Salimos de Mombasa a una hora no aceptable para moverse a dedo, por lo que pensámos que quizás lo mejor sería movernos en mini bus.
La verdad es que también queríamos quedarnos lo más posible en aquel apartamentito privado que tuvimos por 2 días, y disfrutar un poco de la privacidad, ya que no es tan habitual cuando viajamos, así que estiramos la partida lo más posible.
Y ahora puedo decirte: que bien que estuvimos, porque nos esperaba una jornada larga.
DE MOMBASA HASTA DIANI A LOS PONCHAZOS
Diani era el próximo destino costero que nos esperaba en Kenia.
En el centro de Mombasa podíamos encontrar matatus que nos fueran acercando a destino, así que esa sería nuestra primer misión, aquella que creíamos sencilla.
Primer tramo: encontrar el mini-bus
Estábamos lejos del centro de la ciudad, y la idea era encontrar un matatu (mini-bus) que nos dejara allí, así que caminamos con la esperanza de que el matatu nos encontrase a nosotros, como suele suceder en África.
Nos habían dicho que el costo del mismo sería de unos 70 KSH por persona (USD 0.5 aprox) así que ya teníamos un precio de referencia para que no nos intentaran cobrar de más.
Caminando llegamos a una zona llena de matatus donde los choferes y “guardas” se nos tiraron arriba como moscas a la carne. Nos llamaban a los gritos, nos cerraban el camino y nos empujaban hacia su bus. Incomodados por el trato, que ya no nos era desconocido pero tampoco nos gustaba, seguimos caminando.
Molesto, Wa empezó a caminar más rápido, y para este punto yo no entendía bien a dónde estábamos yendo o qué estábamos haciendo, pero lo seguía con confianza. ¿Todavía buscábamos un matatu para ir al centro? ¿Estábamos yendo al centro caminando?
Tampoco importaba. Sabiendo cómo acostumbramos caminar, no sería raro que terminásemos llegando al centro a pura pata, y eso es gratis y saludable así que no me quejo.
Habiendo caminado ya una distancia considerable, un matatu paró cerca de nosotros y Wa aprovechó la oportunidad para preguntar el precio. Considerando que los precios de los matatu van bajando a medida que se acercan a destino, y que con la caminata estábamos ya bastante más cerca del centro, debía ser más barato que los 70 que costaba desde más lejos.
Debía, pero nos dijeron que costaba KSH 100 cada uno.
Wa se rió y continuó caminando, a lo que el chico del matatu fue detrás y le dijo “ok, 50”. Ese era un precio más razonable, y me atrevería a decir, real.
Segundo tramo: el ferry
Para decirlo a lo bruto pero que me entiendas, Mombasa está separada en 4 partes, algunas con agua entre medio. Una de esas partes era la que teníamos que cruzar.
El matatu nos dejó cerca de la estación del ferry que cruza un hilito de agua y nos acerca un poco más a Diani.
El ferry es un servicio inesperadamente gratuito, cosa que nos sorprendió para bien y nos recordó un poco a aquel ferry de Chile, en nuestro primer viaje mochilero.
Esperamos con una muchedumbre de gente a que los oficiales a cargo nos hicieran señas para abordar. Los únicos desentonados con la muchedumbre eramos nosotros y un auto deportivo que Wa solo había visto antes en videojuegos. Cuando los oficiales dieron la orden, la gente que esperaba pacientemente a nuestro alrededor comenzó a correr como si se les fuera la vida en ello.
Confundidos, no sabíamos si estábamos en el ferry correcto o si se estaría filmando alguna película de acción o de desastres naturales, pero si íbamos a ser actores de reparto seríamos los viajeros que no entienden nada y van caminando panchamente (y a los que probablemente se los come el Kraken o los abducen los extraterrestres, por lentos pastichotis).
Apenas fueron unos 10 minutos arriba del ferry, y aunque íba lleno no llegaba a ser incómodo.
Tercer tramo: atravesar la zona de matatus y moto-taxi
Es en este tramo cuando la cosa se empieza a poner interesante.
Apenas bajar del ferry comenzamos a caminar en la dirección que consideramos más “céntrica” para tener más posibilidades de encontrar un matatu que nos dejara en Diani, la cual se encontraba todavía a unos buenos 35 kms de distancia.
Desde que habíamos salido yo insistía en hacer dedo, y en este tramo no fue la excepción.
El problema es que después de haber pasado por Etiopía (donde no era necesario hacer dedo para sentirse incómodo con la triste situación de los niños en la calle) Wa no estaba muy convencido de hacer dedo en África. Y no, no tanto por seguridad (al menos no en Kenia).
Si algo voy a repetir en varios post de África es que nosotros hacemos dedo porque, además de permitirnos un acercamiento a su gente y además de abaratar costos, también disfrutamos todo el proceso. Desde el momento que algún factor impide que el proceso no sea disfrutable (en general) es cuando nos paramos a evaluar si queremos hacerlo o no.
Y eso es lo que estaba pasando en África: todo lo que sea a nivel calle no estaba siendo muy disfrutable por la constante insistencia -mayormente monetaria- al turista, lo que convierte la situación a un trato cliente-vendedor, modificando incluso la relación y cercanía con la persona, y perdiendo el encanto que tiene para nosotros el autostop.
Es por eso que, si bien yo sabía que hacer dedo acá podía dejarnos con un sabor más amargo que dulce, igual quería intentarlo. Aunque sea una vez. Aunque sea un tramo.
Y por eso le insistía a Wa de vez en cuando, a quien todavía no había convencido.
La cosa no estaba clara, pero yo iba ilusionada en poder hacer dedo ese último tramo a Diani. De hecho en los videos que grabé en aquel momento mencionaba que íbamos a hacer dedo. El poder de la voluntad, intencionar le dicen ¿no? Sería eso.
En nuestra caminata todavía buscando un matatu que nos acercara, pasamos por una zona llena no, LLENÍSIMA de moto-taxis y también algunos matatu.
Si el acoso de antes nos había incomodado, el de ahora estaba como 3 o 4 niveles más arriba.
Varios muchachos se aglomeraban a nuestro alrededor mientras caminábamos, ofreciéndonos llevarnos en su vehículo. Varios nos seguían, insistiendo, mientras que otros nos gritaban al pasar. Algunos iban demasiado lejos.
Uno de ellos comenzó a caminar al lado de Wa, quien iba unos pasos delante de mí, y mientras le ofrecía conseguirle una moto taxi a buen precio, unos pasos más atrás yo era arrastrada por el conductor de otra mototaxi que me agarró del brazo y me zinchó, arrastrándome unos pasos hacia su moto.
Ese era el razonamiento de muchas personas que ofrecían servicios en Kenia: turista, mío, me lo llevo. Lo agarro y lo arrastro, seguro que es una buena estrategia de marketing.
Déjenme decirles: no lo es.
Con un movimiento rápido me zafé del apretón del hombre, y aun diciendo “no, gracias” como si me hubiera hecho un favor al arrastrarme (seré boba) volví cuanto antes cerca de Wa. A su costado derecho iba el hombre que lo venía conversando desde hacía ya varios metros, y al otro costado más conductores acechaban, así que me puse atrás suyo pero más cerca esta vez.
Caminamos esquivando manotazos y ofertas, hasta que escuché que el hombre que iba conversando a Wa desde hacía ya casi 10 minutos paraba frente a una moto-taxi, negociaba un precio y le decía a Wa “150 shiling”.
No es común que yo me enoje, como tampoco lo es que realice acciones imperativas e impulsivas a la vez, pero esta vez algo me salió de adentro cuando vi que Wa empezaba a levantar la patita y descalzar la mochila para subirse a la moto-taxi.
Lo agarré del brazo para evitar que se subiera, y le dije “¿no vamos a hacer dedo?”.
Me miró por un segundo, dio media vuelta y dijo “bueno, vamos a hacer dedo”.
El hombre que lo había seguido por 10 minutos salió corriendo atrás de el, pero la negativa de Wa ahora era bien firme, así que no insistió mucho más.
Sinceramente, cuando vi a Wa subirse a la moto-taxi después de tener a alguien comiéndole la oreja por 10 minutos (y sabiéndo que a el eso le molesta todavía más que a mi) a la vez que otras 40 personas nos rodeaban gritando e insistiéndonos, y luego que incluso me arrastraran como si fuera un carrito de feria, hacía que cualquier mínima intención que tuviera de aceptar subirme a un matatu o moto-taxi ofrecido por estas personas desapareciera. No quería ser yo quien los motive a seguir tratando así a potenciales clientes, porque si bien hay un tema cultural, también hay un tema de modales y ni arrastrar ni perseguir gente me parece la forma correcta.
Obviamente no trataría mal ni insultaría a nadie, me limito a no usar sus servicios.
Claro que ahora todo recaía sobre mí, y era consciente de eso.
Si nadie nos lleva haciendo dedo, sería por mi culpa.
En menos de 15 minutos había agarrado del brazo a Wa para que no se subiera a la moto-taxi y había insistido en hacer dedo… ¿me estaba convirtiendo en aquello que tanto me molestaba? ¿O simplemente estoy sobre pensando las cosas?
Cuarto tramo: a dedo en un auto de videojuegos
Nos posicionamos en una estación de servicios y comenzamos a hacer dedo.
Unos chicos que nos observaban desde los dispensores de nafta nos hicieron señas.
Me acerqué a ellos.
Los chicos querían ofrecernos llevarnos en su auto, por un costo, claro está.
Decliné amablemente su oferta y volví al lado de Wa a seguir haciendo dedo.
Es cierto: fue agotador.
No pasaban 2 minutos sin que una moto-taxi se detuviera delante nuestro y su chofer nos preguntara a donde íbamos. Les costaba entender cuando explicábamos lo del autostop, y que buscábamos un aventón gratuito. Cuando finalmente entendían ésta última parte, arrancaban los motores enseguida.
A veces perdíamos de hacerle dedo a un vehículo particular por estar explicándole todo al chofer de una moto-taxi.
Empezaba a entender mejor por qué Wa no estaba convencido de hacer dedo en esta zona de África, pero no quería rendirme. No quería creer que fuera más duro que reconfortante; hasta ahora eso había pasado muy pocas veces en nuestros viajes, y no estaba dispuesta a aceptar una más.
Cuando ya el tiempo comenzaba a apremiar, se detuvo una de las tantas moto-taxis que paraban a nuestro lado.
Las mismas preguntas, las mismas explicaciones, solo que esta vez la cosa sería diferente.
Cuando el chofer de la moto-taxi entendió que lo que buscábamos era que alguien nos llevase gratis, comenzó a reírse a carcajada limpia.
“Eso es imposible” repetía una y otra vez “eso es imposible en Kenia”.
Una moto (que a diferencia de las moto taxi, estas no tienen el carrito para llevar más gente atrás) se detuvo frente a la moto-taxi para preguntarnos a dónde íbamos. El chofer de la moto-taxi, todavía medio ahogado de la risa, le explica que esperábamos que alguien nos llevara gratis.
Bien, ahora teníamos no una, sino dos personas riéndose de nosotros, diciendo que eso era imposible.
Tanta carcajada en plena calle llamó la atención de una chica que pasaba caminando por la vereda. Se detuvo al lado nuestro y miró la escena con cara de signo de interrogación.
Es acá cuando entró en escena una vez más el chofer de la moto-taxi y volvió a explicar todo.
¿Adivinaste?
Sí, ahora teníamos a 3 personas riéndose.
Durante toda esta secuencia, Wa y yo nos limitábamos a sonreír y medio saltando entre la moto, la moto-taxi y la señora, nos abalanzábamos sobre los pocos autos que pasaban, perdidos entre la estampida de moto-taxis, con las 3 carcajadas a modo de soundtrack.
En eso, vemos venir el auto deportivo que habíamos visto antes de subir al ferry, aquel modelo Supra GT que Wa solo había visto en el videojuego “Gran Turismo”.
La velocidad a la que venía dejaba entender por qué utilizaron este modelo en un videojuego de carreras, pero le hicimos dedo sin demasiadas esperanzas.
“Jajajajaja it´s impossible” se escuchaba de fondo cuando el auto deportivo frenó, unos metros más adelante.
Corrimos al auto con las mochilas a cuestas, y la puerta del acompañante se abrió.
Entonces, las risas se detuvieron, justo antes que el GT nos alejara con su ronroneo justiciero.
LA CIUDAD QUE NOS MOSTRÓ ESA FORMA DE VIDA EN KENIA
El chofer del deportivo era Keniata, hijo de pakistaníes. Se hacía llamar «Rider» y estaba encantadísimo con nuestro viaje.
Nos contó que nunca sube a nadie en la ruta, aunque tampoco era común ver viajeros haciendo dedo, pero cuando nos vio sintió que podía ser una oportunidad para hacer la buen acción del día y por eso estaba decidido de llevarnos exactamente a donde fuésemos.
A Rider siempre le habían gustado los autos deportivos, y esta vez se dio el gusto.
“Sos la primera mujer que se sube” dijo mientras me miraba de cotelete “hace apenas dos días que me lo compré y ahora estoy yendo a ver a unos amigos. Después me lo llevo a Nairobi”.
Sus amigos le avisaron que estaban en Diani, así que al final todos íbamos hacia el mismo lugar.
Después de unas aceleraditas para escuchar el motor y disfrutar la experiencia del GT a pleno, llegamos a Diani. Después de intercambiar contactos y sacarnos algunas fotos nos despedimos llevándonos otro amigo fugaz de la ruta, y una oferta para hospedarnos en Nairobi cuando queramos.
A las puertas del Gate Mall esperamos a nuestro próximo host que apareció en una camioneta de safari (segunda vez que subíamos a una camioneta de safari sin hacer safari).
La casa en la que nos hospedamos en Diani estaba como yendo hacia las afueras de la ciudad, pero en realidad se sentía como si estuviera adentro, muy adentro, casi enterrada.
La camioneta se metió por caminos entre los árboles y la ciudad fue dando paso a viviendas perdidas en una especie de bosque con caminos de tierra.
Un poco antes de llegar pasamos por una casa donde una señora y sus hijos nos miraban con extrañeza y timidez. En su patio utilizamos una canilla para recolectar agua en bidones que nuestro anfitrión tenía en la camioneta. Luego entenderíamos por qué.
Al llegar a la casa corroboramos lo que se nos iba contando en el camino; la casa estaba a medio terminar, y no contaba con luz ni tampoco con agua.
El baño estaba afuera de la casa, y consistía en una letrina en el piso, dentro de un cubículo hecho de bloques con algún que otro agujero y sin techo. Una bañera de bebé recolectaba agua de lluvia, y cumplía la función de cisterna.
Cuando comenzaba a anochecer, fuimos a buscar a la esposa de nuestro anfitrión a la salida de su trabajo quien apenas llegar se dispuso a preparar la cena.
Habiendo declinado nuestra ayuda, nos quedamos charlando con el esposo, quien nos contaba un poco sobre la zona y su situación.
El era guía de safari, pero hacía meses que no tenía trabajo, por lo que la única que llevaba dinero a la casa era la esposa.
Nos contó que fueron expulsados de su casa anterior, la cual alquilaban. Los vecinos le llegaron con el chisme al casero, diciendo que de la casa siempre veían entrar y salir turistas. El dueño creyó que estaban lucrando con su casa, y no hubo manera de que les creyeran que estaban hospedando viajeros de forma gratuita a través de una red social de hospitalidad.
Nadie ofrece nada gratis en Kenia, pensaba.
No hay mal que por bien no venga dice el refrán, y esta pareja pudo conseguir un terreno para construir su propia casa, la cual si bien a medio terminar, es de ellos.
El esposo nos decía que estaban bien así.
No necesitaban agua corriente ni electricidad, al menos no de momento.
Utilizaban la batería del auto para cargar los celulares y la esposa enchufaba lámparas recargables en su trabajo para usarlas durante la noche en su casa.
Hacía muchísimo calor y en la costa los mosquitos eran un problema importante por los casos de malaria, pero el hombre acotaba que si tuviesen un ventilador probablemente se resfriarían.
Esa noche cenamos ugali con verduras, hechos en una cocina típica de varios países del Este de África, la cual muchas veces se fabrica con 2 ollas pegadas entre sí por sus bases. Con algunos agregados más y unos cortes en los lugares correctos, se convierten en una económica cocinilla a fuego, muy comunes de ver en venta al costado de la ruta.
Hablamos de sueños cumplidos (tanto propios como ajenos) y de proyectos futuros.
Nos contaron sobre el caos del 2020 en Kenia, y sobre sus hijos viviendo en el extranjero.
Fueron ellos quienes nos explicaron que para los keniatas, obtener el pasaporte en otro país implica renunciar al suyo propio, y que aunque han considerado irse con sus hijos, continúan eligiendo vivir en la tierra que los vio nacer.
Nos fuimos a dormir con la esperanza de que siempre y en todos lados hay gente de gran corazón dispuesta a ver luz donde no la hay, y extender una mano igualitaria.
Ellas
Algo se estaba haciendo notar cada vez más en África, sobre todo después de haber pasado Egipto, y Kenia vino para reafirmarlo.
Varias veces habíamos visto hombres tirados en la vereda, tomando alcohol y conversando, mientras un poco más allá veíamos mujeres cargando baldes con alimentos sobre la cabeza, o atendiendo puestos de venta.
A veces veíamos hombres atendiendo tiendas callejeras, pero estos eran minoría al lado de la cantidad de mujeres haciendo lo mismo.
Si bien son ellos quienes se encargan de tareas como la construcción, manejar los camiones, los matatu y las moto-taxi, así como atraer pasajeros y vender safaris en las calles, era a ellas a quienes veíamos haciendo trabajos de carga, así como de atención en la mayoría de tiendas y puestos callejeros.
A esto sumale la crianza de los hijos, de la cual se encargan mayormente ellas (al tiempo que hacen todo lo demás).
En resumen: era muy difícil ver una mujer en estado “ocioso” mientras que era muy común ver hombres en esta situación.
Sin ir más lejos, la pareja que nos hospedaba era un claro ejemplo: ella se levantaba a las 5 de la madrugada para lavar la ropa (a mano, obviamente).
Luego preparaba el desayuno y el almuerzo para su esposo, quien se levantaba tarde porque se había quedado viendo videos hasta la madrugada (desde nuestro dormitorio podíamos escucharlo ya que no habían puertas en la casa).
El se quedaba sentado en el frente de la casa con su celular, mientras ella iba a trabajar toda la mañana y la tarde en una tienda de la ciudad.
Mientras comía su almuerzo decía “mi esposa me deja preparado el desayuno y el almuerzo” a lo que yo sonreía y le pedía que la valore, porque ella evidentemente cuidaba bien de él.
Él sonreía, reconociendo una verdad que aunque cierta parecía ser normal, nada digno de mención especial.
Más tarde él iba a buscarla y ella llegaba a preparar la cena.
Casi se sentía como volver a un pasado no tan lejano (uno que ni siquiera vivimos).
Digo “casi”, porque en este pasado la persona que salía a trabajar no era la misma que se encargaba de las tareas domésticas (generalmente), pero al menos en esta parte de África ser mujer era un all inclusive.
Acá no se hablaba de empoderamiento o igualdad de roles.
Era como era, y siguió siendo como fue desde tiempos remotos. Punto.
No vamos a decir que era mejor o peor, bueno o malo, correcto o incorrecto.
Cada sociedad tiene su cultura y en su gente está el poder del cambio (o no).
O así nos gustaría que fuera.
Nosotros somos meros espectadores. Podemos sentir sorpresa, incluso indignación, y aunque podríamos medir con nuestra vara y expresar nuestras opiniones al respecto, siempre tenemos que sabernos parados en otra realidad y respetar cada lugar al que vamos.
A nosotros esto nos chocaba porque la diferencia nos parecía abismal.
Pero sobre todo, porque no solía ser felicidad lo que veías en las miradas de muchas de ellas, sino más bien resignación (me encantaría que esta fuese una percepción subjetiva, errónea).
Quizás la misma resignación de aquellas mujeres que, en otra época y/o en otro lugar, quisieron trabajar o estudiar, pero no estaba bien visto o incluso permitido.
Sin dudas una de las facetas de África que más nos costó asimilar.
En cuanto a la ciudad…
Como ves, para nosotros Diani fue un lugar donde más que llamarnos la atención por sus posibles atractivos turísticos, nos sirvió para reflexionar y aclarar realidades que hasta ese momento veíamos desde fuera.
Nuestros paseos por la ciudad se remitieron casi exclusivamente a la playa, donde fuimos nuevamente perseguidos por vendedores ambulantes.
El más insistente de los vendedores de aquel día había caminado un buen rato a nuestro lado intentando vendernos packs de paseos en bote y snorkeling. Jugando la carta del amigo, nos preguntaba cosas de nuestro país y de nuestro viaje, pero fue una pregunta la determinante:
-¿Y qué safari han hecho hasta ahora?
-¿Safari? No, safari no hicimos ninguno porque están muy caros.
-¿Qué tan caros?
-El más barato que vimos costaba como U$S 100 por persona.
-¿Y eso es caro para ustedes?
-Si claro, es muy caro para nuestro presupuesto.
Dos segundos después, el vendedor insistente se despedía de nosotros y se alejaba rápidamente por la playa.
No le habíamos dicho ninguna mentira, U$S 100 por un safari no era un dinero que estuviésemos dispuestos a gastar de esa manera en aquel momento.
Para el fue la prueba de que quizás no todos los turistas que van a África buscan lo mismo, y sobre todo, no todos viajan de la misma manera.
Luego de nuestros paseos por la zona, volver a la casa de nuestros anfitriones resultaba muy interesante ya que teníamos que adentrarnos en aquellos caminos boscosos por donde nos habían conducido al llegar.
Las casitas en esta zona eran humildes, con grandes frentes y patios.
Los niños jugaban en los terrenos, pero dejaban todo lo que estuvieran haciendo para venir a saludar a los turistas al grito de “jambooo” (“hola” en suajili).
Algunos un poquito más grandes usaban expresiones yankees aleatorias como “hi motherfucker” (que en realidad es un insulto) y un niño nos dijo algo en suajili que sonó a mala palabra, sobre todo por la posterior risa de sus amigos. Luego nos aclararía nuestro anfitrión que era un tipo de saludo más formal.
Pero el jambo ganaba por goleada y salía de todos lados.
Vimos una muchacha sacando agua de una bomba antigua instalada en el piso; quise ir a intentarlo yo también pero me dio vergüenza.
La vida transcurría de forma lenta y pausada en este lado de la ciudad, lejos de los enjambres de moto-taxi. Para gente como uno, no era difícil entender por qué alguien elegiría esta zona para construir su hogar.
Una ida anticipada
Algunos factores hicieron que nos fuésemos de Ukunda un día antes de lo planeado.
No nos atrevimos a decirle a nuestros anfitriones que uno de esos motivos era que se nos hacía difícil dormir por el calor que teníamos durante la noche (dormíamos en una cama sobre una manta polar como única tela que cubriera el colchón y recuerden, sin ventilador).
Además, mientras estaba acostada yo había sentido varios piquetitos en las piernas que me daban mucha picazón (en aquel momento no sabía aún la magnitud que tomarían esos piquetitos).
Estas personas habían abierto las puertas de su nuevo hogar y habían compartido todo lo que tenían con nosotros, así que no queríamos hacerles sentir incómodos, por lo que obviando esos factores les comunicamos que nos iríamos un día antes de lo planeado.
Aquella mañana me desperté a las 6 para poder darme un baño utilizando el agua de lluvia recolectada en la bañera para bebés. El sol suave que entraba en el baño exterior a través de la abertura donde en un futuro habrá un techo, era suficiente para dejarme ver el agujero de la pared, del tamaño de una pelota de tenis, por el que veía el patio y la casa del vecino mientras me bañaba. A veces alternaba para mirar a la araña grande y oscura que siempre estaba en el mismo rincón.
Ella me preocupaba menos que el agujero indiscreto, eso estaba claro.
Nos despedimos de nuestros anfitriones y salimos rumbo a la ruta, donde una vez más (y esta vez decidido de forma unánime) haríamos dedo en Kenia.
Y prepárate porque esta decisión nos dejó una anécdota imborrable.
DEL DEDO AL REZO
Caminando, nuevamente a la voz de “Mambo” y “Yambo” con todos los niños madrugadores que andaban en la vuelta, llegamos a un lugar que consideramos apto para hacer dedo, dentro de las posibilidades. Próximo destino: Tanzania.
Por supuesto que no zafamos de las moto taxi que frenaban para ofrecernos “precios baratos” hasta la frontera. Declinamos a todos mientras explicábamos cómo queríamos llegar, y nuevamente recibimos tantos comentarios de sorpresa como desalentadores. Simplemente no tenía sentido que unos turistas quisieran perder tiempo esperando por un viaje gratis, que no quisieran arreglarlo todo con dinero.
Hasta que un auto se detuvo. En el asiento del acompañante, al lado opuesto de donde todavía estábamos acostumbrados a ubicarlo (en la mayor parte de Africa se maneja por la derecha) una cara se asomó por la ventanilla y comenzó un interrogatorio.
¿A dónde van?
¿Quieren ir gratis? ¿Autostop?
¿Por qué viajan así?
¿Son millonarios?
-¿¡Perdón?! ¿Si somos millonarios? No, claro que no.
Repitió la pregunta: ¿son misioneros?
Ahora sí tenía sentido (pero ya no tenía tanta gracia).
El auto se alejó para volver a los pocos minutos una vez más, y el interrogatorio continuó:
¿Tienen la visa de turista?
¿Pasaportes?
¿Todos los papeles en regla?
¿No llevan drogas no?
Veíamos su intención en la mirada pero también veíamos desconfianza y duda.
La cosa no estaba clara, por lo que mientras Wa seguía haciendo dedo le dije al señor del auto que no se preocupara, que no tenía por qué ayudarnos si no estaba seguro, que seguiríamos intentándolo y todo iba a estar bien. Pero el no estaba convencido.
La respuesta fue simple: “sí, me preocupo, porque soy una persona de Dios. Quiero ayudarlos”.
Finalmente, disparó una frase que se sintió como un clavado olímpico en agua fría, de esos que tenés que hacer de forma impulsiva para no arrepentirte: “súbanse al auto”.
Fue entonces cuando la explicación dio comienzo, y junto con ella, uno de los días más inesperados que vivimos en todo Africa.
“Soy pastor” explicó “en realidad soy de Nairobi, y llegué acá hace unos días pero ya me estoy por ir. Hoy tengo el último servicio en esta zona. Los llevo a desayunar, luego me acompañan al servicio, y después los llevo a la frontera con Tanzania. Mi mamá era de Tanzania”.
No había tono interrogativo en sus palabras, pero tampoco nos hubiésemos negado. Estas son las cosas que más nos gustan de hacer dedo, nunca sabés realmente dónde o con quién podés terminar.
Desayuno en la aldea Skim
Nos detuvimos en una tiendita casi imperceptible donde el chofer del pastor compró leche, pan, huevos y algunos productos más, antes de meternos por un camino de tierra que desembocaba en un portón grande que se abrió a nuestra llegada. Dentro varias casas formaban una especie de pueblito interno.
“Esta es la aldea Skim, donde en un rato tengo que dar misa. Les voy a presentar a mi esposa”.
Una mesa estaba ya preparada para nosotros, y la esposa del pastor apareció con una palangana, jabón líquido y una jarra de agua tibia para que nos lavásemos las manos antes de comer.
Cada tanto pasaba algún niño que nos miraba medio escondido y no respondía a nuestros “jambo”, por pura timidez. Un perrito nos vino a saludar y una señora muy mayor nos dio la bienvenida. El chofer del auto cada tanto nos miraba y sonreía y lo agarramos sacándonos alguna foto a escondidas con el celular (no nos quejamos, nosotros también sacábamos fotos).
Pronto la mesita estuvo repleta de sandwiches de jamon y queso, omelette, sandía, té con leche, miel, y jugo. Con nosotros se sentó únicamente el pastor, quien nos explicó sobre su trabajo, y luego desapareció en una de las casitas para bañase y ponerse los hábitos.
Cuando volvió a aparecer ya no estaba el hombre de remera informal que por un momento nos hizo dudar de sus palabras mientras íbamos en el auto. Ahora estábamos frente al pastor: llevaba el típico cuello blanco, disimulado entre el cuello de una camisa blanca formalmente colocada, con unos pantalones oscuros y una carpeta en las manos.
Escribió algunas palabras en suajili que podían sernos útiles, y nos dio el papel.
Luego nos hizo subir nuevamente al auto y nos alejamos un poco de aquel lugar para estacionar al frente de una construcción de hormigón donde las paredes no llegaban a tocar el techo.
Adentro había una tarima con un púlpito, y muchas sillas que poco a poco se fueron llenando.
A nosotros se nos dio una posición especial, adelante del todo.
“Hoy no viene mucha gente” explicó el pastor, y dejó una Biblia en inglés en nuestro regazo.
La misa estaba comenzando
Canto, baile y un poquito de trance
Dos muchachos se arrimaron al púlpito.
Uno comenzó a cantar a capela mientras la audiencia, formada mayormente por mujeres y niños, aplaudía suavemente y se movía hacia los lados, acompañando (o creando) el ritmo, a la vez que cantában a coro.
Cuando la canción terminó, el cantor comenzó a recitar algo en voz alta, mientras que el otro, como un eco, murmuraba algo en un tono más bajo.
Lo que empezó como algo que sonaba a un contrapunto de raperos solapados, fue subiendo de tono hasta que empezó a parecerse mas a un exorcismo (irónicamente), de esos que te muestra Hollywood. Una lucha de voces in crescendo.
La “voz principal” se hacía cada vez más fuerte, y la voz secundaria iba cada vez más rápido y desesperada (si cerrabas los ojos podías confundir la segunda voz con un relator de fútbol en un momento clave del partido). Una señora, que se la veía muy comprometida desde que comenzó el servicio, comenzó a agarrarse la cara a la vez que asentía sin parar, y cuando eso no fue suficiente, empezó a caminar de un lado a otro con los ojos cerrados, moviendo los brazos como si estuviera rezongando a alguien y soltando alguna palma impulsiva de vez en cuando.
Otra señora, unas filas más atrás, caminaba de un lado a otro con las manos hacia el cielo.
Si bien habíamos estado en misas antes, esta era la primera vez que presenciábamos una en la que la gente pareciera entrar en un trance, algo que hasta ahora solo habíamos visto a través de una pantalla.
Mirábamos con ojos curiosos, una curiosidad que a veces rayaba el susto, siempre intentando no ser irrespetuosos con nuestras miradas, hasta que los muchachos se pusieron a cantar.
La música de fondo, reproducida por un parlante, sonaba suave y melódica, y sacó a todas las personas del trance en el que estaban.
Si en la mitad de la fiesta… ¡explota el cotillón!
Luego de unas palabras más que entendimos a medias porque tuvieron la atención de mezclar suajili con inglés para que pudiésemos entender algo, las palmas comenzaron a sonar y del parlante comenzó a salir una melodía dicharachera.
La señora del vestido amarillo aplaudía ahora entusiasmada y las demás la seguían.
Antes que nos diésemos cuenta se había armado tremendo trencito.
Las mujeres agarradas de la cintura y moviendo las caderas a los costados recorrían el recinto al ritmo de palmas, mientras la música sonaba y uno de los muchachos cantaba alegremente.
El trencito se empezó a ampliar: se sumaron niños y hombres. Nuestro amigo el pastor movía las chochitas y las caderas al ritmo de la música.
Nosotros, bichos tímidos, aplaudíamos para ser parte implícita de la coreografía y de esa forma zafar de ser llamados a formar parte de la fila de personas danzantes.
De alguna manera, el trance del exorcismo había dado lugar al cotillón (solo que sin cotillón), y aunque no es un estilo de música que tenga yo muy en cuenta, fue imposible no pensar en Los Fatales y recordar los cumpleaños de quince de la adolescencia.
Solo que estábamos en Kenia. Y en una misa, además. Haciendo el trencito.
Decime si no es lindo viajar.
De espectadores a homenajeados
Cuando la festichola terminó, nuestro amigo el pastor pasó al frente a dar el servicio.
Intentó darlo mayormente en inglés para que nosotros pudiésemos entenderlo, y cada vez que citaba algún fascículo de la Biblia, esperaba pacientemente a que lo encontrásemos. La verdad es que la pasamos un poco canutas para encontrar los Corintios y demás pasajes a la velocidad que el pastor los recitaba, así que a veces hacíamos como si los hubiésemos encontrado para no demorar toda la misa por nuestra culpa.
Sentados desde el lugar privilegiado que nos habían asignado habíamos zafado del trencito, pero cuando el pastor contó sobre nuestro viaje y nos hizo pasar al frente con él se nos empezó a caer la gota gorda.
Frente a los fieles de aquel día, la esposa del pastor y algunas personas más desplegaron una bandera de Kenia frente a nosotros y nos la dieron para que la sostuviésemos.
El pastor pidió que todos rezaran por nosotros, deseándonos buenos viajes por África, y la señora de vestido amarillo se acercó para hacernos un zarabá, un gualicho pero de los buenos; gesticulando mucho, nos bendijo personalmente, mientras tocaba nuestros brazos y la bandera.
Agradecidos por un gesto que entendímos era muy bienintencionado, volvímos a nuestros lugares y esperamos a que la misa culminara.
No importa lo que uno crea o deje de creer: en ese momento sólo sabíamos que el trámite de la frontera con Tanzania tenía que salir bien, y no teníamos más que sonrisas de agradecimiento para todas y cada una de las personas que nos deseó bien aquel día, bajo el techo que no tocaba las paredes de aquella iglesia en la aldea de Skim.
Y si te pensás que la cosa termina acá, es porque quizás todavía no conocés nuestras andanzas.
A TANZANIA SÍ, PERO ANTES…
Luego de algunas fotos más bajo los árboles y detrás de la bandera de Kenia, el pastor nos hizo entrar nuevamente al auto donde el chofer nos esperaba.
Junto a nosotros se subió una señora que no hablaba casi nada de inglés, y el pastor nos dijo que teníamos que ir a su casa para bendecirla.
La señora no estaba pasando por buenos momentos: había perdido al marido hacía poco e intentaba llevar adelante su hogar y la pequeña granja que la mantenía, pero últimamente no estaba teniendo buenos resultados.
Nos adentramos en un terreno metido entre una especie de bosque, donde cada tanto aparecían pequeñas casitas y mujeres, lavando ropa en latones de plástico, que nos miraban con curiosidad y esbozaban una sonrisa tímida ante nuestros saludos.
Una vez en la granja, el pastor hizo que la señora tomara un puñado de tierra en una mano, mientras le sostenía la otra mano entre las suyas y recitaba oraciones de bendición. Luego sacó una botellita con un aceite muy amarillo que salpicó un poco sobre el suelo y otro poco sobre la frente de la señora, quien cerraba fuerte los ojos.
Una vez realizada la bendición, volvimos a subir al auto. Esta vez el rumbo nos llevaría a un nuevo país.
UN PASO DE FRONTERA BAJO LA PROTECCIÓN DEL PRESIDENTE DE KENIA
El pastor no tenía que ir a Tanzania, pero empeñado como estaba en ayudarnos no hubo quejas ni objeciones. Se excusó con que el podría aprovechar a chequear algunas cosas que quería verificar en la frontera, quizás para hacernos sentir menos culpables.
Paró en la tienda de una estación de servicio donde nos compró helado, magdalenas y botellas de agua. Más tarde compartiríamos las magdalenas con el y el chofer, lo menos que podíamos hacer ante tantas atenciones.
El pastor nos contó que su mamá era de Tanzania y el mismo había estado allí varias veces. Aseguró que nos iba a gustar y que era un lindo país.
Lo que nosotros sabíamos de Tanzania era que su frontera podía ser un poco complicada.
Habíamos leído experiencias de otros viajeros a quienes les habían pedido muchísimos papeles, y ante la mínima negativa no los dejaban pasar, sobre todo si iban a pie y no en un transporte pago (en África aprenderíamos que, en general, cruzar las fronteras en transporte pago facilitaba mucho los trámites).
Ibamos armados con cuanto papel considerábamos que pudieran pedirnos: la visa impresa, extracto bancario, seguro de salud, fotocopia de pasaporte, foto carnet, certificado de vacunas que pudieran pedirnos, todo. Aun así, era una frontera que nos tenía un poquito nerviosos.
Una vez llegamos, el pastor le pidió al chofer que nos esperase y bajó del auto con nosotros.
Ante el primer oficial de migraciones, abrió un sobre de manila que llevaba en las manos y sacó un papel del que solo vimos el escudo de Kenia. Apenas verlo, la oficial nos cedió el paso.
El pastor nos llevó a un mostrador donde nuevamente mostró su papelito e intercambió unas palabras con otra empleada de migraciones, quien se limitó a asentir enfáticamente en todo momento y mirándonos por encima del hombro del pastor, nos sonrió.
En la zona donde debíamos entregar los papeles (o sea, la parte que podía complicarse más) había una familia trancada a la que le estaban pidiendo cosas que aparentemente no tenían.
El pastor esperó a nuestro lado hasta que nos llamaron, y se acercó al mostrador con nosotros.
El oficial de migración le hizo una inclinación de cabeza, y volviendo su mirada a nosotros nos pidió pasaporte y visa. Nada más.
El pastor cruzó la frontera con nosotros. Al otro lado todos lo saludaban, dirigiéndose a el como “boss” (jefe).
Caminó con nosotros en búsqueda de un bus que nos llevara a la capital de Tanzania, y mientras tanto nos contó algo que explicaría muchas cosas: “soy el pastor personal del presidente de Kenia” dijo “y siempre viajo con los papeles que lo prueban”.
Todo tenía sentido ahora, por eso no nos habían pedido más papeles: nadie quiere molestar a los amigos del pastor del presidente.
Nos pidió que intercambiásemos números de teléfono y que podíamos llamarlo si necesitábamos su ayuda en algún momento. Manifestó sus ganas de tener más visitantes de Uruguay en Kenia y nos pidió que hablásemos de su país cuando volviésemos al nuestro.
No se quedó tranquilo hasta que nos dejó encima de un mini bus que nos llevaría a un pueblo desde donde salían buses a la ciudad de Tanga, nuestra primera parada en Tanzania.
Nos despedimos con promesas de mantenernos en contacto, y entre mujeres con velo y baldes con pescados el mini bus arrancó, alejándonos de aquel amigo tan particular que una vez más la ruta nos había regalado.