Después del cabo viene la flor ¿no?.
No, después de Los Cabos lo que venía era La Paz, una ciudad más señora porque resulta que es la capital del estado de Baja California Sur, así que la pobre corría con la responsabilidad de llenar las expectativas que se tuvieran de ella.
Ruta uno hacia la capital
En un bus local salimos de la urbe, y nos quedamos en “Santa Anita”, admirando el paisaje minado de cactus, los eternos vigilantes del desierto, mientras hacíamos dedo.
La ruta 1 es la principal, la que une todo Baja California desde Los Cabos hasta Tijuana, y aunque se bifurca en algunas partes llegando igualmente a La Paz, nosotros la elegimos a ella.
Un auto se detuvo, y un muchacho de rastas salió del interior.
-Si nos les molesta, les hago un lugar aquí detrás –dijo mientras acomodaba las herramientas y bolsas que llevaba en la caja de la camioneta.
No conforme con su amabilidad, nos dijo que entre esas bolsas había manzanas y naranjas, y previendo nuestra timidez, el mismo se sirve 2 de cada una y nos las regala.
Claro, así como las agarramos las tuvimos que guardar porque yendo en la caja de la camioneta por rutas secas, donde el viento no solo golpea sino que te va dejando una capa de naturaleza encima, la tarea de comer se volvía cuando menos complicada.
En el camino atravesamos el Trópico de Cáncer, el cual tiene una especie de monumento sobre la ruta… monumento al que no pudimos atinar a sacarle foto ni nada porque bueno, no lo veíamos venir la verdad.
El muchacho iba precisamente hasta La Paz, pero antes pasaría por un pueblito costero donde estaba construyendo su futura casa, alejado del movimiento de la capital, donde vive a día de hoy. Tenía que dejar los materiales de construcción allí y conversar un poco con un par de chicos que asumimos oficiarían de obreros.
-¿Me quieren esperar o prefieren seguir pidiendo ‘raite’ (una deformación de Ride)?
No teníamos apuro, el muchacho nos había caído muy bien, así que ahí nos quedamos, comiendo -ahora sí- las manzanas y naranjas.
El resto del trayecto lo realizamos dentro del auto, conversando. El chico nos contó varias cosas interesantes sobre La Paz, de las cuales buscaríamos información luego; cosas como la existencia de una isla recientemente bautizada Jacques Cousteau, en honor al reconocido biólogo francés, o la graciosa castellanización de lo que hoy es conocido como el Puerto Coromuel, y la existencia de la playa Pichilingue.
En ése momento no lo sabíamos, pero los piratas habían vuelto a enterrar su cuchara en tierras mejicanas, incluso en la colita del país.
De algo que también nos habló nuestro compañero de viaje, fue sobre los atardeceres desde la capital, y llegar a la ciudad sobre las 19 hs, significó corroborar sus palabras.
Un atardecer rojizo nos recibió en La Paz, donde pasaríamos 5 días aprendiendo a hacer café turco con una rusa que decía “no mames” más que un mexicano promedio.
Tomando café turco con una rusa mexicanizada y jugando al Play
Nuestra base por unos días fue la sala de entretenimiento de una casa enorme, de esas que se ven en las películas, con piscina grande, piscina chica (onda yacuzzi), televisión de mil pulgadas, consolas, mesa de pool, etc.
Mientras el dueño vivía dentro, otra chica habitaba el lugar, en una casa rodante estacionada en el patio. La chica era rusa, pero vivía en México hace años, así que su español no sólo era muy bueno sino que además tenía ya absorbidas todas las expresiones mexicanas; era extraño pero sumamente gracioso y tierno, oírla decir “no mames wey” más veces que al mismo dueño de la casa.
Ella nos enseñó a preparar lo que a día de hoy se convirtió en mi café favorito (o al menos, en la técnica favorita) pero para la cual uno necesita tener un cacharrito muy simpático, un buen café y una máquina que permita molerlo a punto polvillo.
Sí, estoy hablando del café turco.
Para Wa no fue la octava maravilla porque no le gusta cuando al café le quedan “cositas” (partículas de café por ahí, o en el fondo de la taza) pero para mí fue la gloria misma. Incluso tomar un poco de esa cremita polvorienta pero redundantemente cremosa que quedaba al fondo me parecía divino (aunque entiendo que eso no debe tomarse nada, pero yo era feliz).
A esa felicidad, sumémosle que teníamos permitido jugar en la PlayStation que estaba conectada a la tele de mil pulgadas, con sistema de sonido surround, y que además, uno de los juegos que estaban instalados era uno que hacía tiempo queríamos probar (“The Last of us”).
Fue inevitable pasar unos días en “modo tranquilidad”, tomando café turco, con una chica rusa, jugando a un juego de zombies y apocalipsis mientras afuera el clima comenzaba a sentirse más fresco, y otro tipo de “apocalipsis” se avecinaba, quizás no con el Virus-T como protagonista pero virus al fin.
También cocinamos algunas cosas para compartir con nuestros anfitriones, entre ellas los ya clásicos alfajores de maicena, y comprobamos una vez más que por mucho que sean súper dulces para el paladar de la mayoría del mundo, siguen siendo un éxito rotundo.
Creo que fueron los días más acogedores que tuvimos en mucho tiempo, desde Chile probablemente (el clima ayudaba mucho a la situación).
Además, esos días me sirvieron muchísimo, ya que si vienen leyendo nuestros post anteriores sabrán que yo estaba con una gripe molesta que me me absorbía la energía (cosa que tuve que ignorar porque igual, salimos a la ruta a hacer dedo).
De más está decir que, tomando en cuenta el clima y mi estado de salud ninguno se metió en la piscina, pero yo me di el lujo de jugar una partida de pool contra mí misma.
Por si no lo habían adivinado, les cuento que gané.
Otra vez piratas
Si creíamos que Campeche sería la única ciudad donde los piratas hicieron de las suyas en México, La Paz nos mostró lo contrario, porque según cuentan, debajo de sus tierras y de sus aguas se esconden tesoros que nunca llegaron a descubrirse.
Las historias de piratas en La Paz se ven en detalles que al principio pueden pasar desapercibidos.
El puerto pichilingue puede ser simplemente un lugar con un nombre muy gracioso, y la Playa de Coromuel puede estar dada por algún animal conocido de esa manera.
Pero la verdad es que ambas son partes importantes de la ciudad, y están relacionadas a los piratas que surcaron los mares que acarician las costas de Baja California.
El puerto de Pichilingüe este nombre porque esa es la palabra con la que se conocía a los piratas, años atrás. No sabemos por qué, pero era común que la gente de la zona llamara “pichilingue” a los muchos filibusteros y corsarios, que utilizaban tierras baja californianas como una zona de pasaje en sus saqueos de seda (en Asia) o incluso como objetivo para llevar metales preciosos, perlas, y demás cosas de valor hacia el nuevo continente. También la utilizaban para descansar en el camino y para enterrar parte de sus tesoros, con la intención de pasar por ellos en otra oportunidad.
En cuanto a la playa Coromuel, la cosa se pone más espiritual y hasta con un toque humorístico.
Coromuel era la castellanización del nombre inglés “Cromwell”, apellido por el cual era conocido uno de los piratas más famosos de la época, marcando una antigua leyenda urbana.
Se dice que sobre las 16 hs, justo cuando en la playa comenzaba a sentirse una brisa fresca del Norte, eran varias las veces que los pobladores vieron un barco en la lejanía que anclaba en la ensenada. Nunca veían bajarse a nadie del barco, pero desde lejos, algunos pudieron llegar a ver, en más de una oportunidad, al conocido pirata Cromwell con ojo avizor, buscando cuevas donde esconder su tesoro.
De ahí que cuando esto sucedía, la gente comenzaba a decir “ahí viene el Coromuel”, quedando este nombre no solamente castellanizado, sino además inmortalizado cada vez que alguien quiere referirse a esta playa, y donde a día de hoy se puede sentir la brisa fresca de las 16 hs, donde a veces, alguien ve un barco aparecer y esfumarse en la niebla de la lejanía.
Las estatuas de La Paz
No pudimos ver al Coromuel, pero sería imposible caminar por la rambla de La Paz sin ver las estatuas que la adornan.
Aunque distintas, todas tienen un punto en común: su temática es siempre el mar. Al menos a simple vista.
En total son 16, aunque una de las más famosas conocida como el ancla ya no se encontraba allí cuando fuimos (según dicen, la robaron en más de una oportunidad, por lo que ya nadie se esfuerza en volver a colocar otra).
Fue en 2007 cuando estas obras de arte comenzaron a lucirse sobre la vereda por la cual hoy se ve gente haciendo ejercicio, ciclistas rodando, turistas que uno puede adivinar con solo verlos que no están de visita sino que viven allí, y ningún perro callejero.
De hecho, casi no vimos perros callejeros en toda Baja California Sur.
Aunque todas las estatuas son admirables y tienen significados que van más allá de lo que uno ve a simple vista, las que más nos gustaron a nosotros fueron las siguientes:
*Paraíso del Mar: ese es el nombre por la que se conoce a la sirena que nada detrás de un pequeño delfín. Verla es desear tener una buena cámara de fotos para retratarla con el mar de fondo. Nosotros hicimos lo que pudimos.
*El viejo y el Mar: esta estatua jugó con mis sentimientos, y acá tengo que hablar exclusivamente en primera persona. Apenas la vi, me llamó la atención por la extraña mezcla de niñez con senectud que mezclaba… mezcla que bien sabemos todos aquellos que tuvimos contacto con personas ancianas, que al final de cuentas no es tan extraña.
Ver un viejito mirando el mar me hizo pensar instantáneamente en un libro que leí años atrás. El mismo es del autor Ernest Hemmingway, y se titula “El viejo y el mar”. Pero no, no podía ser. Allá no había ningún pez, ningún bote (porque obviamente, el personaje principal de la novela no se fue a pescar en un botecito de papel).
Grande fue mi sorpresa cuando al acercarme, leo en la placa “El viejo y el mar”.
En efecto, esta obra busca remover varias cositas dentro de quien lo aprecia con los ojos del corazón. Por un lado, yo estoy convencida que hace notar esa niñez que vive dentro de cada persona mayor que existe. Por otro, busca generar empatía con aquellas personas que leímos la obra de Hemmingway, y por último, siendo éste punto que aquellos lectores podemos identificar más fácilmente, ésta estatua representa la fuerza de voluntad y perseverancia de una persona por cumplir sus objetivos. Esa fuerza que nos mueve y no permite que nos rindamos. Ese eterno mirar al mar, con ganas de tirarnos en el, aunque solo tengamos un barquito de papel, sabiendo que podremos con eso… con eso y mucho más.
Sin lugar a dudas, mi estatua favorita de todas las que adornan la costa de La Paz.
*La Perla: por último, mencionaremos la estatua que inmortaliza una ostra (o “concha” pero en nuestras tierras del cono sur eso puede sonar muy mal) dentro de la cual se ve una perla representada con espejo.
La Paz es una zona donde, aún a día de hoy, se cultivan perlas (de forma asistida). Cada una puede demorar entre 2 y 3 años en formarse, y se dice que fueron parte de los muchos botines escondidos por los piratas en tierras de Baja California.
MOCHILEROS INFILTRADOS EN LA ALTA ALCURNIA NORTEAMERICANA
Para salir de La Paz, necesitamos de varios autos que nos fueron ayudando a avanzar.
Primero, un señor que a veces trabajaba como Uber nos sacó de la mole ciudadana para dejarnos hacia las afueras, en una zona conocida como “Centenario”, donde lo único que había era un parador con una ardilla pintada en la pared (parador que nada previsiblemente se llamaba “La ardilla”).
Unos veinte minutos más tarde, un auto de policía se detiene ante la fuerza de nuestros pulgares, y nos lleva a una caseta en la ruta, que es hacia donde ellos iban.
Los policías alegaban que al ser ese un punto de control donde la calle tenía varios “despertadores” (estas rugosidades para obligar a los vehículos a disminuir la velocidad) la tarea de conseguir que alguien nos lleve se haría más fácil.
La suposición de los uniformados era opuesta a la que hemos atestiguado la gran mayoría de las veces, donde los controles policiales en vez de ayudarnos, nos juegan en contra. No sabemos si es porque la gente no quiere subir desconocidos a su auto por creer que la policía los puede amonestar por ello, o si creen que si estamos cerca de la policía “algo habremos hecho”.
Desde mi punto de vista, debería ser al revés, si estamos ahí es porque no tenemos nada que ocultar, pero bueno, los hechos hablan por si mismos.
Alrededor de 40 minutos fue lo que costó que una de estas camionetas grandes tipo Van, frenara y nos abriera la puerta. Una pareja nos preguntó en inglés si no nos molestaban los perros. Cuando subimos a su camioneta entendimos: dos perritos chicos nos daban la bienvenida subiéndose a nuestras faldas.
La pareja rondaba los 60 años y eran de origen canadiense. Estaban de vacaciones en Baja California, y tenían planeado acampar en una playa ubicada a sólo 34 kms de Loreto, lugar donde nos dejarían.
Los casi 300 kms de recorrido que pasamos con ellos fueron muy amenos, con una parada en el supermercado donde compramos pan y fiambre para almorzar refuerzos (sándwiches).
El canadiense, que había comprado unos filetes de vaca para asar en algún momento con su esposa, sólo asociaba la zona Sur de Sudamérica a una cosa: las parrillas. Cuando hablaba de asar, le brillaban más celestes los ojos.
Cuando la entrada de tierra que los llevaría a la playa apareció en la ruta, nos bajamos, justo en la entrada de un pequeño supermercado rutero bastante surtido.
Ya no faltaba mucho para el anochecer, y allí estábamos nosotros, rodeados de cactus, esperando el último vehículo que nos llevara a destino. Son estos los momentos donde uno no sabe dónde ni cómo va a terminar, esos momentos donde se está demasiado cerca como para rendirse, pero demasiado lejos como para caminar.
El sonido de unos gallos haciendo “gló gló” nos distrajo.
Sonaban enojados.
Siguiendo el sonido, vemos a lo lejos, en el patio de una casa, a dos hombres.
Cada uno sostenía un gallo, y los hacían chocar entre sí, pico con pico, de manera que hacían ver la escena como un excéntrico brindis donde en lugar de copas se usaban gallos.
-¿Qué hacen? ¿Chin chin?
Luego de 2 o 3 “brindis”, los hombres tiraban a los gallos al piso, los cuales instantáneamente se tiraban uno sobre el otro en una encarnizada batalla campal.
Sí, estábamos siendo testigos de un entrenamiento de gallos de riña.
La escena del brindis de gallos y la trifulca se repitió unas 3 o 4 veces, y nos debatíamos entre lo extraño y llamativo que era ver a dos personas haciendo chocar las caras de dos gallos, y lo trágico de hacerlos pelear. Sabíamos que el final no sería agradable para esos animales, víctimas de la codicia humana.
En esta lucha interna estábamos cuando un auto se detuvo.
Una pareja con características físicas similares a las de los canadienses, pero unos 25 años más jóvenes, nos invitaron a subir al coche. La chica, alta y rubia, nos ayudó a subir las mochilas al maletero.
Eran de Estados Unidos. A el le gustaba intercalar alguna palabra en español, y de esta forma, nosotros hablábamos en inglés y el en un español mezclado. Ella se reía.
Iban a Loreto, y luego de una charla de apenas 5 minutos, cuando se enteraron que pensábamos seguir subiendo hacia Alaska, no dudaron en invitarnos a su hogar en Seattle.
Seguimos impresionados por la facilidad que los estadounidenses tienen para invitar desconocidos a su hogar, y todavía no podemos comprobar si es por educación o si es real, pero por lo pronto, intercambiamos contactos con la promesa de visitarlos a futuro.
En el camino, pasamos una zona que parecía sacada de la estantería de una juguetería, como esos kit de Barbie donde te viene la piscina, la casita, los puentecitos, etc. (Me encanta que siempre pongo el ejemplo de las casitas de Barbie como si yo conociera mucho este tipo de juguetes (siempre fui más del arco y flecha). En fin, prosigamos.)
Se trataba evidentemente de un barrio residencial, con amplias canchas de golf que hacía ver todo más plástico aún, esos barrios a los cuales para pertenecer hay que ser de algún tipo de aristocracia muy elevada, de esas que casi dan hasta miedo.
Con decir que hasta ellos, que viven en Estados Unidos (lugar donde los barrios que parecen sacados de una maqueta son el pan nuestro de cada día) también se sorprendieron creo que dejamos una clara idea de cómo se veía ese lugar.
Nos quedamos en un banquito cercano a la rambla de Loreto, donde comenzaríamos a conocer la ciudad.
La presencia de los “camper”, esas especie de casitas hechas auto estaban por todas partes. Y no te preocupes si no podés comprarte una, parece que podes conseguir un mini camper y enchufarlo como puedas arriba de tu camioneta.
Allí coincidimos con Erik (alias Jam Black) que se dedicaba a la música a tiempo completo. Hacía pocos años había decidido perseguir sus sueños, viviendo por y para la música. Esa misma noche tenía que tocar la guitarra en un restaurante, y nos invitó a acompañarlo. Pero tenía que ser ya.
El chico se había mudado hacía menos de 1 día, y nos dejó su antiguo apartamento para que nos quedásemos por unas 3 noches, mientras él se acomodaba en su nuevo hogar, así que rápidamente dejamos las mochilas allí y transpirados y zaparrastrosos, después de haber estado todo el día bajo el sol polvoriento de la ruta, nos subimos a su auto y allá fuimos, rumbo al restaurante.
El auto tomó la dirección por la que nosotros habíamos estado unos minutos antes, pero en sentido opuesto, saliendo de la ciudad.
Vimos el barrio residencial, los ‘puentecitos’, y de repente, el auto dobla en dirección a la cancha de golf de Barbie. Cuando además de atravesar el arco de cemento cautelosamente vigilado, se detiene frente a una casona con jardín de adoquines, entendimos que no veníamos vestidos para la ocasión.
Y sí, no te voy a mentir, nos encantó el contraste.
Allá estábamos nosotros, sentados a las patas de una mesa mejor vestida que nosotros, Wa con sus agujeros en la remera, yo con mi flequillo pegado a la frente por la transpiración del día, dándole las gracias al mozo que nos ofrecía un menú en inglés.
Los comensales llegaban siempre en parejas.
Todos eran estadounidenses o canadienses, y rondaban los 60 años. Ellos llegaban con sus pantalones de vestir y camisas color coral, y ellas embutidas en vestidos blancos, o floreados, con sandalias y sombreros de paja y cinta negra.
Parecía que todos se conocieran, entre ellos y con los mozos.
Los precios del menú nos asustaron, así que mientras el muchacho músico aprontaba su guitarra, cuando el mozo dio su paseo número 5 cerca de nuestra mesa, no pudimos evitarlo más y tuvimos que pedir algo: una taza de café que el guitarrista nos había encargado, y una lata de Coca Cola para nosotros. O sea, una lata para los dos. El mozo nos preguntó primero en inglés, y luego en español, si efectivamente queríamos una para los dos, a lo que sin ninguna vergüenza, asentimos firmemente.
No creo exagerar si digo que fue la lata de Coca Cola que más demoró en ser bebida, en toda nuestra vida.
Una hora.
Cada cual tenía un vaso con hielo, así que servíamos un chorrito de Coca Cola en cada vaso, y dejábamos que el hielo se derritiera para hacerla durar más.
Mientras tanto, los platos desfilaban en todas direcciones a nuestro alrededor para los demás comensales, de quienes a veces sentíamos sus miradas extrañadas sobre nosotros, aunque no sentimos malicia alguna en ellas.
Cuando el guitarrista había tocado ya alrededor de 45 minutos, se detuvo por unos 15 más, así que aprovechamos a pedir una pizza para los 3, también sugerido por él. Los costos eran elevados, pero el sabor excelente.
Luego de haber disfrutado la magia que nuestro amigo podía hacer con su guitarra, y habiendo ya visto a los mozos con pelucas de colores cantando el “Happy birthday to you” en una mesa, ayudamos a guardar los aparatos electrónicos en el maletero, bajo una garuba que lentamente se iba convirtiendo en lluvia, cosa rara en Baja California pero no tanto si sabemos que uno de nuestros poderes ocultos es el de invocar a la lluvia incluso en zonas donde casi nunca llueve.
Volvímos a Loreto, con la sensación de habernos infiltrado en círculos que unas horas atrás se sentían inalcanzables.
LORETO
Loreto resultó ser una ciudad chiquita, así que no era sorpresa que el centro fuese igualmente pequeñito.
La mayoría de las personas parecían ser turistas, y luego de haberle dado vueltas al centro unas 3 veces, nos sentamos en un banquito a ver la gente pasar (suena aburrido, hasta que se intenta).
De repente, alguien nos saluda en inglés: “Hey hi! How are you?”.
La pareja de Seattle que nos había llevado a Loreto el día anterior sonreía frente a nosotros.
Habiendo intercambiado primeras impresiones de la ciudad, y deseándonos buen viaje, ellos siguieron caminando, y nosotros observando.
Y así observando, lo que más saltaba a la vista es quizás tan anodino que raya la estupidez mencionarlo, pero ésta humilde servidora no teme al ridículo así que allá vamos: el centro de Loreto es muy anaranjado.
Ahí va, dicho está.
Esta impresión nos la dio la pintura de algunas casonas grandes, que no es que todas fueran de este color, pero con lo chiquito que era el centro y lo grande que eran algunas de estas casas antiguas, con haber 2 o 3 de este color ya se sentía que todo tenía el mismo matiz.
A esto le sumamos el piso que mezclaba anaranjado con blanco, la madera rojiza de algunas casas, y las tejas de otras. Todo parecía tener tono cálido.
Los sombreros de paja se apilaban en las tiendas ambulantes de artesanías, y otros tantos pasaban en movimiento al lado nuestro, sobre las cabezas de sus dueños.
La escena más tierna de todo Baja California la protagonizaron 3 chiquitines que vimos en Loreto.
Una niña andaba de acá para allá en una patineta eléctrica mientras otros dos, una rubita y un morenito -que se parecía a Mowgli- jugaban a esperarla, agarraditos del brazo, y cuando la chica de la patineta estaba cerca, ellos salían corriendo gritando para evitar “ser arrollados”. Los tres se reían.
Los colores cambiaron drásticamente cuando atravesamos un arco en cemento a través del cual se veía el mar, donde los tonos fríos comenzaron a luchar contra los cálidos, y pronto el azul ganó la batalla.
Las palmeras separaban los carriles de autos. ¿Qué autos? Allá no pasaba un alma. Parecía como si la poca gente que se veía en la peatonal anaranjada no pudiera atravesar el arco de piedra, como si alguna fuerza invisible los obligaba a quedarse al otro lado, en la zona donde se vendían artesanías y había olor a comida.
Los botes encallados en el puente tenían nombres, siendo “El Pájaro” y “El Pajarito” los que me llevaron a imaginar cosas relacionadas a un árbol genealógico ajeno que nunca comprobé.
Algunos carteles en Loreto se vanagloriaban de ser un estado libre de Coronavirus, y a día de hoy, 2 meses después y siendo el tercer estado con mayor riesgo en el país, me da un poco de nostalgia ver la foto que en su momento sacamos para tranquilizar a todos los que estaban asustados por nosotros.
Playas y pueblos hippies perdidos en las cercanías
Junto con el chico guitarrista y su mascota fueron varias las playas que visitamos en los alrededores de Loreto.
¿Y adivinen qué?
¿Recuerdan que mencionamos, en el post anterior sobre Loca Cabos, que Baja California es una zona donde casi no llueve? ¿Y recuerdan que mientras estuvimos en San José del Cabo, lloviznó un día? ¿Y que apenas llegamos a Loreto también llovió, ante la extrañeza de la gente?
Pues bien, nuestros poderes chamánicos continuaron, porque estando en Loreto volvimos a invocar (involuntariamente) a la lluvia, esta vez torrencial, la cual nos impidió subir una colina que nos llevaría a un pueblo que queríamos visitar. Íbamos en un auto sin limpiaparabrisas, y el peligro de conducir en colina arriba, bajo una lluvia violenta donde la ruta era angosta aumentaba mucho los riesgos. Fue entonces que cambiamos el rumbo y conocimos otros lugares que de belleza no escatimaban tampoco (y donde no llovía).
Nos metimos por pueblos a los cuales se llegaba siguiendo apenas una huella de vehículos dejada sobre la tierra. Intentamos buscar un lugar donde comer pero las pocas casas que habían eran en su mayoría campers, motorhomes, y casas rodantes de todo tipo.
Algunas más lujosas y completas que muchas casas estándar, todo hay que decirlo.
Una de esas noches, nos sorprendió la luna conversando sentados sobre los troncos, con el arrullo del agua a nuestras espaldas.
Podría cortar la poesía diciendo que después, en la oscuridad, casi no encontramos el camino de vuelta, pero mejor dejémosla por acá antes de embarrarla demasiado.
INVASIÓN DE URUGUAYOS EN BAJA CALIFORNIA SUR
Siendo que somos 3 millones, suena raro hablar de una invasión de uruguayos, sobre todo en un país con casi 127 millones de personas como lo es México.
Así que cuando decimos “invasión de uruguayos” nos referimos a que sentimos la presencia de unos… 4 o 5 uruguayos en México. Lo que pasa es que se da la casualidad que esos 4 o 5 están todos en Baja California Sur.
Primero, estando en San José del Cabo una chica que se enteró de nuestro viaje nos contactó por internet para vernos en Cabo San Lucas, cosa que no pudimos concretar porque apenas fuimos allí por un ratito, y en “horario laboral” para la mayoría de la gente.
En La Paz, encontramos un lugar llamado “Estancia Uruguaya”, donde vendían comida de allá. No entramos porque parecía de esos lugares que te cobran por poner un pie dentro (aunque sea un pie uruguayo).
A su vez en La Paz, alguien nos contó que había tenido un novio uruguayo que vivía allí. La cosa no funcionó muy bien así que no indagamos en el asunto.
En Loreto mientras descansábamos un rato sentados en un cantero, empezamos a sentir un aroma conocido. Wa dijo “este olor me hace acordar a la pizza uruguaya… es igual”.
Cuando levantamos la vista, nos damos cuenta que en la acera de en frente, un lugar llamado “Mezza Luna” tenía el slogan “un pedacito de Uruguay en Loreto”.
No sabemos cual es el motivo de este increíble cúmulo de compatriotas en esta zona, pero definitivamente, y tomando en cuenta los números, podemos decir que Baja California Sur está “llena” de uruguayos.
EL LARGO CAMINO HACIA GUERRERO NEGRO
En principio, esa era la idea, llegar a Guerrero Negro.
Bueno no, en realidad tampoco era eso. Queríamos llegar a El Socorrito, un pueblo chiquitito un poco más arriba de Guerrero Negro, tan chiquito que su nombre en diminutivo es simplemente una extensión de “El Socorro”, otro micropueblo, pero no tan micro como su hermano menor.
Habíamos recibido la invitación de otra viajera que nos esperaba con su familia allí, y nos encantó la propuesta porque eso significaba no solo conocer un pueblo perdido en el mapa como tanto nos gustan, sino que además significaba convivir con una familia de allí por algunos días, lo que lo convertía en una experiencia más amena y enriquecedora, y hacía que ese pequeño lugar creciera hasta hacerse grandote, allá, muy adentro.
Sabíamos que la distancia era larga, así que no manteníamos las esperanzas muy altas pero confiábamos en la presencia de estaciones de servicio donde pasar la noche, llegado el caso.
Teníamos al menos 12 horas antes que la noche cayera, pero no podíamos dejarnos engañar, el camino era largo, y no sabíamos qué tan demoradas serían las esperas.
El auto que frenó no se hizo desear por demasiado tiempo.
Parecía un vehículo viejo, algo destartalado, con un amplio asiento delantero, así que el señor de bigote nos hizo lugar junto a él.
Con la simpatía a la que nos tienen acostumbrados los mexicanos, conversamos por más de una hora hasta que el señor nos preguntó si no nos molestaba que parase a desayunar.
Con esta educación rayando lo asiático, casi pidiéndonos permiso, bajamos al parador que aparecía escondido bajo mil plantas, al costado de la ruta.
El lugar tenía esa linda mezcla que aumentaba los puntos que ya le daba de antemano ser un parador solitario en la ruta: rústico, rodeado de naturaleza con ese toque, visual y aromático, de cocina de la abuela.
Como no queríamos gastar mucho pero tampoco queríamos que el señor se sintiera incómodo, nos pedimos 2 quesadillas de machaca y 2 café.
Machaca es carne seca, esa que habíamos probado en Campeche y nos había gustado mucho, pero siendo tan cara como es, nunca nos habíamos atrevido a comprar.
El café podía acompañarse del tan omnipresente “producto lácteo” tan común en México, una mezcla con cierto porcentaje de leche (que varía desde el 50% al 75%) utilizada para abaratar costos, o de el mágico polvito blanco que venimos viendo de forma regular desde El Salvador, la crema para café pero en formato polvo, y del cual me declaro fan.
Cuando llegó el momento de pagar, el señor se nos adelantó. No quería que pagásemos, éramos sus invitados.
El viaje continuó.
Atravesamos paisajes que perfectamente podían estar en un cartel de esos que permanecen pegados contra el vidrio de alguna agencia de viajes, y el sol las va decolorando, dándole un toque más místico, pero bajando considerablemente la reputación de la empresa.
Playas de agua azul verdosa, con las orillas plagadas de campers (van) ese vehículo en el que tanto aman veranear los estadounidenses, al menos los de este lado del continente, debido a la cercanía con su país, asumimos.
Éste señor que nos conducía estaba acostumbrado a ver esto cada semana, no deja de hacernos pensar en todos esos contrastes que quedan en evidencia viajando. Pensar que nosotros tenemos la rambla más larga del mundo y se nos hace tan común… tanto que ya no se siente especial visitarla, mientras que otras personas amarían tener una rambla.
Lo anhelado es tan cambiante que hasta puede parecernos insulso a veces, prejuzgando los sueños ajenos, o tachándolos de conformistas. Es tan fácil ver estos contrastes cuando uno está de viaje, que es imposible no aprender a valorar lo que se tiene, en el momento que se lo tiene.
Y aunque en ese momento solo pensábamos en lo bello que era todo, mientras intentábamos guardar una buena foto de aquellas costas, el cambio brusco en el paisaje nos zarandeó.
Entre el desierto, aparecieron palmeras, vegetación exuberante, y una fuente de agua natural.
¿Y esto? ¿Un oasis? ¿Un espejismo?
No, ya habíamos visto un espejismo en el Norte de Argentina, y esto era diferente. Era real.
Tan real, que tenía nombre: Mulegé.
En efecto, en la desembocadura del Río Mulegé se forma un oasis y un estero, con árboles de frutas tropicales y datileras, un paraíso tropical en medio del desierto, un oasis que no era un espejismo, pero tenía todas las características de los que toda la vida vimos en los dibujos animados.
Una vez más nos daban ganas de bajarnos ahí mismo, pero tampoco podíamos desaprovechar la oportunidad de ir hasta Santa Rosalía, y conocer no sólo el pueblo sino a la familia de este señor que tan amablemente nos había invitado. ¿Qué de qué estoy hablando? Ya llego a eso.
El señor que nos estaba llevando nos contó que se dirigía a Guerrero Negro porque tenía que ir a trabajar allí, pero que primero pasaría unas horas por su casa, ubicada en Santa Rosalía, y que si queríamos podíamos esperarlo allí en su casa para luego seguir camino con él.
¿Santa Rosalía dijo?
¿Santa Rosalía? ¿El pueblo que tanta gente en Baja California nos recomendó porque, según dicen, es hermoso?
¿El pueblo que creíamos no podríamos visitar porque teníamos que llegar lo más lejos posible porque eran muchos los kilómetros que nos separaban de El Socorrito, y si nos subíamos a un auto que fuera bien lejos no podíamos dejar pasar la oportunidad?
¿Esa Santa Rosalía?
El camino siempre marca la hoja de ruta y los tiempos.