Seguro que alguna vez oíste hablar de el. El Kilimanjaro es la montaña más alta de África y la más alta del mundo si consideramos únicamente las montañas independientes. Está formado por 3 volcanes inactivos, y su pico más alto está a 5891,8 metros sobre el nivel del mar… y queríamos verlo.
Cualquier clase de actividad turística, así como simplemente hacer un trekking en él, implica un gasto de miles de dólares, por lo que ya lo teníamos descartado desde antes de iniciar el viaje por África, pero aún así, queríamos verlo, aunque sea, en la lejanía.
Así que, sin siquiera investigar típicas formas de verlo, o experiencias de otros viajeros, simplemente, miramos el mapa y vimos que «che, hay un pueblo que esta a los pies del Kilimanjaro, y dentro de Kenia«, recuerden que la montaña, aunque pueda verse desde Kenia, esta físicamente posicionada en Tanzania, de hecho fue un regalo de la reina Victoria de Inglaterra a su primo Guillermo, que gobernaba Tanzania por ese entonces.
No elegimos Oloitokitok porque sonaba lindo (podríamos, pero no) sino porque era la forma más económica que encontramos de poder ver el Kilimanjaro desde una distancia relativamente cercana sin gastar demasiado dinero, porque sí, esta montaña era uno de nuestros “obligatorios de ver” en África.
IMPOSIBLE NO ES
Para salir de Nairobi, lo teníamos claro, tomaríamos un bus. Mini bus o matatu, de ser posible… preferimos prescindir de comodidad si eso significa ahorrar en precio. Además, poco mas de 200 kms. no representaba más de 3 horas y media o 4.
Lo que no contábamos era con el impreciso sistema de transporte económico africano (porque no es algo únicamente de Kenia) y es que el bus no sale hasta que esté lleno.
Eso significa que no hay horarios específicos para determinar una hora de salida, por lo que puede tocarte esperar 10 minutos como quizás 2 horas.
En esta ocasión, nos tocó lo último.
Luego de estar 2 horas esperando dentro del mini bus, negando a cada vendedor que venía cada 5 minutos o menos a ofrecer algún producto, el bus partió.
Grata sorpresa nos llevamos cuando vimos que una película empezó a reproducirse en la pantalla que estaba adelante del todo, pero se desvaneció rápidamente cuando nos dimos cuenta que en cada bache de la ruta la pantalla quedaba en negro y cuando al rato volvía la imagen, ya nos habíamos perdido parte de la película, hasta el punto que en un momento la imagen no volvió más.
No pasa nada, tenemos el paisaje afuera para admirar, y así lo hicimos hasta que 5 horas -y varias paradas para dejar subir vendedores- más tarde llegamos a Oloitokitok.
OLOITOKITOK: EL PUEBLO QUE SUENA A REDOBLE DE TAMBOR
El pueblo de Oloitokitok queda muy cerca de la frontera con Tanzania, país en el cual se encuentra el Kilimanjaro, y aunque podíamos esperarnos a llegar a este país, habíamos leído que la ciudad desde donde suele irse a verlo del lado Tanzano es muy turística por lo que finalmente nos decantamos por este pueblito que si bien puede tener cierto grado de turismo, es muchísimo menor que al otro lado. De hecho, el día que estuvimos allí no vimos a ningún otro turista.
Caminamos un poco por los alrededores, compramos agua y algunas galletas para tener algo qué comer en caso de no conseguir nada más consistente, y hay que decir que no nos pareció que nos hayan cobrado “precio turista”, o si así fue, fue muy sutil.
Muchas tienditas parecían no tener electricidad, ni siquiera la que auspiciaba como carnicería del pueblo (o al menos de esa zona del pueblo) y podía verse la carne en un estado dudoso, con un color negruzco.
Dudo que nuestro estómago esté ya acostumbrado a comer carne en éste estado, por lo que tomé nota mental: mejor no probar la carne de Oloitokitok cuando solo vamos a estar un día.
Esta vez alquilamos un cuartito en el hotel más económico que encontramos y nos quedamos allí únicamente por una noche.
Al lado de la cama teníamos una ventana con vista directa al Kilimanjaro, por lo que podíamos estar atentos a el todo el tiempo que quisiéramos.
El hotel era súper casero, ya que se trataba de una casa normal pero convertida en hotel.
Con apenas 3 habitaciones disponibles, de las cuales una estaba ocupada por una voluntaria que trabajaba allí, y siendo los únicos turistas, la paz era de alguna forma reconfortante.
Cuando llegamos había una señora muy simpática a quienes le pagamos el costo de la habitación. Su horario de trabajo había terminado ya, pero antes de irse nos preparó comida especialmente para nosotros.
Será cosa del karma: la comida tenía carne.
Aunque tenía un gusto particular no nos afectó de forma negativa así que pasamos la prueba, aparentemente podemos comer carne sin refrigerar en Kenia sin terminar de cabeza en el wáter. Bueno saberlo.
Cuando la señora se fue nos quedamos solos con la voluntaria, quien apareció mientras comíamos y se presentó como una chica estadounidense con el sueño de subir el Kilimanjaro.
Hablando de eso, todo muy lindo pero… ¿y el Kilimanjaro?
El desgraciado estaba tapado no, tapadísimo.
Tenía unos pedazos de nubes encima que no dejaban que lo viésemos, así que nuestras esperanzas comenzaron a diluirse cuando la noche comenzó a asomar y lo único que habíamos logrado ver habían sido estratocúmulos, cumulonimbos, no sé… todo menos la montaña que habíamos ido a ver.
La señora del hotel nos dijo, antes de irse, que si nos levantábamos sobre las 6 de la madrugada había grandes posibilidades de ver la cima despejada.
No teníamos nada que perder, así que pusimos la alarma para las 5:30 hs y nos pasamos el resto del día (que ya era noche) en el dormitorio.
La voluntaria tampoco parecía salir mucho de su cuarto, y tuvimos electricidad hasta las 20 hs, dando paso luego a un corte de electricidad que nos hizo racionar el uso del teléfono.
Según entendimos, la electricidad del lugar funcionaba con un generador, por lo que habría que esperar al día siguiente para volver a tener corriente eléctrica en el hotel.
Wa aprovechó a dormirse temprano, yo a leer (las bondades de llevarse un Kindle en el viaje).
De vez en cuando me levantaba a intentar ver el Kilimanjaro, pero solo vi un nido de avispas al otro lado de la ventana que me hizo cerrarla a toda velocidad… te quiero ver, sin luz y con avispas tamaño mangangá adentro del dormitorio, aunque afortunadamente teníamos red mosquitera, cosa que se agradece en países donde la malaria es tema de preocupación nacional.
EL KILIMANJARO HACIENDO ACTO DE PRESENCIA
El despertador sonó muy temprano, antes que dieran las 6 de la mañana.
El dormitorio permanecía prácticamente a oscuras porque el sol todavía no se había atrevido a levantarse, y el generador no tenía necesidad de estar prendido únicamente por dos turistas porfiados que solo quieren ver una montaña.
Saltando de la cama, nos pegamos al cristal del hotel como un niño en la vidriera de la juguetería, y entonces la primer foto fue sacada a través de los barrotes de la ventana, no sea cosa que entre que nos calzamos y salimos las nubes aparezcan de nuevo y no quede registro visual de lo que nuestros ojos vieron aquella mañana.
Usando la linterna de los teléfonos, salimos camino a la ruta para poder apreciar mejor la montaña.
A todo esto ya pasaban las 6 de la mañana y Oloitokitok comenzaba a redoblar.
Algunos vehículos pasaban rápido por el cemento.
Los niños caminaban enfundados en uniformes escolares, con cuadernos y libros bajo el brazo, formando una escena de la cual habíamos oído recuerdos de primera mano y leído testimonios novelados, pero nunca habíamos visto nosotros, oriundos de la época y lugar donde llevar una mochila no es solo normal sino que permisivo para casi todos.
Caminamos hasta el cartel que anuncia la llegada al pueblo y fueron varias las fotos que intentamos sacar desde este punto.
¿Logramos alguna donde el Kilimanjaro se vea en todo su esplendor? Varias.
¿Logramos alguna donde pudiésemos disimular las ojeras y las bolsas bajo los ojos? Ni una.
Lo habíamos logrado.
Habíamos podido ver la montaña más alta de África desde un lugar visualmente privilegiado, rodeados de gente local que hacía su vida normal, y no de grupos de turistas como nosotros.
No solo lo teníamos en primer plano, sino que lo teníamos todo para nosotros.
Apenas tenía nieve en la cima, pero pudimos ver las cavidades nevadas que lo recorrían, convirtiéndolo a nuestros ojos casi en un ser vivo con sangre transparente que no solo lo alimenta a el sino a las personas que viven a sus pies.
Viéndolo desde acá podíamos entender por qué tantas personas quieren escalarlo.
Aunque debe ser una experiencia increíble, nosotros nos contentamos con verlo, y más aun, haber tenido la posibilidad de disfrutar de su vista con la vida cotidiana pasando a su alrededor, con nosotros como únicos intrusos del cuadro. Pensamos en la relatividad, en cómo algo que puede ser tan común para algunas personas puede volverse tan especial para otras.
No sé cual fue la última foto al Kilimanjaro, pero sé cual fue la que retrató aquello que vimos, aquella foto que más que imagen fue un trozo arrancado de la vida de un pueblo.
No fue la foto del Kilimanjaro, fue la imagen que le dio sentido a querer ver el Kilimanjaro.
PRIMER AUTOSTOP EN KENIA
Salimos del hotel habiéndonos despedido de la señora que nos preparó la cena el día anterior, y no llegamos muy lejos: apenas nos alejamos unos pasos de la entrada para ponernos a hacer dedo, ya que el hotel quedaba sobre la misma ruta… de hecho el pueblo esta atravesado por ella.
El señor que nos abrió el portón para salir del predio del hotel nos miraba curioso desde su garito mientras nosotros sonreíamos a todos los conductores con el dedo estirado.
Pero no eran los únicos espectadores: un grupo de niños nos observaba a unos metros de distancia, medio jugando entre ellos pero sin perdernos de vista en ningún momento.
Dos mujeres que pasaron caminando a nuestro lado volvieron sobre sus pasos para preguntarnos qué hacíamos allí parados. Cuando le contamos que estábamos haciendo autostop (de forma gratuita) nos preguntaron por qué hacíamos eso.
Lo raro no era ver gente haciendo autostop, sino el hecho que los turistas lo hicieran y más aun pretendiendo que fuese gratis, así que cuando le explicamos que además de ahorrar dinero nos servía para acercarnos más a la gente local, las dos nos miraron con cara de extrañeza. Es difícil explicar la forma en la que uno viaja en una sociedad donde todo se monetiza. Por más que hicimos hincapié en el lado social de hacer dedo, en la conexión que se genera entre el chofer y pasajero cuando no hay dinero de por medio, y la posibilidad de conocer mejor la sociedad del país en donde estamos, su expresión fue mutando de extrañeza a desaprobación.
Finalmente se alejaron confundidas, volviéndose para mirarnos cada tanto.
En 10 minutos pararon 3 autos y un camión de los cuales uno podía llevarnos pero a cambio de dinero (que bajo nuestro criterio no sería autostop), mientras que los otros tres apenas iban al siguiente pueblo a pocos kilómetros de distancia.
No queríamos avanzar de a poco porque en última instancia, un mini bus salía de Oloitokitok directo hacia Nairobi, por lo que podíamos darnos el lujo de hacer autostop de forma selectiva, hasta que alguien nos llevara directo o en pocos tramos a Nairobi. El punto donde estábamos haciendo dedo era bueno, y si nadie nos llevaba, teníamos ese bus como último recurso.
La señora del hotel salió por el portón y se acercó a nosotros. Tenía curiosidad por lo que estábamos haciendo, así que le explicamos lo mismo que a las otras dos mujeres y a diferencia de las otras, ella se entusiasmó con la idea y aunque nos dijo que sería muy difícil que alguien nos llevara gratis, nos ayudó quedándose un ratito a nuestro lado y hablando en suajili con los choferes de los autos que paraban para pedirles que nos llevaran. Los que pararon mientras ella estuvo allí querían cobrar por lo que tuvimos que declinar la propuesta.
Mientras estuvo con nosotros Esther nos contó que era madre viuda y que quería ir a trabajar a América. Nos preguntó sobre las posibilidades de trabajar como mucama en Uruguay y si los sueldos daban para vivir mejor que en Kenia.
Guardó nuestro contacto alegando que si se iba a Uruguay a lo mejor podíamos hospedarla por un tiempo hasta conseguir un trabajo. Aunque auto-invitarse pueda sonar descarado, es algo muy habitual en África, Esther parecía buena persona y siempre fue respetuosa. Parecía alguien con ganas de progresar y cuando se alejó deseándonos buena suerte deseamos francamente que tuviera éxito en todo lo que emprendiera.
Al poco rato de haberse ido Esther, una camioneta de safari se detuvo y el chofer nos dijo que podía llevarnos hasta un pueblo a unos cuanto kilómetros más allá. Como la distancia era considerable, aceptamos la propuesta. Ir en aquella camioneta era una figurita nueva en el álbum de “vehículos que nos llevaron a dedo” y recuerdo haber pensado en ese momento que eso sería probablemente lo más cerca que estaríamos de un safari en todo el viaje.
Una vez arriba y al rato de haber conversado con él, nos contó que realmente tenía que cumplir con una diligencia en aquel pueblo al que nos llevaba y luego seguía viaje a Nairobi, así que si nadie nos había llevado para cuando el terminara sus asuntos, podía volver a recogernos y continuar llevándonos a la capital.
Hablamos de su trabajo como guía de safaris y nos contó cuales eran los precios aproximados.
Cuando llegamos a Emali nos despedimos en caso de que no nos volviésemos a ver, y comenzamos a buscar un buen punto para seguir haciendo dedo ya que donde nos bajamos de la camioneta resultó ser una especie de mercado callejero lleno de gente por todos lados, entre ellos varios vendedores ofreciéndonos sus productos, por lo que era necesario buscar un lugar más tranquilo, con buen espacio para que un vehículo se detenga cómodamente.
Una estación de servicio a las afueras del pueblo fue el punto ideal, y aunque algunas gotas de lluvias amenazaban con espantarnos, seguimos haciendo dedo.
Un camión con la palabra “RELIABLE” (“confiable”) escrita en el frente se acercaba despacito y con mi manía de ponerle voces a los objetos le grité a Wa “¡es este, es este! ¡Dice que es confiable!”.
Y por esta vez tuve razón.
SAFARI GRATIS
Quizás llamarle “safari” sea demasiado, pero tampoco está muy alejado de la realidad.
El chofer que nos dejó ser sus acompañantes hacia Nairobi se presentó como David, un señor de cerca de 60 años con «6 u 8 hijos» bajo su cuidado, y lo digo así porque al principio nos dijo que tenía 6 pero luego dijo que eran 8, por lo que no estamos seguros cual sea la cifra correcta, pero como sea, son un montón.
Parecía sorprendido de sí mismo por haber aceptado llevarnos gratis a dedo, pero para nuestra satisfacción notamos que disfrutó de las charlas que compartimos durante el largo viaje a Nairobi.
¿Que por qué digo “largo viaje” cuando en realidad apenas nos separaban 123 kms de la capital?
Porque el camión donde íbamos estaba lleno de carga y solamente podía avanzar a 40 kms/h lo que hacía que el viaje fuera más de la mitad de lento de lo que sería en otros vehículos.
De todas formas, a nosotros no nos importaba, estábamos disfrutando de la compañía que nos había tocado y haber aprendido que siempre hay personas dispuestas a ayudar a otros, incluso en los lugares donde todo el mundo te dice que es imposible es siempre disfrutable.
Conversamos sobre muchísimas cosas, nos reímos juntos y aprendimos cosas de nuestras diferentes culturas.
En eso estábamos cuando de pronto David da el grito de alerta porque habían cebras en la ruta. Era la primera vez que veíamos cebras salvajes. David aminoró la velocidad para que pudiéramos sacar fotos, mientras yo no paraba de decir cosas como “so cute!” y agradecerle.
Solo eso representaba para nosotros un pequeño safari inesperado, pero cuando los acostumbrados ojos de David vieron jirafas y dieron la voz de alerta, yo no podía más de la emoción… que poco duró porque cuando miré por la ventanilla, las jirafas ya habían quedado atrás.
–¿Las viste? -me pregunta David
–No, no llegué a verlas. Pero no pasa nada, ya aparecerán más…
La decepción estaría pintada en mi cara, porque David aprovecha una trocha en la ruta para detener el camión: “andá a verlas y sacale fotos” dijo. Y yo soy gente obediente.
Bajé de un salto y corrí hasta que las jirafas quedaron en mi campo visual.
Intenté sacarles fotos, pero el zoom del teléfono no era suficiente. Igual, no era eso lo más importante: David había parado para que yo las viera, y las había visto. Eso era lo importante.
Y no, no me refiero sólo al hecho de ver a las jirafas.
Volví corriendo al camión para no hacer esperar mucho al chofer que si bien en un principio se sorprendió de si mismo por llevar gratis a dos extranjeros, ahora esperaba paciente a que uno de ellos volviera feliz por haber visto jirafas.
Llegamos a Nairobi aún durante el día.
Le regalamos a David un recuerdo de Uruguay y si algo tenía que haber sido filmado, incluso más que las jirafas, fue la reacción de ese hombre ante ese sencillo regalo.
El señor de casi 60 años gritaba y se reía como un niño en Navidad, y no sabía cómo expresar su gratitud, como si fuera el quien debiera estar agradecido con nosotros y no al contrario, como realmente era.
Nos acercó a un punto de la ciudad desde donde salían los matatus que nos dejarían -en teoría- cerca de la casa donde nos estábamos hospedando, y hasta se tomó la molestia de hablar con los conductores para que nos cobraran el precio justo (que en ese momento eran 50 KSH por persona, es decir, menos de medio dólar).
La misma persona que apenas subir al camión nos contaba que no le daba el dinero para alimentar a sus hijos, ahora intentaba darnos un billete de 100 KSH para pagarnos el transporte. Nos rehusamos hasta que David devolvió el billete al bolsillo de donde lo había sacado, y con nuestros contactos telefónicos intercambiados nos despedimos, con alguna chance de volvernos a ver ya que David debía ir a Mombasa dentro de unos días y si podíamos esperarlo quizás nos volveríamos a ver.
Ya no volvimos a ver a David, pero a día de hoy conversamos de vez en cuando con sus hijas y nietas chicas a través de whatsapp, y fue sin dudas una de las personas que nos demostraron que no importa cuan distinta sea una sociedad, siempre hay personas con las que se puede llegar a conectar y generar recuerdos lindos e imborrables.