Teníamos pensado pasar por Famatina, pero al final tuvimos que obviarla para no desviarnos demasiado de nuestra ruta, sino no llegaríamos más a donde realmente teníamos ganas de ir.
Y es que viajando sin tiempo te pasa eso, por un lado está bueno porque podés tomarte la libertad de ir a un lugar que no habías planeado porque total, tenés tiempo de sobra, pero por otro lado, también es cierto que si vamos a todos los lugares que nos surgen, esta vuelta a Sudamérica nos llevaría muchos más años de los especulados (a grosso modo)… y más años implica muchas cosas que hay que reorganizar. Además, ¡hay que dejar lugares sin visitar para después tener una excusa para volver!
Ok, excusas, no te necesitamos realmente, pero ta.
Bueno, conclusión que nuestro próximo destino era un pueblo llamado “El Peñón”, porque desde allá, queríamos ir hasta un lugar hermosísimo conocido como “Campo de Piedra Pómez”, y que aún no teníamos la más pálida idea de lo difícil que podría llegar a ser.
Primero, una señora nos levantó en Chilecito y nos dejó en la intersección con la ruta 40. Allí nos levantó un señor que nos dejó en su pequeñísimo pueblo, Pituil, donde compramos un refresco y seguimos haciendo dedo. Y después, un camionero nos levantó y nos llevó hasta “El Eje”, que es precisamente eso, una especie de eje en donde se cruzan la Ruta 40 con la 36 donde solo hay una estación de servicio y unas poquitas casas.
Como llegamos allá casi en la noche, y la estación de servicio pintaba bastante cómoda para pinchar la carpa, lo dudamos, pero al final decidimos hacer dedo un poquito más. Esto dio como resultado que una camioneta se detuviera, y un muchacho muy intrigado (y asombrado) con nuestra forma de viajar, nos contara que a el no le gustaba hacer dedo porque lo intentó una vez y nadie lo llevó; una pena que un primer intento fallido frustrara futuros intentos (aunque algo entendible). Nos dejó en un pueblo, unos pocos kilómetros más allá, llamado “Puerta de Corral Quemado”.
Lo gracioso del tema, es que a unos kilómetros de allí, hay otro pueblo que se llama “Corral Quemado”, es decir, tenemos primero la puerta del corral, y luego el corral. Todo muy lógico.
Si bien preguntamos a algunas personas locales, y buscamos en internet, no encontramos el motivo de este nombre que parece esconder alguna historia trágica, pero lo que si encontrámos es que, contrario a lo que la lógica podría llevar a pensar, en Puerta de Corral Quemado hay unos 500 y pico de habitantes, mientras que en Corral Quemado hay apenas 52, según Wikipedia… y digo contrario a la lógica porque uno tiende a pensar que en una “puerta” de un corral entra menos gente que en el Corral mismo. Bueno, pavadas mías… déjenme seguir.
En Puerta de Corral Quemado acampamos en una parte alejada de las casitas del pueblo. Era bastante cómodo porque era una zona con mucha arena, lo único que nos daba un poco de miedo era el tema de encontrarnos con alguna de estas serpenteantes amigas de las cuales nos quiso proteger el camionero uruguayo.
Lo tragicómico de la cosa fue que buscando lugar para poner la carpa, como había poca luz, no me dí cuenta y me clavé tremenda espina en el zapato, porque si no sabían les cuento, en el Norte de Argentina, debido al clima caluroso, está lleno de plantas con espinas MUY agresivas y grandes, el triple de gruesas que un escarbadientes, casi del mismo largo, y más afiladas.
Claro que hay más pequeñas, pero la que yo me clavé era de esas descomunales… lógico, porque eran las únicas que podrían atravesar unos 2 centímetros de suela de zapato, y alcanzar el pie. Afortunadamente, atravesó tan poquito que no llegó a lastimarme, pero sí que me hizo pegar un grito y saltar. Sacar la espina del zapato fue otro tema aparte, pero finalmente lo logramos.
En mitad de la madrugada, Wa se despierta por el fuerte ruido que hacían los insectos nocturnos, y me despierta a mí porque veía una luz extraña y muy fuerte entre los árboles, a lo lejos. Yo no dí mucha importancia al asunto, la verdad, pero Wa estuvo mirando atentamente la luz durante algunos segundos largos antes de darse cuenta que se trataba de la luna que brillaba de manera descomunalmente amarilla… chau chau adiós, allá se va nuestra oportunidad de hacer contacto de tercer tipo con vidas alienígenas.
A la mañana siguiente, los conductores de la camioneta que nos levantaron nos dejaron en la puerta de un hostel en Villa Vil, el próximo pueblo. Claro que nunca les pedimos que nos dejasen allí, pero ya descubriríamos luego que la gente de la zona acostumbra dejar a los viajeros en la puerta de los hosteles, quizás un poco por ayudar al viajero y otro poco para contribuir a la economía de estos lugares tan remotos.
En Villa vil hicimos dedo durante varias horas, bajo el inclemente sol, en compañía de los ya compañeros de rutas norteñas, los cactus gigantes de los cuales nos contaron se puede hacer un té alucinógeno que no te hace alucinar, sino que te abre las “puertas de la conciencia” por decirlo de alguna forma. No lo probamos, pero según nos dijeron, no cualquiera sabe prepararlo porque se necesita utilizar la pulpa de la planta, de una parte en específico, y si lo hacés mal, te produce vómitos.
Nos llamaba la atención el hecho de que mucha gente que pasaba, ya sea en auto o moto, se metía en la casa que estaba justo en frente a donde nosotros hacíamos dedo. Después de horas de curiosidad, lo dejé a Wa en la ruta y me fui a ver qué carancho había que atraía a tanta gente.
Todo cobró sentido… en esa casa vendían resfrescos, agua, y creo que también cerveza.
Aproveché a comprar una coca bien fría porque la verdad que el sol y nuestra agua entibiada por el sol nos tenía cansados. El señor de la casa me hizo pasar, y sentarme en una silla. Me preguntó hacia donde íbamos, de dónde veníamos, y no me soltaba la conversa, hasta que con la mayor discreción que pude le dije que tenía que volver a la ruta porque había dejado a Wa haciendo dedo solo, y sino, me lo iban a llevar. Antes de irme le pedí si me podía llenar también una de nuestras botellas con agua de la canilla nomás, a lo que accedió sin problema.
Cuando volví, Wa seguía ahí esperando, medio preocupado porque yo no volvía.
Allá a las cansadas, aparece un bus, y lo tomamos. Esta semana fue la semana de los buses, 3 en la misma semana, todo un récord.
Nos dejaron las mochilas en la parte de abajo donde van los bolsos de todos, y aliviados, nos desplomamos en los asientos, que si bien no tenía aire acondicionado el simple hecho de estar bajo sombra era reparador.
El bus avanzó unos kilómetros, traca traca traca colina arriba, hasta que de repente se escucha un PUM, seguido de un leve FSHHH y el bus frena en seco.
Recórcholis, pinchamos.
Todas las cabecitas se empezaron a estirar para entender que estaba sucediendo, y en un momento determinado, el chofer (que había bajado) se asoma y pide la colaboración de los hombres para empujar. Yo pensaba que bien podía ir yo también a empujar, qué tanta cosa que hombre o mujer, pero antes de poder bajar a ayudar, el bus ya estaba moviéndose a fuerza humana.
Después de un buen rato, seguimos marcha. Pero no sería por mucho tiempo, porque unos kilómetros más allá el bus se detendría en un parador de un pueblo llamado “Barranca larga” para que todos almorcemos. Nosotros como no comimos nada, ocupamos esa hora para conectarnos a un wifi que encontramos a un par de cuadras del comedor y revisar cosas varias.
Los últimos minutos antes de subir al bus, descubrí que había cachorritos en la parte de atrás del parador, así que usé el tiempo que me quedaba para jugar con ellos mientras Wa estaba atento a cuando arrancara el bus para avisarme.
El bus nos dejaría en “El Peñón” que era, como les dije antes, desde donde pensábamos ir al Campo de Piedra Pómez… o eso creíamos.
EL PEÑÓN – Primer plan frustrado y primer encuentro de tercer tipo con un escorpión.
Cuando llegamos al pueblo, Wa y yo nos levantamos para bajarnos, y el chofer nos dijo que si queríamos podían dejarnos en la plaza central, que era unos metros más adelante, así que nos fuimos a sentar. También nos preguntó si teníamos dónde quedarnos en Peñón, a lo que respondímos que no. Llegamos a la plaza principal, y al bajar, mientras esperábamos que nos dieran las mochilas, nos dimos cuenta que no sólo nos habían dejado ahí por la plaza, sino que también había un hostel particular, es decir, una casa de familia que alquilaba una habitación.
El chofer que nos da las mochilas, nos presenta con una señora que nos hace pasar y nos muestra una habitación. Todo muy lindo pero nosotros no pensábamos pagar hospedaje. Además, el costo era de 700 pesos argentinos, y no llegábamos a ese monto, teníamos 500 a lo sumo, y también teníamos que comer.
Cuestión, le dijimos a la señora que muchas gracias pero que después veíamos y nos fuimos.
En realidad, nos fastidia un poco que nos vean como un billetito andante.
Por un lado, entiendo que este tipo de pueblos no tienen muchos medios para sustentarse y tienen que agarrarse al turismo para sobrevivir, y también reconozco que 700 por noche no era algo excesivamente caro para la zona deshabitada que era y tomando en cuenta que incluía desayuno, pero tampoco me parece correcto que el chofer del bus arregle de antemano, sin consultarnos si nosotros estamos de acuerdo, con alguien para que nos muestre una habitación. Quizás a otros viajeros les parezca cómodo, pero nosotros preferimos buscar por nuestra cuenta y evaluar, sin sentir la presión de alguien que pre-arregló algo por nosotros.
En fin, no creo que sea culpa de nadie específicamente, sino que la situación de la gente de estos pueblos los lleva a este tipo de situaciones.
Al final, terminamos preguntando en una casa si podíamos poner la carpa en su patio, y como respuesta nos dijeron que preguntásemos en la casa de al lado. Cuando fuimos, había una pareja en la entrada, y muy amablemente nos dijeron que podíamos quedarnos en el fondo de su casa, donde estaríamos mas resguardados de los borrachos nocturnos. Incluso teníamos un baño exterior que podíamos usar, con lo necesario: un inodoro que funcionaba, un cañito en la pared por el cual salía un chorrito de agua fría a modo de ducha, una silla para apoyar la ropa, y un par de enchufes donde podríamos dejar cargando los dispositivos electrónicos. Más que suficiente.
Incluso la señora más tarde nos dio agua caliente para hacernos un té.
El Peñón tiene ese encanto de pueblo perdido en el tiempo, con sus casitas que lloran barro, y su gente que parece nunca acostumbrarse a ver caras de rasgos diferentes.
Y con sus cortes de electricidad.
Sí, a medianoche en El Peñón, se corta el suministro eléctrico. De hecho, hay electricidad desde las 17 hasta las 00:00 hs.
Así que a las 00:30 hs, cuando quisimos levantarnos para ir al baño tuvimos que alumbrar con la linterna del teléfono. Abrí la carpa muy tranquilamente, celular con linterna apuntando hacia afuera en mano, y puse un pie descalzo en el piso, fuera de la carpa. De repente, mis ojos detectaron una presencia extraña y silenciosa, ahí, al ladito de mi pie. Lo alumbro de lleno, y veo un escorpión marrón oscuro, bastante grande, muy quietito junto a mi dedo meñique.
Enseguida metí el pie a la carpa, cerré a velocidad de la luz, y le dije a Wa “abortar misión”.
Era la primera vez que veíamos un escorpión, sabiendo además que era de los venenosos (básicamente: marrones = venenosísimo, blancos = no tanto), de los que nos habían advertido y contado historias de gente que hasta había muerto por no conseguir atención médica a tiempo.
Nos quedamos un buen rato boca arriba, intentando sentir cada parte del cuerpo con atención por si el escorpión lograba meterse de alguna manera mágica a la carpa. De más está decir que las ganas de ir al baño desaparecieron instantáneamente.
Al final, nos quedamos dormidos, y al día siguiente no había ni rastro del susodicho, porque según nos contarían luego, son animales a los que les gusta salir en la noche.
Esa mañana, luego de desarmar carpa y aprontar mochilas nuevamente, la dedicamos a buscar la forma de ir al Campo de Piedra Pómez, motivo por el cual estábamos en ese pueblo.
Lo primero que hicimos fue averiguar por los tour, ya que según habíamos leído por ahí no se podía ir sin guías y tampoco podía irse en cualquier vehículo por la dificultad del terreno.
Los tour estaban completamente fuera de nuestro alcance, los más caros salían entre 4000 y 5000 pesos (el tour, no por persona) mientras que preguntando dimos con un señor que hacia tours de manera independiente por 2500 pesos, y podía dejárnoslo en 2000. Aún así estaba fuera de nuestro alcance; además, el dinero que teníamos en efectivo eran ahora menos de 400 pesos, y en El Peñón no había cajeros automáticos (¡qué esperanza!), ni aceptaban pagos mediante tarjetas de ningún tipo.
Hasta fuimos a averiguar a la municipalidad, y en cierta forma fue una situación graciosa porque la muchacha nos preguntó primero si habíamos llegado en auto a lo que respondimos negativamente. Luego muy segura de sí misma dice “ah, en moto entonces” a lo cual respondimos negativamente otra vez, y al quedar ella en blanco, le explicamos que llegamos en el bus y que andamos a dedo o a pie.
Después, una vez que ya nos comentó los precios de los tour (de 4500 pesos para arriba) tuvo que contener una sonrisa cuando le explicamos que teníamos apenas 400 pesos encima. Luego apareció otra empleada de la municipalidad, y la muchacha nos presenta como una rareza, diciéndole que andábamos a pie.
Ahí nos dimos cuenta que era realmente extraño, para la gente del pueblo, que llegasen dos turistas sin vehículo y con dos mochilas enormes. Entendimos por qué la gente nos veía con tanta extrañeza mientras caminábamos por la ciudad. Incluso nos llamaba la atención el hecho que muchos no nos sacaban los ojos de encima, sin importar que nosotros les sostuviésemos la mirada. Para ellos eran completamente natural vernos con total y fija extrañeza.
Evidentemente, el hecho de que casi toda la gente del bus tuviera rasgos de la gente local, dejaba en claro que eran realmente casi inexistentes los turistas que llegaban en bus, como nosotros.
Al final, terminamos haciendo dedo en la ruta que salía del pueblo, para ver si teníamos la suerte de que alguien que saliera fuera al Campo de Piedra Pómez.
Como siempre, perros que salen de quien sabe dónde, vienen a saludar.
Después de varias horas de las cuales apenas pasó una moto, un camión que nos hizo señas de que venía lleno, y una camioneta que repartía agua a los pueblos de la zona, el único que nos llevó, fue también el único que podía hacerlo de los tres que pasaron, es decir, la camioneta.
Lo malo, es que el chofer no iba al Campo de Piedra Pómez, sino que se dirigía al siguiente pueblo, Antofagasta de la Sierra. Aun así aceptamos, porque ya habíamos asumido que las posibilidades de que alguien del pueblo saliera ese día hacia donde nosotros queríamos ir, y de forma particular, eran una en un millón, y si bien algunas veces preferimos luchar por esa vez en un millón, en esta oportunidad nos pareció mas sensato continuar viaje hacia el próximo destino.
ANTOFAGASTA DE LA SIERRA – Segundo plan frustrado
El risueño muchacho de la camioneta que repartía agua mineral desde Belén hasta Antofagasta de la Sierra, nos llevó a través del desierto donde vimos por primera vez, señoras y señores, un espejismo.
Fue algo muy extraño porque al principio no nos dábamos cuenta de que era un espejismo (supongo que esa es precisamente la gracia) sino que pensábamos que había un rio en el medio del desierto, allá a lo lejos, pero a medida que el auto avanzaba, acercándonos más, el rio se hacía más chico. Y finalmente en algún momento desaparecía.
Es un poco difícil describir un espejismo, me estoy dando cuenta ahora, pero básicamente, veíamos algo que en realidad no estaba allí, y nos dábamos cuenta que no estaba cuando al acercarnos, desaparecía.
Tal cual los dibujitos animados, ahí está, esa es la mejor forma de describirlo, solo que en vez de la típica lagunita con palmeras y mucho verde, en nuestro caso era un precario rio pelado. Que no era, por supuesto.
Si bien no pudimos captar el espejismo, acá les dejamos una foto de la ruta desértica hacia Antofagasta de la Sierra.
El muchacho de la camioneta, al igual que los de Villa Vil, y el chofer del bus de El Peñón, nos dejó en un hotel, el municipal. Ya nos estábamos acostumbrando a este proceder. Lo bueno es que el no coordinó con nadie que nos intentase vender una habitación, simplemente nos dejó allí (en esos casos me parece una acción más benévola).
Antofagasta de la Sierra es un pueblo con la misma esencia que El Peñón, pero algo más avanzado, por ejemplo, tiene cajero automático. Se nota que está más pensado para el turismo, si bien tampoco es que abundara, pero había varios hostels y hasta un hotel de lujo.
Lo que nos pusimos a hacer, es averiguar de qué forma podíamos llegar a Antofalla, porque nuestro siguiente plan era llegar hasta el Cono de Arita, en el Salar del Arizaro.
Para quienes no lo conozcan, el Cono de Arita es una construcción muy extraña, perfectamente cónica, que se levanta en medio del salar del Arizaro. No es una zona de turismo fuerte, de hecho, mucha gente a quienes se lo mencionamos no lo conocían, pero para nosotros era algo muy impresionante y queríamos verlo en persona.
Las formas de llegar eran dos: una desde Antofalla, y la otra desde Tolar Grande. Donde estábamos nosotros la mejor opción era viajar 82 kms hasta Antofalla y desde allí encontrar la forma de ir al salar.
En ese momento no nos imaginábamos que Antofagasta de la Sierra nos abduciría durante tres días y dos noches.
La cosa fue así: el primer día, nos pusimos a hacer dedo con destino Antofalla. Los pocos autos que pasaban, frenaban y cuando les decíamos hacia donde íbamos, nos explicaban que iba a ser muy difícil porque allá los autos que salían iban todos rumbo a un pueblito que quedaba a unos 30 kms más adelante, pero que casi nadie del iba a Antofalla.
Después, paró un camión y su chofer nos dijo lo mismo. Ese camión junto con otro serían los que veríamos pasar del pueblo a la ruta y de la ruta al pueblo, como 20 veces por día. No sabemos exactamente qué hacían, pero a juzgar por la cisterna que traían creemos que iban a sacar aguas subterráneas de una zona al costado de la ruta, a unos metros adelante nuestro, para llevarla al pueblo.
En un momento, vemos venir a lo lejos un señor en bicicleta, y Wa me dice “mirá quien viene allá”. Resulta que era un señor, bastante mayor, que venía en el mismo bus que nosotros cuando fuimos a El Peñón, dos días atrás, y con quien habíamos estado charlando un poco. El señor nos reconoció y frenó su bici para saludarnos.
Nos contó que vivía en una casita que se veía a lo lejos, al pie de una montaña, hacia las afueras del pueblo. Incluso nos dijo algo así como que si nos quedábamos podíamos pasar a visitarlo, pero como no nos quedó claro (hablaba un poco raro y a veces no le entendíamos) no quisimos caerle en la casa cuando dejamos de hacer dedo.
Bien, la cosa es que ese día tuvimos que quedarnos en Antofagasta de la Sierra.
Al día siguiente, fuimos a hacer dedo a otra parte, donde en teoría pasaban más autos. La cosa no sólo fue igual, sino que fue peor. Esta vez no paraban autos que nos dijeran nada.
Después de pasar todo el día haciendo dedo, volvimos una vez más, con el rabo entre las piernas, a pasar la segunda noche en Antofagasta.
Parecía que estábamos encerrados en un capitulo de la Dimensión Desconocida, donde entramos en un loop que no nos permitía salir de este pueblo.
Para colmo de males, el único bus que había salía de la ciudad una vez por semana. El lado bueno es que nosotros llegamos a Antofagasta un jueves y el bus salía los sábados (podía ser peor) así que el sábado estábamos muy duritos, esperando que partiera el bus para sacarnos de la dimensión desconocida… digo, de Antofagasta de la Sierra.
Otra vez, las mismas caras que habíamos visto camino a “El Peñón” pero esta vez en dirección contraria; mismo chofer, misma parada para almorzar en el mismo parador, mismas caras de pasajeros, todo igual, pero al revés.
En esta oportunidad, decidimos quedarnos en El Eje. Había sido un lugar que nos pareció bastante aceptable para acampar, y además desde ahí podríamos seguir viaje hacia Salta.
Al llegar, le pedimos al muchacho de la estación si podíamos armar la carpa allí, y nos dijo que sí, incluso nos dejó colocarnos debajo del techo sumamente espacioso, donde además teníamos luz, mesas, un parrillero que no usaríamos y una pileta con canilla. También podíamos usar el baño de la estación, la cual estaba abierta las 24 hs. Todo muy cómodo.
Después de comprar algo para comer (unas papitas chips y un paquete de galletitas, a falta de algo más contundente en la estación) armamos carpa, y como esta era una de las poquísimas veces que armábamos campamento con tiempo de sobra y varias horas de sol por delante, no sabíamos bien que hacer. Yo me quedé sentada en el piso, pero afuera de la carpa y Wa se quedó adentro pero con la puerta de la carpa abierta, mientras comíamos galletitas.
Cuando se hizo la noche y ya estábamos los dos adentro de la carpa, Wa mirando para afuera me dice muy pancho:
-Pasó un burro corriendo
-¿Cómo que un burro?
-Sí no sé, pasó uno bien cerca de la carpa… ahí va otro.
-¿En serio? ¡A ver!
Y enseguida éramos dos cabecitas asomadas a la puerta de la carpa viendo como 6 burros pastaban a un par de metros de nosotros.
Al poco rato se puso a llover, y era agradable sentir el repiqueteo de las gotas en el techo de chapa bajo el cual estábamos refugiados.
La verdad que fue una excelente idea pasar allí la noche. Lo único malo es que luego de las 21 hs nos quedamos sin agua en la canilla, y el baño estaba trancado, así que tuvimos que aguantar hasta el día siguiente. Cuando a la mañana fuimos a consultar, el muchacho nos dijo que no sabía dónde estaba la llave para abrirlo, pero que podíamos usar el baño que estaba JUSTO AL LADO DE NUESTRA CARPA. Se refería a una puerta que estaba todavía más cerca, bajo el mismo techo que nosotros habíamos acampado… haberlo sabido antes.
Ok, había gusanos en el inodoro pero después de la primera tirada de cadena ya no eran problema.
Comenzamos a hacer dedo bastante entrada la mañana, y sólo logramos que nos adelantaran unos 20 kms.
El señor que nos levantó nos dejó en una parte que no había más que un par de casitas a lo lejos, una garita que parecía ser una construcción abandonada, y un cartel que decía “kiosco”.
Ahí estuvimos por horas, 6 horas y 55 minutos, para ser exactos.
Lo bueno era que al tener la garita, sabíamos que en el peor de los casos, podíamos poner la carpa bajo techo resguardándonos de la llovizna, y si ese cartel de “kiosco” era verídico, alguna de esas casitas a lo lejos oficiaría de almacén, y sino, siempre se puede pedir un poco de pan.
Después de más de 6 horas haciendo dedo, nos dimos cuenta que a donde estábamos llegaba un wifi gratuito, y por si esto fuera poco, Wa descubrió una manguera al lado de la garita, doblada con una gomita de pelo que si la sacábamos, salía un generoso chorro de agua de procedencia desconocida, pero agua al fin. No podíamos pedir más.
Bueno, sí, podíamos pedir que no hiciera frío, porque misteriosamente, después de tantos días acostumbrándonos al sol abrasador del norte, ese día en ese lugar, estábamos pasando frío y mojándonos con esporádicas lloviznas finitas. Tanto fue así que tuvimos que ponernos nuestras camperas de invierno.
Cuando estábamos a punto de dejar de hacer dedo y armar carpa en la garita, allá sobre las 19 hs, para una camioneta y un señor nos hace subir para llevarnos al pueblo y que acampemos allí, más tranquilos.
NACIMIENTO
El señor vivía en Nacimiento, un pueblo que quedaba a un kilómetro y poco de donde estábamos (no teníamos ni idea), el cual te recibía con un cartel de bienvenida hecho de piedras, y muchos cactus, que pinchan pero tienen su dulzura con estas hermosas flores amarillas.
El señor nos dijo que podíamos quedarnos en el parque de la municipalidad, donde habían mesas, parrilleros y árboles y que si precisábamos algo podíamos pedirle porque el vivía justo en frente.
Armamos la carpa, y pasamos por la comisaría (que quedaba a escasos metros de nuestra carpa) porque vimos que había una canilla en la entrada. Cuando le pedimos al policía para sacar agua de allí, yo aproveche para preguntarle donde podíamos encontrar un baño, a lo cual me dejó pasar al de la comisaría, justo al lado del calabozo (vacío, por lo que pude ver).
Nos dijo que cualquier cosa que precisáramos le dijéramos, y nos volvimos a nuestra carpa.
Al rato, salí a buscar algo de comer, y quedé sorprendida con el precio de los panchos, ya que estaban muchísimo mas baratos que en Uruguay, 6 panchos por 23 pesos… ok, eran marca “Panchín” (literal) pero seguían siendo increíblemente baratos. Toda la comida era barata allá.
Un rato después, el señor de la casa de en frente nos daba agua caliente para un café y nos hervía los panchos. Una vez listos, nos pegó un chiflido desde su casa, y nosotros fuimos a buscarlos. Todo muy lindo.
Ah, claro que agarrábamos el wifi de la Municipalidad.
Estábamos de lujo… si no fuera porque se nos pinchó una colchoneta.
Estuvimos un buen rato buscando la fuga, porque además, hacía poco nos había pasado lo mismo en Chilecito pero con la otra colchoneta, y habíamos estado días durmiendo en el suelo (nos turnábamos para usar ese colchón) por no encontrar la fuga, hasta que eventualmente la encontramos y la arreglamos. Esa vez, la colchoneta demoraba dos horas reloj en desinflarse, por lo que solíamos despertarnos a las 3 de la madrugada para volver a inflarla, luego a las 5, luego a las 7, y luego ya nos quedábamos levantados.
Pero esta vez, con esta nueva fuga, la colchoneta se desinflaba en menos de 15 minutos, así que tenía que ser bastante notoria, pensábamos.
Después de varios minutos con la oreja pegada a la susodicha, escuché un ruidito delator y por fin, encontramos la fuga. Art attack, parche pegado y todo volvió a tomar color de rosa.
RUMBO A SALTA
Al día siguiente, nos vamos a la ruta a hacer dedo.
Nos hicimos un amigo nuevo; otro perrito de esos que ven viajeros y van corriendo moviendo la cola para instalarse a su lado. Esta vez, el amigo peludo nos descubrió comiendo galletitas, y estuvo atento durante todo el rato a ver si le dábamos alguna.
Cuando sólo quedaba una, decidí que por la espera se había merecido un premio, así que corté un pedacito y se lo dí, pero para mi sorpresa, el perro no quiso comer la galleta… en cambio, se excitó sobremanera cuando Wa pateó una piedra. Ahí descubrimos que el chicho tenía manía por las piedras. Comenzamos a tirárselas, y no se cansaba de ir a buscarlas; además, babeaba cuando agarrábamos una piedra, se le hacía agua la boca.
Un perro muy particular, la verdad. Lo malo es que al final tuvimos que echarlo porque nunca es muy bueno hacer dedo con perros al lado; muchas veces los conductores no frenan creyendo que vamos con un perro.
De hecho, en un momento paró un auto manejado por un señor acompañado de un perrito chico, y nos preguntó si ese perro blanco estaba con nosotros. Cuando le dijimos que no, nos propuso ir hasta Salta (que era nuestro próximo destino, a unos 300 kms) pero que pagásemos el combustible a medias, es decir, unos 300 pesos. Le dijimos que muchas gracias pero seguiríamos esperando.
Seis horas y quince minutos pasaron, antes de que un señor que trabajaba de remise nos subiera a su auto y nos dejara en Santa María.
Sabiendo ya lo difícil que estaba resultando hacer dedo, nos atravesamos todo el pueblo buscando la salida a la ruta que nos servía para seguir rumbo a Salta, pero sin demasiada esperanza. En nuestro camino, atravesamos un río seco, como tantos que ya habíamos visto en el Norte de Argentina.
Apenas llegamos a la ruta, comenzamos a hacer dedo y enseguida nos levanta un señor en una camioneta blanca, a quien le gustaba mucho conversar. Fue un viaje muy agradable contándonos anécdotas de viajes y riéndonos.
Finalmente, nos deja en Cafayate, donde haríamos una pequeña parada para luego seguir rumbo a Salta.
CAFAYATE
Como ya era bastante tarde, decidimos recorrer un poco los alrededores y pasar la noche allá.
La verdad es que Cafayate es una ciudad muy linda (artificialmente armada para el turismo, eso sí) donde su mayor atractivo son las viñas que hay alrededor, y a las cuales podés ir a degustar vino gratuitamente, según nos contaron. Nosotros no hicimos eso porque realmente no era algo que nos llamara la atención, pero reconocemos que el paisaje de las viñas embellece muchísimo a esta ciudad.
Además, como casi todas las ciudades turísticas, tenía mucha vida nocturna y estaba bastante limpia y prolija.
La feria de artesanías tenía también precios para turistas, así que nos contentamos con sacarle una foto al mural que nosotros interpretamos como la Pachamama.
A la mañana siguiente, no tuvimos que esperar demasiado (¡aleluya!) para que se detuviera una camioneta blanca, con un señor que mascaba Coca y nos podía llevar directamente hasta Salta.
El Don no hablaba mucho, y cuando lo hacía era con una voz tan bajita que no podíamos entender bien lo que nos decía.
Aún así, estuvimos la mayor parte del tiempo admirando el paisaje del recorrido, que era ciertamente, hermosísimo, de hecho, de las mejores rutas que hicimos.
A mitad de camino, el señor se mete en un pueblito para que almorcemos pejerrey, la especialidad de la zona.
Esta vez, nosotros nos encargamos de nuestros propios gastos, y pedimos un pejerrey (el cual probamos allí por primera vez) y una milanesa.
El comedor era bastante casero, y cuando quisimos acordar, una chica que probablemente tenía más futuro como comida que como comensal, nos estaba haciendo compañía.
Con la panza llena y el corazón contento, continuamos viaje, para finalmente después de horas, llegar a Salta.
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