados por un resorte y empezamos a negar con la cabeza diciéndole «no no, el bus es muy caro, es demasiada la plata que nos falta, no se preocupe» a lo que el brasilero volvió a guardar el montón de billetes, y nos preguntaba cuántos días hacía que esperábamos.
Luego de intercambiar unas pocas palabras más, nos preguntó cuál era el monto exacto que necesitábamos para pagar el bus, a lo que nosotros le respondimos basándonos en el precio oficial del bus más barato, que era 10.000 por persona (U$S 50 c/u), si bien el precio oficial si comprábamos el ticket allí en Mabura, era de 14.000, ya que el ticket de bus que podíamos comprar allí no era el precio de los buses municipales, sino de una empresa privada… pero nuestro plan era viajar en el bus municipal, que era más barato.
El dinero que teníamos era 5.000, así que nos faltaban 15.000 para poder pagar dos tickets de bus (unos U$S 75).
El brasilero sin dudarlo un segundo, contó 3 billetes de 5.000 y alargó el dinero, diciéndonos «vayan a Brasil» mientras acompañaba las palabras con un amistoso golpecito en el hombro.
Wa dudó unos segundos si tomar el dinero o no, pero finalmente accedió sin poder pronunciar palabra, mientras yo me largaba a llorar como una Magdalena, ante la sorpresa de los 4 hombres que me rodeaban, y de mí misma.
Menos mal que Wa reaccionó y pudo arreglárselas para decirle «gracias» unas 2 o 3 veces, porque todos mis intentos se vieron ahogados por las lágrimas.
Simplemente no podía parar de llorar.
Mis lágrimas tenían cierto gusto a alivio, claro que sí, pero más que nada sabían a emoción y agradecimiento, un agradecimiento tan grande y sincero que no me entraba en el pecho y tenía que salir en forma acuosa. Simplemente no podía creer que una persona que no nos conocía ni nosotros a él, nos estaba regalando 75 dólares, únicamente para ayudarnos.
Definitivamente, este acto dejaría huella en mi corazón para toda la vida, y reafirmaría mi seguridad sobre la bondad de las personas, y mis ganas de convertirme yo también en alguien así.
Por si fuera poco, el brasilero comenzó a preguntarnos si habíamos comido, y si bien era cierto que habíamos comido el pan y la fruta que nos había dado el chofer de la camioneta de la maderera, también era cierto que, aunque no hubiésemos comido nada, íbamos a decirle que sí al brasilero, porque no podíamos aceptar un centavo más de él… ¡por favor señor, deje de ser tan bueno que me voy a deshidratar!
El brasilero se despidió rápidamente, sin darnos tiempo a ir a nuestras mochilas para buscar algo que regalarle a modo de agradecimiento. A veces pienso que lo hizo a propósito, para que no tuviésemos oportunidad de agradecerle más y para evitarme la vergüenza de verme llorar sin parar.
Mientras tanto, el oficial Tucker que había observado toda la situación en primera fila, nos dijo que iba a hablar con la chica del comedor para que nos vendiera los tickets del bus, que costaban 14.000, en 10.000, y de esa forma poder pagarlo con los 20.000 que teníamos ahora. Nuestro plan era esperar al bus que pasaba en la madrugada, el municipal, que costaba 10.000 y esperar que alguno tuviera un lugar libre, pero el oficial nos quería ayudar también, así que allá se fue, a negociar el precio del bus privado.
Al rato, volvió a donde nosotros estábamos y nos dijo que ya estaba todo arreglado, y que, además, nos quería invitar una comida a cada uno, que eligiéramos si preferíamos comer ahora o más tarde.
No podíamos creer cómo se había dado vuelta la situación; nuestro día se había convertido en una buena película, con un giro de tuerca de 180º.
Nuestro día terminó en el comedor de Mabura, donde ya aliviados nos dimos un baño y nos quedamos sentados a una mesa, dibujando cosas relacionadas a la larga espera de Mabura.
A la noche se prendían las luces de colores y la música sonaba muy fuerte, y nos encontramos tomando con el oficial jefe del pueblo que nos invitaba botellas de malta (porque no nos gusta la cerveza), quien al finalizar su turno se transformaba en otra persona, cambiando su expresión seria y adusta para convertirse en alguien súper risueño, mostrándonos a su hijito pequeño, preguntando detalles de nuestro viaje, y riéndose con los demás concurrentes del bar (que eran todos hombres, menos la chica que atendía el lugar).
A él sí pudimos agradecerle con un dibujito que le hicimos, y una dedicatoria, pero de eso no tenemos foto.
¡ADIÓS MABURA! ¡HOLA OTRA VEZ BRASIL!
Unas horas más tarde, a la 01:00 a.m. pasaba el bus que nos llevaría a Lethem. No tuvimos una vista de película, mirando por el vidrio de atrás y viendo como Mabura se iba quedando chiquito, pero no la necesitábamos… ¡nos íbamos de allí al fin!
El camino no fue fácil; nuestras esperanzas de dormir se esfumaron los primeros 5 minutos de viaje a toda cumbia, mientras nosotros, 2 cubanos, 3 venezolanos, 5 haitianos y un chofer hindú que hablaba español, acompañado de su hijo, saltábamos con cada pozo del camino, y de vez en cuando nos bajábamos a enterrarnos unos 20 cms en el barro y empujar el bus para poder continuar. Además, estuvimos parados en más de una oportunidad, durante algunas horas, porque el motor de la camioneta se llenó de barro.
Catorce horas demoró el viaje que nos dejó en Lethem, desde donde caminamos varios kilómetros para llegar a la oficina de migraciones de Guyana, y otros más hasta la de Brasil, donde finalmente, y luego de haber sido convidados con café por un empleado de la oficina, llegamos a un punto en la ruta para hacer dedo rumbo a Boa Vista, la ciudad donde nos esperaban nuestros amigos.
Ya era tarde, y el sol comenzaba a caer, pero no queríamos dejar de intentarlo.
El pueblo más próximo estaba a unos 6 kilómetros, pero no tenía cajero, así que continuábamos sin dinero y sin comida… la única forma era llegando a Boa Vista, ya que, si pasábamos la noche acampando allí en la ruta, no íbamos a poder comprar comida, y hacía ya más de 24 horas que no probábamos bocado, además de las 43 horas que llevábamos sin dormir.
Nuestro cuerpo funcionaba en piloto automático.
Hacía rato habíamos pasado esa etapa del cansancio en donde uno no puede casi moverse, y habíamos entrado en ese momento donde el cuerpo hace como que aquí no pasó nada y funciona sin cuestionarse qué carancho estamos haciendo que no le dejamos reponer energía. Sólo funciona y ya.
Un taxi nos adelantó gratis los 6 kms que nos dejaban en la entrada del pueblo más próximo, y desde allí, bajo una farola que a veces se apagaba, hicimos dedo en plena noche, cosa no recomendable por ser prácticamente inservible. Aun así, teníamos tantas ganas de comer algo y dormir en un lugar cómodo como lo era la casa de nuestros amigos, que insistimos con el pulgar sobre la ruta.
Cuando decidimos que el próximo auto sería el último, y lo vimos alejarse en dirección a nuestro destino, nos calzamos las mochilas y comenzamos a caminar rumbo al pueblo cercano para buscar donde armar la carpa… hasta que vimos que el auto frenaba y comenzaba a dar la vuelta.
Las puertas negras se abrieron, y 2 mujeres nos invitaron a entrar.
Una hora después, llegábamos a Boa Vista, y luego de 31 horas sin comer y 46 sin dormir, caímos fundidos con la panza llena y, como ya tantas veces lo dije, el corazón contento.
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