RIO GALLEGOS
Luego del largo viaje anterior, nos levantamos de nuestros sobres a las 05:30, o debería decir, nos erguimos en modo de iceberg. Esta fue, definitivamente, la noche en la que pasé más frío en toda mi vida, por lejos.
Cuando salímos de la carpa para desarmar, juro que casi no podía sacar las varillas porque no podía doblar los dedos, no los sentía. Estábamos dándole una buena probadita al sur de Argentina. A Wa no le hacía mucha mella porque total a el le gusta el frío, pero yo que soy un bicho tropical, creí que era humanamente imposible soportar más frío que ese.
Al rato, estábamos haciendo dedo de nuevo, apenas a unos pasos de la estación de servicio. No era el mejor lugar, ya que no estaba tan alejado de la ciudad, sino más bien dentro de ella. Luego de una hora y diez minutos sin éxito, decidimos que no era un buen lugar.
Usando el GPS para ver el mapa, descubrimos que estábamos relativamente cerca de un destino bastante… particular. Les dejamos unas capturas de pantalla para que nos entiendan, aunque probablemente este va a ser un chiste interno entre gente de sólo algunos países, ya que creo que no en todos lados tiene una connotación tan… grosera, como en otros.*
Caminamos atravesando toda la ciudad para llegar a las afueras, vuelta a la ruta 3. En el camino, un señor que aparentemente regentaba algo así como un deshuesadero de autos, nos llamó a los gritos, y al acercarnos, nos dijo que como nos vió con las mochilas quería saber a dónde íbamos a ver si nos podía ayudar (¡más amoroso él!).
Cuando le contamos, nos confirmó que sí, que para conseguir que nos llevaran, íbamos a tener que salir de la ciudad porque ahí nadie nos iba a levantar. Le dimos las gracias, y seguimos caminando hasta encontrar un buen punto en las afueras de la ciudad. Treinta minutos luego, nos levanta un señor en un radiante auto último modelo, y nos cuenta que estaba yendo camino al trabajo. Ok, pensamos, qué amable de su parte levantarnos incluso yendo a trabajar.
A los pocos minutos, frena en la estación de policía de Chimen Aike, justo en el estacionamiento marcado con las palabras “Sub-Jefe”. Sip, señoras y señores, era el sub jefe de policía de la comisaría de este pueblito, y aprovechó a registrarnos en sus historiales, pidiéndonos documentos y demás datos. No nos quejamos, nosotros tuvimos nuestro “aventón”, y ellos cumplieron con su deber, todos felices.
Salímos de la estación de policía, y nos pusimos a hacer dedo a escasos pasos de ahí, creyendo que a la gente le daría más confianza, y aprovechando que un oficial paraba a cada auto que pasaba para pedirle los documentos… pero no, resulta que era todo lo contrario, a la gente probablemente le daba miedo creer que estarían haciendo algo ilegal al levantarnos, ante la mirada de la policía, y nadie nos paraba, así que tuvimos que alejarnos un poco de la comisaría, y caminando un rato por la ruta, llegamos cerca de una curva desolada.
La espera allá fue muy amena porque teníamos toda la calle para nosotros, los autos pasaban muy cada tanto, y el paisaje era 100% disfrutable, además que el clima, en ese momento, no estaba nada mal.
Al ratito, nos levanta un auto donde iban dos señoras que se dirigían a Chile para hacer unas compras, así que el plan era dejarnos en la frontera para que nosotros también pudiéramos pasar.
La idea, según nos había explicado un camionero que según el sería el mejor camino, era cruzar a Chile, después cruzar en la lancha que atraviesa el estrecho entre el continente y la isla donde está Ushuaia, y luego hacer un tramo de unos 200 kms y algo, para después entrar a Argentina otra vez, y seguir rumbo a Ushuaia por la ruta 3 (me salió un versito).
La frontera con Chile fue un poquito estresante, más que nada porque no sabíamos cómo de diferente podía ser comparada con Argentina y Uruguay, y teníamos miedo de que algo de lo que lleváramos no estuviera permitido allí (no se piensen cosas raras, me refiero a cosas como el cuchillo de camping, la sal en un tachito, la comida, cosas asi).
Si bien nos preguntaron de qué eran las latas que llevábamos (una de salchichas de Viena y otra de atún) la cosa no pasó a mayores, y a los pocos minutos ya estábamos haciendo dedo, en una ruta de Chile, a las afueras de la frontera.
Esta fue, probablemente, la espera a dedo más larga de todo el viaje. Dos horas tuvimos para estudiar bien los alrededores mientras levantábamos el pulgar a cada camión que salía de la frontera. A algunos metros podíamos divisar una casa rodante ya establecida, donde su desaliñado habitante había sacado paneles solares, sillas y demás cosas para afuera.
Nos daban ganas de ir a hablar con el, pero teníamos miedo de perder un aventón. Ahora viendo las cosas en retrospectiva, creo que hubiera sido una linda experiencia ir a charlar con el misterioso señor de la casa rodante. Supongo que estas cosas son las que el camino te va enseñando, para que cuando toquen de nuevo, sepamos qué hacer, y no nos paralice la vergüenza ni el miedo ni el “y si…”.
Cuando un auto para y nos hace señas no lo podíamos creer. Nuestros ángeles de la guarda esta vez venían en forma de un señor y su hija, quien llevaba a su bebé a upa. Nos cuentan que ellos son chilenos pero viven en Argentina, y ahora estaban yendo a una ciudad Chilena cerca de allí a comprar cosas porque parece que está mucho más barato, probablemente al mismo lugar que iban las señoras que nos habían levantado antes.
El embarcadero de la lancha no quedaba en su camino. Les pedimos que nos dejaran a la entrada de la ruta que lleva al embarcadero, que eso si les quedaba de pasada, y nosotros podíamos hacer el resto de la ruta caminando, pero ellos prefirieron desviarse un poco y meterse por ahí, para dejarnos justo a donde teníamos que llegar, y evitarnos la caminata. Dijeron “no pasa nada, así aprovechamos y conocemos nosotros también la lancha que nunca la vimos”. Esas frases dichas para hacernos sentir menos culpables fueron inmensamente agradecidas.
CRUZANDO EL ESTRECHO MAGALLANES
Para llegar a Ushuaia, primero debíamos atravesar el Estrecho de Magallanes, que es el que separa Sudamérica de Tierra del Fuego.
El embarcadero estaba lleno de camiones y algún que otro auto, todos haciendo fila, prontos para embarcar.
No podíamos encontrar una fila de humanos a pie, ni tampoco lugares donde consultar.
La lancha todavía no estaba dispuesta para embarcar, así que para matar el tiempo, y probar algo de Chile, compramos un par de panchos con palta (aguacate) y demás salsas en el único parador que había. Más tarde los conoceríamos por su nombre de «completos».
Apenas nos dieron la comida, prolijamente en bandejitas de espuma plast, los autos y luego camiones, comenzaron a subir a la lancha, así que nosotros emprendimos paso también, guardando las bandejitas de comida en una bolsa de nylon, para comerlos más adelante.
Subimos la rampa del barco, y nos dirigimos a una ventanilla donde había gente haciendo fila, suponiendo que allí se pagaban los tickets.
De repente, se arrima un chileno con chaleco anaranjado (evidentemente personal del barco) y viendo nuestras mochilas nos dice que nosotros no teníamos que pagar porque íbamos a pie, que esa gente en la fila eran los dueños de los autos que sí pagan ticket. Ante nuestras caras de sorpresa y volver a preguntar “¿entonces no tenemos que pagar nada?”, el señor nos dá unas palmaditas en la espalda y nos dice “No tenei que pagar nada po, ¡a disfrutar de la vida!” alejándose luego con una sonrisa en el rostro. La nuestra era igual de amplia, pero no tanto por el ahorro, sino mas bien por la alegría que le dio al señor comunicarnos que no teníamos que pagar, y por la filosofía de vida encubierta que nos regaló.
A disfrutar de la vida.
Amén.
El viaje fue cortito, apenas unos 20 minutos que disfrutamos al máximo acomodándonos en la parte más alta de la lancha, donde sólo entrábamos nosotros y nuestras mochilas. Me sentía como la pirata peliazul, subida allá arriba del mástil ese largo (creo que se llama “carajo”… sí, lo digo en serio, no me miren raro) con el catalejo gritando “Tierra a la vista”… solo que me faltaba el catalejo.
Al bajar de la lancha, la desolación era total. No había nada, ni garitas de nada, ni gente, ni un mísero techito, nada, pura vegetación y desierto verde-amarillento.
Paramos debajo de una estructura de vigas enormes, al costado de la ruta, que vaya uno a saber de qué fueron, y comimos los panchos ya fríos, pero igualmente riquísimos.
Tratamos de apurarnos, porque nos dimos cuenta que los camiones que iban en la lancha habían sido los últimos en bajar y recién ahora estaban comenzando a pasar por la ruta, camino a Ushuaia. Comenzamos a hacer dedo, sintiéndonos muy chiquitos y perdidos.
Enseguida nos para un camión al cual le habíamos hecho dedo cuando estábamos en la frontera de Chile pero no había parado, y luego lo vimos en la lancha. Podría decirse que la tercera es la vencida.
Cuando se abre la puerta del acompañante, el chofer nos dice “los levanto porque si acá no los lleva nadie se van a quedar solos. No hay muchas lanchas más hoy, y si no los levantan, van a tener que esperar hasta mañana cuando vuelva a traer mas camiones la lancha… eso sí, sáquense los championes para subir”.
Más adelante, el camionero que se presentó como Luis, nos contaría la historia de un chico que tomó la última lancha, y ninguno de los camiones que iban en ella lo quiso llevar, así que se puso a caminar por la ruta, donde, obviamente, no pasaba ningún vehiculo (porque ya no habían más lanchas en el día) así que en la noche le comenzó a dar hipotermia, y se desmayó justo cuando divisó un grupo de personas alrededor de una fogata en el medio de la nada. Por suerte, estas personas lo vieron y lo llevaron junto al fuego, pero sino, el pobre muchacho quizás no contaba el cuento.
Y como el, nosotros podíamos haber caído en la misma situación, o similar.
La verdad es que pasamos un muy buen rato, charlando con Luis, anécdotas van y anécdotas vienen. El estaba volviendo a su casa, que afortunadamente quedaba en la ciudad misma de Ushuaia, así que seguiríamos con el hasta el final, lo cual significaba unas 7-8 hs de viaje.
Tuvimos que pasar nuevamente las fronteras, primero la de salida de Chile, lo cual fue un trámite bastante rápido y luego la de entrada a Argentina que fue un poco más complicada.
El trámite de Luis fue rápido, pero cuando los policías vieron que íbamos con el, nos hizo bajar para revisarnos. El camionero dijo que nos esperaba al costado de la ruta.
Los policías nos hicieron sacar todo de la mochila… y cuando digo todo, es TODO. Un uniformado joven y serio acomodó nuestras mochilas sobre una mesita, ante la mirada preocupada de los turistas que hacían el trámite de entrada, e iba abriendo bolsillos y mirando objeto por objeto, mientras preguntaba cosas con aire de falsa despreocupación.
Estudió minuciosamente el cuchillo de caza que llevábamos y por un segundo pensé que nos lo confiscaría pensando que íbamos a matar a alguien, pero no. Capaz lo convenció que se notaba que aún nunca había sido usado para nada. Después abrió el estuche de “higiene”, manoteó una toallita íntima y la apretó con tanto énfasis que estuve a punto de preguntarle si precisaba una. Siguió revolviendo las mochilas, y cuando estuvo conforme, nos pidió que nos vaciáramos los bolsillos. Del mío sólo salió un papel de chicle, un paquetito con 2 o 3 todavía enteros, y escasas monedas.
Dándose por satisfecho, el uniformado nos dijo que podíamos guardar todo, mientras el le avisaba al camionero que ya volvíamos con el, y que estaba todo en orden.
Se fue panchamente, como si fuera tan fácil volver a armar ese tetris que son nuestras mochilas.
Le agradecimos a Luis por habernos esperado, y el nos contó que “menos mal que no tenían nada raro” porque ya le había pasado de llevar a otras personas que tenían marihuana o cosas así, y después el que quedaba mal parado y arriesgando su trabajo era el. Tiene razón.
Atravesamos una zona LLENA de ovejas, pero LLENA en serio… solo faltaba ver a Heidi con Pedro, cosa que lamentablemente no pasó (capaz que porque no estábamos en los Alpes, o capaz porque pertenecen a una novela de ficción).
Nos llevamos un susto de novela cuando un corderito se cruza en la ruta. Luis no pudo frenar a tiempo, y la ovejita desapareció bajo el camión, pero cuando miramos por el espejo retrovisor, no vimos rastros de sangre ni nada. Probablemente, la ovejita había conseguido pasar impune por debajo de la carrocería metálica. Respiramos aliviados.
Más adelante, pasamos cerca de un bosque lleno de árboles con ramas retorcidas. Parecíamos estar avanzando dentro de un cuento Lovecraftiano, donde en cualquier momento saldría algún ser sobrenatural a devorarnos las almas.
Ya llegando a Ushuaia, Luis nos compartió el internet de su celular para comunicarnos con nuestro próximo host en Ushuaia, y avisarle mas o menos a qué hora llegaríamos. El nos pasaría a buscar, una vez hayamos llegado allí.
Bien entrada era la noche cuando comenzamos la bajada que nos llevaría la ciudad de Ushuaia. La misma estaba rodeada de montañas, y el camino de entrada era como un espiral rodeado de vegetación.
En una parte, siendo las 23:30 hs y no viendo más que lo que las luces del camión iluminaban, Luis nos propuso bajar. Diga que habíamos hecho buenas migas con el camionero, porque de lo contrario, podríamos pensar que había esperado a llegar a una parte desolada y oscura para liquidarnos sin que nadie se entere y tirarnos por la montaña… ok, sí, lo pensamos sí, es cierto, que mal, que feo nosotros, pero enseguida nos acordamos que no, que la gente suele ser buena, que los malos son los menos, así que nos calmamos y disfrutamos el momento.
El lugar era desolado y estaba tan oscuro que aunque hubiese alguien cerca, no nos enteraríamos. Resulta que allí había un mirador, y si bien no tuvimos el paisaje de las montañas rodeadas de vegetación, pudimos ver la luna en su máximo esplendor, y un leve reflejo que indicaba que debajo, en alguna parte, había agua.
De pronto, aparecen unas luces seguidas de risas. Obviamente mi mente pensó lo que quiere creer: ¡espíritus! ¡Fantasmas! Interrumpimos su descanso, estamos fritos. Pero no, nada más lejos de la realidad… eran muchachos y muchachas de carne y hueso que habían estacionado en el camino, cerca del camión, y bajaban a ver la luna, como nosotros.
LLEGAMOS AL FIN DEL MUNDO
Seguimos camino con Luis, hasta que finalmente sobre la medianoche, llegamos a Ushuaia. El nos cuenta que su hija lo esperaba con un plato de sopa, pero quería esperar a que nos pasaran a buscar a nosotros antes de irse. Habiendo pasado ya unos minutos, se disculpa diciéndonos que iba a tener que irse porque no quería que la hija lo esperara demasiado. Justo en el momento en que el se sube al camión y comienza a prender el motor, llega nuestro próximo host, en una camioneta gris, y nos invita a entrar a su coche. El destino coordinó nuestros transportes muy bien.
Cuando entramos al hogar que nos esperaba en Ushuaia no lo podíamos creer. Tres pisos, ascensor, amplio living con piano de cola, etc.
Hasta tuvimos que dejar los championes en la entrada, y habían pantuflas para ponernos, o si preferíamos, podíamos andar descalzos, lo cual para mi fue la mejor opción.
El señor que nos había ido a buscar nos invita a sentarnos en la mesa de la cocina, y nos muestra 4 bandejas, mientras dice “acá tienen pollo, papas fritas, y por si no comen carne, tartas de verdura. Es todo para ustedes así que elijan lo que quieran. También tienen Coca Cola en la heladera”, y deposita 2 vasos, 2 platos, y la botella de refresco sobre la mesa.
¿Coca-Cola? Si leyeron nuestra entrada anterior van e entender por qué se nos iluminó la cara cuando escuchamos esas palabras.
Acto seguido, se sienta del otro lado de la mesa, y se queda charlando con nosotros mientras devoramos parte de la comida que nos habían comprado.
Nos cuenta que ellos son una pareja de médicos, ambos de unos 65 años, que cuando éran más jóvenes habían viajado mucho y de muchas maneras (en van, a dedo, en avión, en caravana, etc) y se prometieron a sí mismos, que cuando estuvieran mayores, iban a tener una casa para recibir viajeros de todo el mundo, y que su idea era proporcionarles un lugar donde pudieran descansar tranquilamente, y tener unos días de comodidad (un «oasis» le llamaban ellos), así que habían dispuesto su casa con cuartos privados para esto.
Unos genios.
Nos cuenta que en ese momento estaban hospedando también a una pareja de viajeros, ella brasilera, él irlandés, y que estaban en el cuarto en frente al nuestro. Probablemente los conoceríamos al día siguiente.
Luego de un rato de charla, nuestro anfitrión se fue a dormir, no sin antes mostrarnos nuestros cuartos. Nosotros terminamos de comer, lavamos todo, y nos fuimos a hacer noni también.
Nos esperaba un cuarto 5 estrellas, mejor que el cuarto de varios hoteles por los cuales hemos transitado en la vida, con 2 camas sobre las que reposaban toallas limpias y dobladas, un calefactor, sillas, mesitas de luz bien iluminadas, y una ventana con vistas a una montaña nevada.
También había una baño para invitados súper lujoso, con dos piletas, una bañera, etc.
“¿No nos habremos equivocado? ¿No nos cobraran todo esto cuando nos vayamos?”
Pero no, no nos equivocamos. La gente buena está por todos lados, y el único miedo que podemos albergar es el de sentir que nuestras retribuciones no son suficientes ante semejante benevolencia.
No hay nada como una noche de frio a la intemperie y se te cale el frio por los huesos, jajaja.
No se cual es la mejor reacción, si la de ustedes o la del señor chileno de la lancha, el de chaleco naranja.
Que buena filosofía de vida los doctores!!
Ah sí, un frío importante.
La filosofía del doctor es genial, dar y recibir.
¡Saluditos!
Yoa ! Fuiste como Morcillo López yendo a la Luna y no lo contaste con todo el color ! CRUZASTE EL LEGENDARIO ESTRECHO DE MAGALLANES ! .. básicamente dijiste.. cruzamo en una lanchita y comimos palta con pancho frío..
TUMMA
JAJA, tal cual, ahí lo pusimos.