Guyana fue de esos países que no sabíamos qué esperar, y terminó sorprendiéndonos, siendo hasta ahora de los más memorables.
Pero empecemos por el principio.
LETHEM Y NUESTROS PRIMEROS PASOS EN GUYANA
Nuestra entrada al país fue a través de Lethem, directamente desde Boa Vista.
Lethem resultó ser una ciudad comercial, y como tal, sin grandes atractivos paisajísticos ni arquitectónicos.
La gente de Brasil puede permanecer en Lethem sin marcar el pasaporte, y es por eso que se observa mucha gente de la zona comprando en las tiendas chinas que copan el pueblo.
Nosotros en cambio sí lo marcamos ya que vamos a ir más allá. De hecho, la oficina de migraciones fue el primer cambio grande que sentimos… sobre todo cuando escuchamos la pregunta «do you have yellow fiver vaccine?» («¿Tienen la vacuna contra la fiebre amarilla?»).
No sólo era la primera vez que nos pedían este papel, sino que, además, lo estaban haciendo en inglés… y no porque creyeran que nosotros hablásemos inglés, sino porque ELLOS hablan inglés.
La entrada a Guyana con pasaporte europeo es muy sencilla, simplemente nos sellaron el pasaporte luego de preguntarnos cuántos días nos quedaríamos y en qué lugar, chequearon la vacuna contra la fiebre amarilla, y ya está; nadie nos revisó la mochila ni nada. Todo muy rápido y con trato amable, característica que pronto veríamos, es típica en cualquier persona de este país.
En esta ciudad intentamos sacar dinero de un cajero pero éste se resistió, así que cambiamos los pocos reales que teníamos a dólares Guyanenses en una de las tiendas (chinas) que visitamos, lo cual resultó ser apenas… unos U$S 5. De eso, gastamos unos dos dólares en dos paquetes de galletitas que serían nuestro alimento ese día.
Ahora, sólo restaba buscar un lugarcito para hacer dedo.
No pudimos evitar algunas fotos con nuestros amigos de Boa Vista, quienes nos acompañaron hasta esa parte de la travesía.
Pero luego, el camino continuaba solos.
Varios fueron los autos que aminoraban la velocidad para leer nuestro cartel, pero la mayoría se dirigían a Brasil, ya que eran personas que iban a realizar sus compras a Lethem.
Aun así, algunos de ellos desviaron su camino para venir a preguntarnos qué estábamos haciendo, de dónde veníamos (aunque el cartel ya lo explicara) y de qué manera viajábamos.
También se detuvo gente de Guayana que sentía la curiosidad de hablar con estos turistas que levantaban el pulgar bajo la lluvia, porque sí, en Guyana al igual que en el norte de Brasil, está comenzando la época de lluvias… no si yo te digo, vamos al lugar más frío en invierno, al medio del Ecuador en verano, y en plena época de lluvias a Guyana donde la mayoría de la ruta es de tierra… somos unos vivos que da miedo.
Uno de aquellos curiosos, nos pareció tan simpático que nos lamentábamos que no tomara nuestro camino, se reía mucho y nos decía en repetidas ocasiones «hitchhiking… in this weather?!» («haciendo dedo con este clima?!») a lo que nosotros respondíamos «no choice..» («no hay otra opción»).
Hacer dedo en rutas Guyanenses no fue muy complicado en cuanto a los tiempos de espera; en el primer tramo esperamos alrededor de una hora, en la cual aprovechamos a comer parte de las galletitas que compramos, entendiendo también por qué eran las más baratas… se supone que eran galletitas estilo «María» pero eran tan desabridas que las bauticé Galletitas Gertrudis.
No se enojen, Gertrudis del mundo, no es nada contra ustedes, sino más bien contra su nombre.
Finalmente un camión se detuvo para llevarnos.
El monstruo metálico resultó ser un camión de guerra, de esos que se ven en las películas, con claraboya en el techo de la cabina y todo, por si tenés que salir por el techo a metralletar algunos enemigos.
Pero, si bien ya no se usaba para estos menesteres (menos mal), hay que reconocer que tener uno de estos monstruos es muy acertado en las carreteras Guyanesas.
Como yo andaba con el dedo mocho (me habían sacado los puntos el día anterior y no quería re-abrir la herida) preferí no subirme a la parte de atrás, donde iba Wa, si bien me moría por ir ahí, así que tuve que sentarme como una lady en la cabina, al lado de la acompañante del chofer.
Ella y el chofer hablaban en un inglés que yo no lograba descifrar… ya sabía que esto podía pasar porque en Guayana se habla un inglés mezclado, sobre todo con kriol, y otras lenguas nativas.
Aun cuando se dirigían a mí, y sabiendo que se esforzaban en hablarme en el inglés más limpio que podían, me costaba entenderles.
Mientras tanto, Wa iba saltando en la parte de atrás (no en modo “party hard” sino más bien en modo “¡help!”).
Al final, en un momento que nos detuvimos, pedí para intentar subir atrás. Había que trepar por el costado del camión, subiendo por la rueda, y como yo no podía utilizar una mano fue algo difícil, pero la acompañante del chofer me calzó toda la mano en el traste y me empujó, así sin ningún pudor, y lo logré. Toda sonrojada, pero al menos estaba arriba.
El viaje en la parte de atrás fue más movido y sucio, por ende, más divertido.
Y supe que había sido una buena decisión haber elegido ir un tramo del viaje allá (aún si todavía no sabía cómo iba a bajar) cuando vi el atardecer que nos regaló la ruta de Guyana, en la parte de atrás de aquel camión de guerra.
En este caso, se daba vuelta tortilla, lo importante no era el interior, sino el exterior.
Mirábamos adentro del camión de guerra que se detuvo para llevarnos 100 kms, y veíamos puro barro y restos de mugre (sobre las cuales íbamos sentados).
Pero si mirábamos para afuera este paisaje tan angelical y bello contrastaba con todo aquello que puede transmitir un transporte de Guerra.
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Lo único que lamenté, en ese momento, fue no haberme podido acercar al borde del camión para sacar la foto.
Pero después lo pensé mejor… así como está, esas franjas que modeló el camión conducido por alguien que quiso ayudarnos desinteresadamente llevándonos unos kilómetros, son un recordatorio para no olvidar: nunca olvidar que todos los lugares se convierten en paraísos cuando descubrís la solidaridad en cada rincón del mundo.
Pero dejando la poesía de lado, hay que hacer mención a la ruta; es cierto que apenas recorrimos 100 kms en este camión, y que lo más difícil estaba por venir, pero este primer tramo fue algo así como la sala de espera de lo que vendría después.
Al ser época de lluvia, la ruta, que es de tierra, no sólo está llena de agujeros, sino que además esos agujeros están rellenos de agua… y no sólo los agujeros, había zonas donde realmente tuvimos que atravesar densidades similares a lagos para poder continuar.
Y claro, llovía y dejaba de llover a cada rato.
El paisaje era bastante monótono y no se veía a nadie alrededor; de hecho sólo nos cruzamos dos motos en la ruta, un camión, y un señor a caballo.
Y hablando del camión que nos cruzamos, menos mal que así fue porque cuando la noche cayó, el camión en el que íbamos sufrió una avería que lo hizo detenerse en medio de la ruta, justo en la parte más selvática del trayecto.
Y ésta, señoras y señores, fue la primera vez que empujamos un camión.
Yo pensaba que no iba a servir de nada, pero realmente se movió, lo cual me dejó el orgullo bastante risueño.
De todas formas, el camión necesitaba una fuerza más powerful para arrancar, y ahí fue cuando entró en escena este camión que asomó sus luces en frente nuestro. Con ayuda de una cinta muy fuerte y un par de ganchos, nuestro camión guerrero salió roncando y echando humito nuevamente.
Sobre las 21:00 hs llegamos a las afueras de Annaí, y pusimos la carpa en un quincho lleno de ganchos para colocar múltiples hamacas.
Resulta que donde nos estábamos quedando era un descanso de camioneros, así que había baños con duchas, y estos espacios techados para que los conductores pudieran relajarse y pasar la noche allí. También había un lugar para comer y un supermercado chico, así que compramos algo de tomar y nos comimos las últimas galletitas Gertrudis que nos quedaban junto con el refresco que habíamos comprado.
Fue en este parador de camioneros donde empezamos a descubrir los gustos musicales de los guyaneses, pero esto no sucedió sino hasta la mañana siguiente cuando nos despertámos al ritmo de un potente reggae que nos llenaba los oidos de Jamaica.
Seguimos nuestra ruta, caminando, buscando un buen lugar para hacer dedo y encontrar alguien que pudiera llevarnos los casi 500 kms que nos separaban de Georgetown, la capital de Guyana.
Alrededor nuestro se divisaban casitas que se perdían en la inmensidad verde y de varias salía música reggae. Además, era muy común que tuvieran esa especie de quincho redondo en el jardín, igual que en el que habíamos pasado la noche.
De repente, de adentro de una de ellas sale corriendo un hombre, la alegría del vino pintada en el rostro y la botella en la mano izquierda, mientras con la derecha nos saludaba.
Cuando se acercó a hablarnos, el vino se hizo todavía más presente en el aire.
Estaba muy interesado en nosotros, y apenas le entendíamos algunas palabras, porque entre el inglés mezclado y los efectos del alcohol, digamos que su capacidad de habla estaba un poco limitada, al menos para nuestros oídos.
Pero una frase pudimos entenderla bien, no sólo por el énfasis que puso el señor en pronunciarla, sino además por la repetida cantidad de veces que la dijo, y acá se las dejo traducida: «¿Caminando? ¿No le tienen miedo al Jaguar?».
¿Qué jaguar señor, de qué nos está hablando?, pensábamos nosotros.
Resulta que nos enteraríamos luego que esa zona es territorio de nativos y del jaguar, así que es muy común encontrárselos si uno se adentra en la ruta. Claro, en auto no pasa nada, pero caminando era otro el cantar.
Al poco rato apareció otro señor que nos ofrecía pasar la noche en su casa y mañana nos llevaría a Linden, la ciudad anterior a Georgetown, pero nosotros planeábamos llegar ese mismo día a la capital o al menos a la ciudad anterior, así que rechazamos su oferta.
Además, tampoco logramos entendernos mucho con el y no nos quedaba claro si nos quería cobrar o no (a lo cual iría frito porque si teníamos 3 dólares en el bolsillo era mucho).
Media hora demoramos en sacarnos de encima al señor borracho para poder seguir caminando.
Todavía no habíamos encontrado un buen lugar para hacer dedo cuando sentimos el motor de un auto y decidimos hacerle dedo.
El auto para. Otro auto se detiene detrás.
El conductor del primer auto nos dice que puede llevarnos siempre y cuando no llevemos drogas ni armas encima.
Que nos pregunte si teníamos drogas me pareció entendible (no es la primera vez que un conductor lo hace) pero ¿armas?
Finalmente, nos hace subir al auto que se había detenido atrás el cual estaba conducido por dos empleados del primer conductor, y antes de que cerremos la puerta del auto nos dice que él va hasta Georgetown pero sólo nos va a llevar hasta el cruce de «nosequé» (no le entendimos) porque después el camino se volvía muy peligroso y no quería hacerse responsable de nosotros.
Duramente sincero el señor.
Así que, a todo ritmo con el reggae, empezamos a recorrer la ruta más complicada que vimos jamás.
SAFARI HACIA GEORGETOWN
La ruta iba adquiriendo matices cada vez más salvajes, y si bien el barro se hacía cada vez más intransitable, el cambio drástico se dio a partir de una rápida parada en una reserva natural llamada Iwokrama donde nos revisaron el pasaporte y nos elogiaron los ojos (por muy raro que eso suene).
En este punto creemos fue donde el señor iba a dejarnos porque luego el camino se volvía más peligroso, pero al final, decidió llevarnos con él.
Y vaya que entendimos por qué tenía miedo.
UN POCO DE HISTORIA, A ORILLAS DEL ESEQUIBO
Pero déjenme contarles primero, que para seguir camino por la ruta y llegar a Georgetown, es necesario utilizar un ferry gratuito puesto allí por el Estado. Cualquier podía subir, ya sea con vehículo o no, y cruzar al otro lado.
Mientras esperábamos que el ferry llegara, el señor que nos llevaba nos dió Coca Cola y agua, y se acercó a charlar con nosotros (no se olviden que el va manejando otro auto). Nos preguntó si teníamos comida, en caso que tuviésemos que quedarnos a dormir en la ruta, a lo que respondimos que sí (teníamos todavía galletitas Gertrudis) y aprovechamos a hacerle algunas preguntas sobre Guyana, entre ellas, qué era lo que pasaba entre Guyana y Venezuela, ya que el límite entre estos países figuraba puntuado en los mapas.
Nos explicó un poco la situación: el límite entre los países se había definido en el Tribunal Arbitral de París, el 3 de Octubre de 1899; en aquel Tribunal participó un abogado estadounidense llamado Severo Mallet-Prevost, siendo el representante de la defensa de Venezuela (la postura de Venezuela mantenía que el límite entre los dos países era el río Esequibo, el mismo que estábamos intentando cruzar ahora). Sucede que, después de la muerte de este abogado en 1949 su representante legal hace público un documento escrito y firmado por el mismo Mallet el cual debía ser dado a conocimiento luego de su defunción, según específicaba en su testamento. En esta carta Mallet explica que otros integrantes del tribunal no estaban actuando como jueces imparciales, sino que estaban presionando para aceptar la postura británica. Según explica, estos jueces habrían tenido este cambio de postura luego de realizar una visita a Londres.
El hecho publico de este documento es lo que reabre la causa según el punto de vista Venezolano, y por esto es que los limites entre Guyana y Venezuela permanecen indefinidos a día de hoy.
Como ya estamos acostumbrados a ver, la corona británica mete sus narices en lejanas latitudes.
Y nosotros… sí, logramos cruzar el río.
LA RUTA CONTINÚA
Al otro lado del agua, volvimos a encontrarnos con la ruta embarrada.
Y ahora sí, acá es donde las cosas comenzaban a complicarse.
La ruta se volvía cada vez más intransitable,más barrosa, y más salvaje. Especialmente en una parte en donde comenzamos a ver autos detenidos, semi enterrados en el barro. Hasta este momento, siempre pudimos pasar a un ladito y seguir andando, pero esto cambió drásticamente cuando lo que estaba enterrado, atravesado en medio de la ruta, era un camión enorme… uno o dos.
Tuvimos la suerte que el señor que iba en la camioneta delante de nosotros era una especie de Rambo-McGyver y llevaba una motosierra, así que nuestros autos se detuvieron y allá fue el con sus dos ayudantes a cortar arboles para ayudar a desenterrar el camión trancado; luego de esto, se detuvo un poco más adelante y comenzó a ayudar a todos los demás camiones y autos que estaban atascados.
Y no sólo fue el, mucha gente estaba en este tramo de la ruta, ayudando a todos aquellos que se quedaban trancados.
A nosotros nos tenía impresionados la solidaridad que se respiraba en el ambiente, ya que estas eran personas que se detenian para ayudar a las demás, como nuestro conductor, sin ánimos de ser retribuídos por ello.
Y déjenme decirles que esta característica no es una aislada en la gente de Guyana, de hecho, es una de las cosas lindas que nos llevamos de este país; la solidaridad y amabilidad de su gente.
Todas las personas corrían de acá para allá, con sus ropas manchadas, y los pies descalzos enterrados en el barro.
Mientras esperábamos el retorno del señor de la motosierra y sus compañeros (no quisimos ser estorbo para ellos metiéndonos en medio intentando ser útiles), tuve la genial idea de bajar del auto… y me quedó muy claro por qué la gente andaba descalza.
A estos superheroes de la ruta les llevó aproximadamente una hora liberar a aquellos que habían caído en las garras del barro, pero luego de esto, continuamos con el viaje.
Viaje que se estaba pareciendo al safari más salvaje que hayamos tenido en la vida… de hecho, hasta paramos en algunas oportunidades para buscar animales que los conductores creyeron ver, entre ellos, una harpía. Lamentablemente, nunca llegamos a corroborar estos posibles avistamientos.
Luego de realizar una bien merecida parada para comer algo en una especie de parador en el camino, después de haber pasado la parte complicada y selvática, seguimos viaje, para detenernos luego en Mabura, un pueblo en donde tuvimos que pasar por la policía para que chequeara nuestros pasaportes y que a nuestro regreso nos quedaría marcado para siempre.
El policía, sumamente simpático, al escuchar que el conductor de la camioneta le explicaba que nosotros eramos de Uruguay y estábamos caminando bajo la lluvia en la ruta cuando el nos levantó (sí, con todo ese melodrama lo dijo) nos dijo la frase que ya habíamos escuchado antes pero de una boca con olor a vino… «¿caminando? ¿Y no le tienen miedo al Jaguar?».
Le explicamos que no vimos ni un jaguar, y nos propone salir a caminar unos minutos a la ruta de nuevo, y seguro veríamos uno. Entre risas y recomendaciones de peliculas que no pudimos entender, nos despedimos del policía, quien nos advirtió muchas veces que no volvieramos a caminar por la ruta solos porque «esto es Guyana» y habia muchos ladrones y asesinos. No sería la primera vez que escucharíamos esa frase haciendo alusión al supuesto peligro de Guyana, pero nos hizo particular gracia escuchar sus palabras mientras le dábamos una ojeada a una cartulina que colgaba en la pared de la oficina policial donde mostraba los últimos robos y asesinatos acontecidos en ese pueblo durante todo el 2018 y lo que iba del 2019… y correspondían a un asesinato y un robo. Nada más.
Y FINALMENTE, LLEGAMOS A GEORGETOWN
Finalmente, los kilómetros que nos separaban de la capital correspondían ya a un número decimal, y los recorrimos en el otro auto, el de la persona que eligió llevarnos en primer lugar.
Nos sorprendimos de escuchar a Cat Stevens, y otros oldies cuando entramos a su auto, en vez del ya típico reggae.
Porque sí, además del reggae, el segundo tipo de música que más se escucha en Guyana, son los oldies… seguro que no te la veías venir. Nosotros tampoco.
A la altura de Linden es donde comienza a aparecer el asfalto en la ruta, y continúa hasta Georgetown, e incluso más allá, hasta la frontera con Surinam.
Uno pensaría que esos 700 kms que separan Lethem de Linden, sin asfalto, son algo así como el rito de iniciación, y sólo aquellos pocos valientes que logren atravesarlo, llegarán a las ciudades principales.
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