DESHACIENDO EL CAMINO
La idea era cruzar a Argentina a través del paso de Aguas Negras, pero como en Vicuña nos informaron que estaba cortado porque había nevado la semana anterior (pleno Octubre, ¡una locura!) y que la idea era reabrirlo para Diciembre, no tuvimos más opción que volver por la vieja y querida Panamericana (ruta 5, para los estrictos) e intentar por el cruce de Mendoza.
Nos levanta un señor de 50 y largos años, pero con tantas ganas de vivir que parecía tener más energía que nosotros dos juntos.
El viaje con él, si bien largo, se hizo muy divertido. Nos contó anécdotas de cuando el fue mochilero (una vez más, se cumple la teoría de la empatía al hacer dedo) y compartió con nosotros chistes, música, y todo lo necesario para hacer del camino algo divertido. En un momento, paramos en un pueblo y el compró pan, fiambre y Pepsi para que comamos juntos; antes de eso ya habíamos roto las reglas comiendo primero unos dulces que venden las «palomas», unas señoras vestidas de blanco con algo parecido a un plumero que revolean, al costado de la ruta.
Le contamos a Marcelo nuestra «historia de amor» y se emocionó muchísimo, al punto de repetirnos varias veces en el viaje que hacía muchos años que no oía un caso como el nuestro y que estaba muy contento de habernos conocido.
Al final, nos dejó sobre la ruta, en una bifurcación ya que el seguía viaje a Santiago. No hubo forma de evitar que nos dejara lo que sobró de pan y fiambre (acrecentando nuestra sospecha de que compró de más a propósito para dejárnoslo),la Pepsi y más dulces. No olvidó darnos su tarjeta diciéndonos que si pasábamos por Santiago nos comunicáramos con él, que nos recibiría encantado en su hogar.
Esa noche, armamos la carpa justo al costado de la ruta.
A la mañana siguiente, habiendo comido unos panes de 3 días de antigüedad que teníamos en la mochila (no los del señor Marcelo, sino otros anteriores) junto con el fiambre del día anterior, nos ponemos a estirar el pulgar una vez más.
Esta vez, la transportista es una señora que nos cuenta que sus hijos hicieron lo mismo que estamos haciendo nosotros ahora, y nos da a elegir si queremos que nos deje un poco más adelante en la ruta o si queremos acompañarla a hacer un trámite a un pueblo llamado «San Felipe» y de allí seguimos luego un poquito más con ella. Ya imaginaran que elegimos.
A los pocos minutos, estábamos viendo una orquesta haciendo bellísima música en la plaza principal de San Felipe, la cual es famosa por ser de las más antiguas de todo Chile.
Unos minutos más tarde, estábamos esperando dentro de un local de Movistar.
Y un ratito después, estábamos los 3 en una cafetería, charlando; la señora con un jugo y galletitas, Wa con una enorme copa de helado, y yo con un milkshake en frente y preguntándome cómo era esto posible, mientras calculaba la cantidad de meses que habían pasado desde la última vez que había probado uno. Como ya habíamos sido advertidos antes, la señora no nos dejó pagar nada.
De vuelta en la ruta, y habiendo intercambiado calurosas despedidas y contacto con la señora, seguimos camino al cruce hacia Mendoza. Esta vez, nos levanta un camionero que podía llevarnos directamente al Paso de los Libertadores.
CRUCE DE PASO DE LOS LIBERTADORES
Este cruce es bastante particular, aunque sólo sea por los caracoles.
No, no es que haya muchos de estos insectos propietarios de inmueble, es que la subida hacia el control migratorio es realmente como moverse entre espirales, no apto para aquellos que sufren de vértigos (esto lo digo yo, no el médico, no se asusten).
Veintiocho vueltas y varios túneles son las cosas que hay que atravesar para llegar a la cima. Intentamos sacar una buena foto, pero la verdad es que ninguna le hace justicia, y los videos tampoco reflejan de buena manera la peripecia de subir estos casi 3200 metros… bueno, peripecia para quien maneja y sabe que un desliz le puede costar la vida, pero para nosotros que íbamos en modo acompañante era muy divertido.
El trámite migratorio fue muy rápido, y nadie nos revisó nada, pero sí algo entreverado; teníamos que meternos entre los autos que estaban haciendo fila y nunca nos quedó del todo claro si eso era lo correcto pero fue lo que pudimos hacer.
Al otro lado había un pueblo llamado «Puente del Inca». Pocas casas, poca gente, hermoso paisaje donde hacer dedo se convierte en un deporte panorámico. Aun así, al no tener suerte y saber que en cualquier momento se nos iría el sol, tuvimos que pasar la noche allí.
Nuestra cena fueron las sobras del pan del señor Marcelo; un pan cada uno y a dormir.
Al día siguiente estábamos ansiosos por llegar al próximo pueblo para sacar dinero, porque sólo teníamos 35 pesos Argentinos en el bolsillo (un dólar, para que se hagan una idea) y si bien en Puente del Inca no había cajero, nos habían dicho que en otro pueblo llamado Uspallata sí que había.
Nos levanta un camionero que nos deja a escasos kilómetros del pueblo, totalmente caminables.
Una vez allá, los cajeros nos dieron la espalda y no pudimos sacar dinero, por errores extraños a nuestros ojos que aparecían en la pantalla. Luego de reiterados intentos en dos cajeros distintos (todos los que pudimos encontrar) desistimos y seguimos haciendo dedo con destino a San Juan, donde nos esperaba gente de Couchsurfing.
Desde el primer momento que pisamos el Norte Argentino, el dedo se fue haciendo progresivamente más difícil, al punto de batir todos nuestros récords (pero esta cima del ranking llegaría más adelante, en zonas más desoladas).
Al rato de hacer dedo, nos levanta una señora en camioneta quien nos alcanza solo 3 kms más adelante, donde había un cruce de carreteras, siendo una de ellas la ruta 149 que era la que nosotros debíamos tomar, por decisión propia, no porque fuera la única opción disponible, decisión tomada en base a nuestro deseo de esquivar Mendoza (no te enojes Mendoza, no es nada personal, simplemente sos demasiado grande para nosotros).
Esperamos casi 3 horas, hasta que una camioneta color oro frena muy cerca nuestro y cuando nos ve correr hacia ellos, el conductor nos dice «no no, paramos para ver qué camino tomar nada más». Volvimos con el rabo entre las piernas a sentarnos a nuestra piedrita, y seguir haciendo dedo. Al rato, se acerca el conductor del auto con un vaso de café en la mano y nos pregunta hacia dónde vamos. Unos minutos después, íbamos en su camioneta, algo apretados contra unos baúles repletos de marionetas. Se trataba de dos actores chilenos, chico y chica, que se dirigían a un festival de marionetas, donde iban a efectuar una performance con marionetas confeccionadas por ellos mismos.
La ruta 149 era una chica solitaria y difícil. No solo no se veían más autos en el camino, sino que tampoco se veían señales de vida de ningún tipo. Ese tipo de lugares donde no te gustaría quedarte varado… ¿verdad destino?
El auto trastabilló, la explosión sonó como un balazo que mataba nuestras esperanzas de llegar con luz solar al próximo pueblo, y las miradas que nos intercambiamos a través del espejo retrovisor aclararon todo.
Sí, habíamos pinchado.
Sí, en medio de la nada.
Aun así, y a pesar de que esto va a sonar muy sexista, la realidad es que los chicos del grupo se pusieron panza arriba a reemplazar la rueda herida, mientras las chicas del grupo nos dedicábamos a tomar y servir agua y sacar fotos del suceso, mientras ofrecíamos ayuda que no fue aceptada. Pensábamos ser las encargadas de detener otro auto en caso de necesitar ayuda pero claro ¿qué auto? Si no pasaba ni una llama, así que la rueda tuvo que ser repuesta usando maña y herramientas convencionales, mientras el conductor repetía una y otra vez que el vehículo había sido comprado hacía sólo 15 días.
Unos 60 minutos después, la rueda nueva seguía girando en la carretera y seguíamos viaje.
La verdad sea dicha, solitaria pero hermosa. La ruta 149 es muy panorámica, y si bien tiene partes de ripio en donde todos íbamos temblequeando, en su mayoría está bastante sana. Pasamos por algunos pueblos que parecían un oasis en medio del desierto, donde daban ganas de bajarse; tal es el caso de Barreales, que como su nombre lo deja entrever, habían muchas casitas hechas de barro, y además era hermosa, un oasis verde en medio del amarillo amarronado del que veníamos.
Sobre las nueve de la noche, la camioneta nos deja en una especie de parador en medio de la ruta, nuevamente desolada. Era en este punto que nos separábamos, ya que ellos seguían rumbo a San José de Jachal, un pueblo más al Norte, y nosotros nos dirigíamos a San Juan, que estaba a unos 60 kilómetros de ese parador (tan cerca pero tan lejos).
Preguntamos varias cosas en el parador para hacernos una idea de cómo manejarnos en los próximos minutos. ¿Cambian dinero chileno a argentino? No (no se olviden que solo teníamos 35 pesos argentinos encima). ¿Hasta qué hora están abiertos? Hasta las 22 hs. ¿Podemos acampar acá? Sí, abajo del techito, afuera. ¿Cuánto cuesta el sándwich más barato? 25 pesos. ¿Y te puedo pedir agua caliente? Sí, cuesta 10 pesos.
Además de no comprarle nada y en contra del consejo que nos dieron de no hacer dedo tan tarde porque era peligroso, decidimos seguir intentándolo mientras nuestros ex-transportistas se tomaban un café antes de seguir su viaje. También preguntamos a una camioneta que se detuvo en el parador, sin éxito.
Como media hora más tarde, una camioneta se detiene pero unos metros más delante de donde estábamos. Wa corre como una gacela y yo dudo unos segundos hasta que finalmente comienzo a correr también (o lo más parecido que se puede con una mochila de 15 kg encima). Un rato después íbamos en la parte abierta de atrás de una camioneta, luchando contra el viento, rumbo a San Juan. Pero sería luego cuando me enteraría que en realidad, cuando Wa se arrimó a la camioneta, vio un chico haciendo pis al costado del auto, que le explicó que habían parado para obedecer a los llamados naturales, pero que nos subiéramos igual. También me contó Wa, que cuando vió que yo iba corriendo, usando una palabra poco decorosa, tuvo que interrumpir el flujo líquido de su interior y subirse el pantalón en tiempo récord.
SAN JUAN
Una media hora después nos bajábamos en una estación de servicio de Chimbas, un barrio de San Juan.
Los chicos de la camioneta nos habían aconsejado que no saliéramos caminando de la estación de servicio porque esa zona era muy peligrosa, pero acostumbrados a que la gente diga que una zona es peligrosa sin serlo tanto, no le prestamos demasiada atención al asunto y sólo nos limitamos a comunicarnos con personas que nos podían hospedar en la ciudad, luego de pedir descaradamente el wifi de la estación de servicio sin comprar nada.
Estas personas también nos aconsejaron que por nada del mundo saliéramos de Chimbas caminando. Ya extrañados, Wa le preguntó a un pistero de la estación si era realmente tan así la cosa, o si podíamos ir caminando hasta el centro de San Juan, a lo que el pistero casi gritó, haciendo ademanes con las manos, diciendo que ni se nos ocurra, que en menos de dos cuadras terminaríamos sin mochilas y quizás hasta muertos. Todo muy extremo.
Luego de ese comentario, nos propuso esperar quince minutos más a que él terminara su turno, y nos llevaba en auto hasta el centro, pero que, por favor, no fuésemos caminando.
Este señor nos llevó en su auto, precisamente por la zona más complicada de Chimbas, y en efecto, era una boca de lobo. Para peor, había una cooperativa de viviendas en construcción, por lo que, según nos contaba el pistero, muchas veces los ladrones se escondían en las construcciones a medio terminar para sorprender a los pocos distraídos (o despreocupados… o extranjeros…) que osaran ir por allá. Nos contó anécdotas varias de la zona, y finalmente nos dejó en la terminal de buses, donde nos encontraríamos con uno de los chicos que nos recibiría por unos días en San Juan.
A todo esto, seguíamos con la escasa cantidad de 35 pesos argentinos en el bolsillo.
El chico que nos hospedó primero nos cocinó una rica pizza, y no aceptó nuestra promesa de pago cuando consiguiéramos sacar plata del cajero.
Y hablando de eso, recién al día siguiente en la noche y después de muchas vueltas, mails al banco y demás, logramos sacar dinero del cajero.
Nosotros creemos que lo que nos impedía sacar plata, era el hecho de que no habíamos avisado al banco que íbamos a estar en Argentina. Así que recuerden siempre avisar con anticipación a su banco, un poco antes de cambiar de país, si no quieren estar días con 35 pesos en el bolsillo, como nosotros. De hecho, después de esta situación, nos planteamos los 3 mandamientos antes de cruzar una frontera. Si les interesa saber cuáles son, desplieguen abajito.
La ciudad de San Juan no nos sorprendió en demasía. Encontramos una plaza en donde había aviones y tanques de guerra, modelos que se utilizaron en la guerra de las Malvinas.
No me termina de convencer esto de exhibir artilugios de carácter bélico en una plaza, en donde juegan niños y donde se supone debería ser un lugar de esparcimiento y/o tranquilidad, pero bueno, entiendo que los motivos que mueve a la gente a hacer estas cosas es algo así como «no olvidar»… sigue sin convencerme, pero bueno.
En resumen, San Juan no era una fea ciudad, pero seguía siendo una ciudad bastante grande, con todo lo bueno y malo que eso conlleva, y sin un atractivo particularmente llamativo a nuestro parecer.
Como algo a destacar, les cuento que en una de las casas que nos quedamos, ubicada hacia las afueras de la ciudad, había 30 gatos.
Sí, de verdad, 30 gatos. Nunca había visto tantos gatos juntos… la señora de los Simpsons estaría orgullosa.
Cuando nos íbamos de esa casa, caminando por las callecitas de tierra de este barrio mientras buscábamos la parada del bus local para que nos lleve a las afueras de la ciudad y poder hacer dedo, pasa una camioneta gris, una cabecita nos mira atentamente del lado del conductor, y se detiene. Cuando llegamos a la altura donde estaba estacionada la camioneta, vuelve a aparecer la cabecita y nos grita «¡Hola! ¿Los llevo?».
El muchacho movió los instrumentos de agrimensura para dejar espacio para nosotros y las mochilas. Nos preguntó si hacíamos couchsurfing y ante nuestra afirmativa, nos dijo muy triste «a mí no me mandaron solicitud». Él había comenzado a utilizar la aplicación hacía poquito y estaba como nene con chiche nuevo.
Estuvimos hablando un rato, hasta que llegamos a la ciudad, y dejándonos cerca de la ruta para hacer dedo, nos despedimos.
Tuvimos que caminar hasta una estación de servicio para encontrar un buen punto. Aun así, el tiempo pasaba, y nuestra esperanza decaía, hasta que un señor se acerca y nos pregunta de qué parte de Uruguay somos. Nos dijo que si dentro de unas 4 horas nadie nos había levantado, él nos llevaba unos kilómetros. Y así fue. Luis era un camionero uruguayo, viviendo en Argentina desde hacía 35 años, y nos cuenta que el no suele levantar gente en la ruta pero cuando vio la bandera de Uruguay quiso llevarnos.
Estuvimos hablando de cosas de allá y cosas de acá, de cómo terminó en Argentina y hasta teníamos algún conocido en común. Me acordé enseguida de aquel reclame de Nix, una marca de refresco uruguaya, que decía “acá nos conocemos todos”. También nos habló sobre sus años de mochilero viajando a dedo.
Antes de dejarnos en la ruta donde debíamos seguir haciendo dedo, se puso muy serio de repente y nos dijo dos cosas: primero, que esa ruta donde pensábamos hacer dedo era prácticamente un desierto y que era imposible que nos levantasen… también nos dijo que estábamos locos por querer hacer dedo ahí. Y segundo, nos dijo que si acampábamos en esa zona, o en cualquier otra ruta del Norte Argentino, tuviésemos mucho cuidado al desarmar la carpa porque estaba lleno de serpientes Yarará, Coral, y Cascabel (luego, más al Norte nos habló que también habían cruceras) y de arañas viuda negra y escorpiones. Básicamente, todas potenciales causas de una muerte rápida.
Nos aconsejó que antes de desarmar la carpa la agarrásemos de una punta y la sacudiéramos primero, porque era posible que se escondieran debajo, y nos dijo también que si bien no suelen atacar si no se las molesta, la Cascabel sí que era peleadora; ella te va a buscar camorra incluso aunque no le hagas nada. Lo bueno es que tiene la campanita para avisar cuando está enojada.
Luis nos recordó también como reconocer una coral de una falsa coral, pero como decía él “bueno, igual si ven una no se van a poner a fijarse si es la venenosa o no, solo váyanse lejos”. Bastante lógico (aunque como bióloga frustrada, me gustaría ponerme a ver cuál es, pero bueno).
LA RUTA DESÉRTICA Y EL PEDIDO DESESPERADO DE AGUA
Y era verdad nomás… esa ruta era prácticamente un desierto. Incluso parecía un paisaje sacado de otro país; unas pocas casitas de barro decoraban el paisaje, y niños llenos de tierra jugaban en los frentes, con ramitas y pequeños fuertes en miniatura hechos de piedras. La poca gente que se veía, nos miraban como si fuésemos extraterrestres caídos del espacio exterior.
Intentamos comprar algún tipo de refresco, porque apenas teníamos unos 200 ml de agua, mas bien tirando a caliente, y el sol estaba empezando a dejarnos secos. Preguntamos en una casa que oficiaba de pequeño almacén, pero no tenían bebidas, sólo cerveza; nos mandaron a otra casa que vendía refrescos, unos metros más allá. Cuando fuimos, no había nadie, pero una señora que estaba barriendo nos dijo que la dueña había salido recién. Derrotados, seguimos caminando por la ruta. Las casitas desaparecieron, la ruta se volvió un solo ser amarillento, los casi inexistentes autos que pasaban no paraban, y el calor nos estaba agotando cada vez más.
De repente, a lo lejos, vimos un camión y una camioneta estacionados, y movimiento al costado de la ruta. Unos obreros estaban mojando una especie de mezcla con tierra, con una manguera de esas enormes. Wa y yo nos miramos, miramos el chorro de agua que salía de la manguera, nos volvimos a mirar, y después de una disertación, decidimos acercarnos al que tenía la manguera, y Wa en un impulso desesperado le pregunta “¿esa agua es potable?”. La viva imagen de la sed y desesperación.
El señor nos dijo que no, así que seguimos caminando cabizbajos, cuando de repente escuchamos el grito de otro que nos dice “¡Agua! ¡A él! ¡Pregúntenle a él!” mientras nos señalaba al muchacho que estaba recostado sobre la camioneta. Lo miramos, y él se acercó. Buscó un bidón de agua en el camión estacionado, y nos rellenó las botellas. Todas. Nos preocupó que ellos se quedaran sin agua potable, pero nos dijo que no pasaba nada porque dentro de poco se iban.
Continuamos caminando por la ruta, haciendo dedo a los pocos autos que pasaban y no paraban, pero ahora nuestros ánimos estaban renovados porque sabíamos que teníamos agua. No teníamos comida, en caso que hubiera que pasar la noche allí, pero sí agua.
De repente, una camioneta frenó, y un señor con un niño y una niña chiquitos, nos hicieron subir. Nos contaron que era difícil que nos levantaran allá, y que ellos podían dejarnos en el pueblo de la Difunta Correa, de quien ya contamos la historia en uno de los post de Ushuaia.
VALLECITO – EL SANTUARIO DE LA DIFUNTA CORREA
Nos bajamos en Vallecito, y si bien estábamos tratando de llegar a Pagancillo rápido, nos pareció una buena oportunidad para visitar el santuario de la Difunta Correa. Nos llamó poderosamente la atención el hecho de que el camino al santuario, además de tener muchas casitas pequeñas, tuviera tantas matrículas de autos.
Buscando información al respecto, nos enteramos que esto se debe a que mucha gente le deja esas casitas o esas matrículas a modo de ofrenda, representando el favor concedido, es decir, quien le deja una matrícula es porque se cumplió el favor pedido de comprar un auto, y quien deja casitas, es porque pudo comprarse o fabricarse una casa, luego de pedírselo a la difunta Correa. De hecho, muchas de estas casitas son maquetas de la casa que la persona se construyó, y algunas dejan una foto junto con la casita, para que se note este detalle.
Luego de comprar algo de comida para continuar viaje, y dudar si pasar la noche allí o no (ya eran como las 18 hs) seguimos haciendo dedo en la ruta, aprovechando las últimas gotas de sol.
El primer camión que pasa, se detiene.
El chofer esta vez era un señor que estaba bastante enojado con la vida en general, pero no quería dejarnos tirados. Nos contó que estaba hablando por celular con su hijo y cuando nos vio le dijo “uh, la pu** madre, espera que hay dos locos haciendo dedo acá, la pu** madre que los parió”; así, con todas las letras que yo no puse. Nos causaba gracia como maldiciendo nos levantó igual, se ve que de alguna manera se sintió en la necesidad de no dejarnos tirados. A mi me pareció de esas personas que se ven muy duras por fuera pero son muy buenas por dentro.
Después de hablar mucho, relajar mucho a todo lo relajable (desde los políticos hasta las calles rotas), nos dejó en una ruta que nos llevaría a un pueblito donde pensábamos pasar la noche. Y hablando de noche, ya casi no había luz solar, y lo que nos separaba del pueblo eran unos 4 kms, así que decidimos hacerlos caminando. En eso que íbamos caminando, una moto nos saluda al pasar; esto no fue algo extraño, muchas veces la gente de los autos o de las motos saluda al caminante, por pura empatía o simpatía. Pero lo raro fue que este se detuvo unos metros más adelante y nos esperó.
Con nuestra mente podrida de país tercermundista acostumbrado a los robos, nos pusimos en guardia, después de todo era imposible que una moto nos quisiera llevar al pueblo, porque no íbamos a entrar con mochilas y todo.
Cuando llegamos a la moto, el señor nos saluda, y nos cuenta que e Boliviano y que nos vio en el Santuario de Difunta Correa y quiso saludarnos porque el también está viajando. Nos deseó suerte, y siguió andando. Nosotros también.
MARAYES
Finalmente, ya con la noche llegamos a Marayes, un pueblito muy chiquito, con muy pocas casas y escasa iluminación.
Golpeamos en la puerta de un almacén, y le compramos un refresco a la señora que nos vino a atender. Además, de paso le preguntamos donde podíamos poner la carpa, y si era peligroso. Nos dijo que lo mejor era debajo de la garita de los buses, y que no era peligroso para nada. También nos dijo donde conseguir pan.
Cuando fuimos a la casa que en teoría vendía pan, nos atiende una señora y nos dice que ella no tiene, pero que podíamos conseguir en otra casa que nos indicó. Aproveché a preguntarle también si sabía dónde podíamos poner la carpa (en una de esas alguien se apiadaba, y nos dejaba armarla en su patio). Nos recomendó la misma garita.
Sin rendirme, fui hasta unos contenedores probablemente de obreros de construcción que estaban en la zona (que era además la parte más iluminada del pueblo) y pregunté a los señores que estaban adentro si sabían dónde era el mejor lugar para poner la carpa. Obtuvimos la misma respuesta.
Por último, probé con un señor que pasaba, y cuando ya nos dijeron, por cuarta vez, “debajo de la garita de los buses”, fuimos para allá y armamos la carpa.
Ah, el pan, nunca lo conseguimos.
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