WASHA MICHAEL: LA PEQUEÑA LALIBELA
Uno de los lugares que más queríamos visitar de Etiopía eran los templos de piedra en Lalibela. Nuestra idea era entrar por tierra desde Sudán, llegando así al norte de Etiopía donde están los templos.
Pero el hecho de no poder ir a Sudán y tener que volar directamente a Adís Abeba, ciudad ubicada en el medio del país, nos complicó los planes para visitar este lugar.
Viajar a dedo en Etiopía no era una opción que quisiéramos intentar porque no nos ofrecía la seguridad suficiente para hacerlo, sobre todo hacia el norte donde todavía hay una guerra civil activa, así que averiguamos cual era el bus más económico que pudiera llevarnos hasta allí.
Después de ir a consultar en persona a la zona desde donde salen los buses (a la que no sé si llamar terminal porque en realidad era una calle de donde salían los buses) y consultar también con un conocido de alguien que nos ofreció ayuda, descubrimos que lo más económico para ir a Lalibela, ver los templos, y volver a Adís (ya que la idea era seguir avanzando hacia el Sur para llegar a Kenia) tenía un costo de unos 200 dólares en total ida y vuelta, que sumado a los 50 dólares por persona que cuesta la entrada a los templos, hacían un total de aproximadamente 300 dólares. Era demasiado para el presupuesto que manejamos así que tuvimos que desistir de la idea y decir lo que siempre decimos cuando algo así nos pasa: hay que tener una excusa para volver.
Mientras Wa buscaba qué podíamos hacer en Adís, a fuerza de explorar el mapa encontró algo llamado Washa Mikael.
Una rápida búsqueda en internet nos contó que estas ruinas correspondían a un templo con más de 1700 años de antigüedad, superando los 800 de los templos construidos en Lalibela.
El paso del tiempo junto con los ataques italianos hizo que a día de hoy sea poco más que un conjunto de rocas dispuestas con cierta lógica.
Sin poder ver los templos de Lalibela, nos pareció que Washa Mikael (Cuya traducción sería algo como Caverna / Gruta de Miguel) podía ser un buen premio consuelo.
Apenas llegar, no vimos rastros de nadie más que estuviese visitando la zona, pero un chico parado en un portón nos hizo señas cuando nos acercamos.
Nos llevó a una especie de buzón, donde había una hoja A4 que explicaba que el costo era de 100 por persona, así que dejamos 200 y seguimos al muchacho.
Éste nos guió hasta otro portón y nos hizo dejar los zapatos a un lado, siempre a la intemperie.
Caminamos entre rocas y pasto hasta que, atravesando una especie de túnel en la roca, llegamos a aquel conjunto de piedras que aunque supo ver tiempos mejores aun mantiene claras señales de ser utilizadas a día de hoy, como lo son los cuadros de figuras religiosas, restos de velas, y estampitas.
Y por supuesto, el hecho de haber tenido que sacarnos los zapatos demuestra un respeto mantenido hasta nuestros días.
No hay mucho más que decir al respecto.
El Templo de Washa Mikael se ve, se toca con las manos y con las plantas de los pies, se trepa, y se respira.
Y aunque no cause quizás la misma sensación de magnificencia que pueden causar los templos de Lalibela, no hay que olvidar que nos encontramos también ante un lugar de culto tallado en piedra bajo el nivel del suelo, con más de 1700 años de antigüedad.
EL CUAJO MÁS CARO DEL MUNDO
Washa Mikael se encuentra a unos 11 kms del centro de la ciudad, por lo que nos esperaba una buena caminata hasta alguna de las estaciones de trenes.
Antes de llegar a la ruta había que bajar toda la colina sobre la cual estaba ubicado el templo, lo que significaba recorrer un camino prácticamente vacío donde apenas pasaba alguna persona en compañía de su burro de vez en cuando.
Cuando llegamos a la ruta, subimos la vereda y continuamos caminando.
En la primera esquina que cruzamos, apenas unos metros más adelante, había un auto blanco estacionado. De su interior vimos salir a un muchacho hablando por celular.
El tipo gesticulaba y caminaba, y se mantenía la mayor parte del tiempo de espalda a nosotros. Otras dos cabecitas se vislumbraban en el interior del auto.
Cuando pasamos a su lado, éste escupió a un costado, con tanta mala suerte que el cuajo cayó justo encima de Wa.
No nos quitó el sueño, más bien al contrario, sin parar siquiera un segundo, seguimos caminando mientras yo me descostillaba de risa, sin sospechar que poco me iba a durar la alegría.
Ya habíamos caminado varios metros con el escupitajo sobre el brazo de Wa, cuando sentimos pasos que se acercaban rápidamente y una voz que repetía “sorry sorry” (perdón). Al darnos vuelta, vimos al muchacho que hablaba por celular, el que escupió sobre Wa aparentemente sin querer, que venía con una botellita de alcohol etílico en la mano y un papel en otra.
Se acercó a Wa y pasó la mano sobre su pantalón en la pierna derecha. Nos mostró como quedaba saliva en sus dedos, así que enseguida comenzó a pasar el papelito mojado en alcohol por la tela del pantalón repitiendo “corona, dangerous, sorry sorry” (aparentemente quería decirnos que con esto del coronavirus era peligroso quedarse con el escupitajo encima).
Yo parada de frente a los dos, miraba como le pasaba el papelito por la pierna mientras acompañaba a Wa diciendo frases como “don´t worry” y “no problem” acompañadas de risas. Quiero hacer énfasis en esto: yo estaba justo frente a ambos y estuve todo el tiempo mirando los movimientos de este hombre.
Unos segundos después, el tipo se fue y nosotros con la risa revoloteándonos aun en los labios seguimos caminando mientras elogiábamos la buena acción del hombre que había tratado de enmendar su metida de pata.
Pocos segundos después, Wa quiso sacar el celular del bolsillo, pero su mano nunca llegó a encontrarlo allá donde debería estar.
“El tipo… fue el” dijo.
Yo no quería creerlo, así que corrimos hasta el camino colina arriba para revisar el piso por donde vinimos y aunque Wa insistía en que no tenía sentido, que se lo había robado el tipo, yo no quería, no podía rendirme… había mirado cómo le limpiaba el pantalón, y nunca vi que le metiera la mano en el bolsillo. Era imposible.
Dejame decirte la frase más cliché de todas, la que rige todos los libros de autoayuda y que repetimos sin creerla: nada es imposible.
Toda una tarde en la comisaría
Luego de una media hora de caminata llegamos a una zona de la ciudad donde ya comenzaba a haber más movimiento de tráfico.
Un mercado callejero se ubicaba sobre una vereda, y cuando vimos a un policía rondando la zona, nos acercamos a intentar explicarle lo sucedido.
El oficial hablaba un inglés muy básico, pero cuando nuestro lenguaje corporal le hizo notar a la gente del mercado que algo le había pasado a los turistas, un grupo de hombres se reunió alrededor nuestro. Afortunadamente un par hablaban mejor inglés así que oficiaron de traductores, habíamos encontrado algo mas que hacer en la ciudad.
Hablaron entre ellos en amárico, hasta que uno de los que hablaban inglés se autodesignó el puesto de ayudante oficial y nos indicó que lo siguiéramos porque iríamos a la comisaría a poner una denuncia.
En el camino volvímos a contarle cómo habían sucedido los hechos y para cuando llegamos a la comisaría nuestro acompañante ya tenía la historia clara, así que se encargó de explicar los detalles.
Nos tomaron declaración a los dos, cada uno en diferentes papeles.
Insistieron en que si les llevábamos el correo asociado al teléfono así como la contraseña del mismo, podían llegar a ayudarnos a bloquear el teléfono y con suerte hasta rastrearlo, pero no queríamos hacer eso. Además, lo que ellos buscaban hacer era algo que podíamos hacer nosotros mismos desde la computadora, y que de hecho más tarde hicimos.
Un oficial nos explicó que hay una base de datos común a varios países (Etiopía inclusive) por lo que, si un teléfono es robado y se da la orden de bloqueo, el número IMEI de ese aparato se bloquea en todos los países pertenecientes a ese acuerdo. Eso significa que ese teléfono no puede utilizarse en ninguno de esos países.
La cuestión es que Kenia, el país vecino al Sur, no está en esa lista, así que los ladrones muchas veces roban teléfonos para ir a venderlos allí, donde la gente puede usarlos normalmente.
Al rato nos encontrábamos todos subidos a una camioneta policial, acompañados de 3 oficiales y nuestro ayudante-traductor, rumbo a Washa Mikael. Por más que les explicamos que los ladrones iban en auto y que ya estarían lejos, querían ir a la zona del delito.
Una vez allá lo único que pudimos hacer fue indicarles el lugar exacto donde el auto estaba estacionado, y repetirles una vez más el color del auto y la cantidad de personas fuera y dentro de él.
Luego los oficiales consultaron con una señora que atendía un puestito de verduras muy austero, justo en frente a donde había sido el robo. Recordábamos haber visto a la chica allí cuando todo sucedió, pero aparentemente ella no se acordaba de las que fueron probablemente las únicas personas blancas que pasaron caminando por esa zona en la última hora y poco. Podía ser, pero probablemente era la precaución la que regía su criterio.
Creo que fuimos todos los que dudamos de sus palabras, pero no la culpo… hoy en día nadie quiere verse involucrado en un robo, ni aun como testigo de algo relacionado, sobre todo porque no sabés qué tan caro puede costarte tener buena memoria.
Al final volvimos a la comisaría donde nos hicieron más preguntas, mayormente repetidas, y pidiendo que volviésemos al día siguiente con el número de IMEI para al menos intentar bloquear el aparato, al poco rato, al ver como se pelaban por la única lapicera de la comisaría entre todos los policias, caímos en que todo iba a ser en vano, después emprendimos la retirada.
A todo esto ya se había ido casi toda la tarde; habíamos estado caminando entre comisarías y contado la historia del robo más veces de las que quisiéramos recordar.
Aunque yo mantenía la esperanza de poder rastrear el teléfono si éramos capaces de conseguir el número IMEI, la realidad era que las esperanzas eran microscópicas y lo máximo a lo que podíamos aspirar realmente era a bloquearlo para que nadie pudiera usarlo (eso no nos devolvería el teléfono, pero al menos lograba que los ladrones no pudieran beneficiarse del robo).
Volvimos a la casa donde nos estábamos hospedando. Nos esperaba uno de los 3 muchachos que vivían allí.
Apenas le contamos lo del escupitajo, se agarró la cabeza y la culpa le desfiguró la cara: “¡me olvidé de decirles! Ese es un método clásico, siempre lo usan con los turistas, ¿cómo no se los dije?”.
Aunque le restamos importancia para que no se sintiera mal (además ¿qué culpa tenía el?) no pude evitar terminar el relato con la frase que me había estado rondando la cabeza en las últimas horas:
“Y tenía que pasar precisamente en mi cumpleaños”.
El maleficio del cumpleaños
Mi primer cumpleaños viajando fue en Ecuador, donde una señora empezó a gritarnos “nazis” por el simple hecho de ser de Uruguay, país a donde según ella se habían escapado los alemanes de las SS después de la guerra.
Mi segundo cumpleaños viajando lo pasamos en México, y fue una de las pocas veces en el viaje donde me agarré una gripe que no me dejaba fuerzas para hacer casi nada.
Mi tercer cumpleaños viajando lo pasamos recorriendo comisarías de Etiopia, después de que a Wa le robaran el teléfono celular que tenía desde hacía menos de 3 meses.
La tercera es la vencida, así que esperaba con todas mis fuerzas que fuera acá donde se rompiera el maleficio y que de ahora en más mis cumpleaños viajando fueran sinónimo de recuerdos reconfortantes, no de robos, acusaciones, o mocos y fiebre.
Quería realmente creer que la tercera era la vencida.
Y parece que a veces los refranes son certeros en sus predicciones.
Con mocos sí… pero de los buenos
Nos pasamos horas frente a la compu.
Wa intentaba bloquear y cambiar contraseñas de todo lo que usara en el teléfono, mientras yo intentaba buscar maneras de rastrear un teléfono por su número IMEI.
Afortunadamente pudimos conseguir bloquear el teléfono desde nuestra computadora, pero el tema de rastrearlo ya era más complicado… por mucho que buscase no encontraba nada que nos permitiera a nosotros, simples civiles, hacer algo así.
Ya habíamos hecho casi todo lo que podíamos hacer dentro de nuestras posibilidades, y aunque yo no me rendía en intentar encontrar una forma de rastreo, ya estábamos en la etapa de reconfigurar otro teléfono más básico que llevábamos por si acaso e intentar asumir que el otro no iba a recuperarse.
De repente, las luces se apagaron… cosa que no sorprendió a nadie porque ya habíamos estado suficientes días en Etiopía como para saber que era algo común. Recuerdo que lo que pensé enseguida fue “menos mal que la computadora tiene batería por si tenemos que seguir bloqueando cosas o algo”.
Así que, decía, el apagón no nos sorprendió, lo que sí nos sorprendió fue lo que pasó a continuación.
Aparecieron los 3 muchachos que viven en la casa donde nos estábamos quedando y otro viajero que también estaba allí, todos cantando el feliz cumpleaños con una torta en las manos.
Uno de ellos fue a buscar un cuchillo y me lo dio para que cortara la torta, pero yo no podía hacer nada… las lágrimas ya estaban corriéndome por la cara y tenía que usar las manos para tapármela porque me daba vergüenza estar llorando.
Me di cuenta que el chico que estaba en la casa cuando llegamos luego de haber pasado el día con la policía, al que le contamos lo ocurrido, tuvo que haber ideado lo de la torta muy rápido porque antes de esto nadie sabía de mi cumpleaños. Mientras más lo pensaba más ganas de llorar tenía, y más contenta me ponía.
Al final siempre son las personas las que hacen que el viaje valga realmente la pena.
Y aunque quien robó el teléfono de Wa también es una persona, fueron muchas más las que aquel día dejaron recuerdos positivos en nosotros, desde quienes intentaron ayudarnos luego del robo, hasta quienes nos cantaron el feliz cumpleaños con una torta.
Al final del día y contra todo pronóstico, lloré de emoción y no de rabia.
Y estoy muy conforme con haberme reservado las lágrimas que el ladrón podría haberse robado (junto con el celular), para aquellos que se las merecieron más con un gesto tan lindo.
REZAR O DORMIR… ESA ES LA CUESTIÓN
Poco después del cumpleaños no cambiamos de ciudad pero sí de vivienda, y nos fuimos a una casa pequeñita que nos prestaron por unos días. Su dueño estaba en el Norte del país, pero poniéndonos en contacto con un amigo suyo que nos dio las llaves, llegamos a la que fue nuestra casita por unos días.
La casita estaba ubicada en un último piso de una edificación baja, con el baño siendo una habitación fuera del apartamento, en una zona abierta (tipo terraza), y compartido con la familia del apartamento contiguo.
Cierto es que puede no ser lo más cómodo del mundo, pero es una forma de abaratar costos de construcción.
La ducha del bañito no funcionaba y tampoco la electricidad, así que podríamos decir que las condiciones del baño dejaban bastante que desear, y aunque conocimos otros viajeros que no aguantaron más de una noche allí justamente por estos motivos, se necesita más que eso para espantarnos a nosotros, así que pasamos algunos días en la privacidad del pequeño apartamento.
Con una cocinilla eléctrica ubicada en el suelo, preparábamos la comida, y nos bañábamos tirándonos el agua del enorme bidón ubicado en el bañito como ya habíamos aprendido en Centroamérica. Nada de esto era demasiado problemático para nosotros, mucho menos cuando alguien nos lo ofrece de forma desinteresada.
Pero los rezos.
¡Ay los rezos!
Ya habíamos experimentado una situación similar en Asiut, donde nos quedamos en una casa ubicada tan cerca de la mezquita que los rezos se escuchaban aun con las ventanas cerradas y a toda hora.
Pero en esta casita de Etiopía la cosa era aun peor.
Los cánticos religiosos llegaban en forma de gritos desaforados a horas intempestivas de la noche. La primer tanda matadora era como de 00:00 a 2:30 hs. Somos seres nocturnos (sobre todo esta humilde servidora) por lo que no me costaba nada quedarme despierta hasta esa hora, pero cuando lograba conciliar el sueño, sobre las 3 de la madrugada, sólo podía hacerlo por poco más de una hora porque 4:30 volvían los cánticos hasta mas o menos las seis de la mañana, para volver a retomar sobre las 8 y algo.
Era prácticamente imposible dormir más de 2 horas seguidas.
De pronto teníamos la suerte de despertarnos con algún cántico y reenganchar el sueño, pero que esto te pase 3 veces en la misma noche hace que al final de cuentas no descanses tan bien.
Así aprendimos que los tapones de oídos que llevamos pero nunca necesitamos utilizar en el viaje de las Américas (ni siquiera durmiendo en estaciones de servicio con camiones entrando y saliendo alrededor nuestro) hubieran sido ciertamente muy útiles en algunas partes de África.
URUGUAY PRESENTE
Nuestros últimos días en Etiopía los pasamos en un hostel donde su dueña nos hospedó gratis, como hacía con algunos viajeros de vez en cuando.
Fue ahí donde sucedió la preparación de la sopa instantánea menos instantánea de la historia con el artilugio casero que monté cuando la electricidad se fue y no había gas en la cocina (tiembla McGyver) que mencionamos en el post anterior.
Pero fue ahí también donde, mirando desde la ventana de nuestro dormitorio, vimos una bandera que nos saludaba con familiaridad…
Dada la cercanía con la embajada de Uruguay, salimos a caminar con ojos avizores para encontrarla en cualquier momento, el menos esperado quizás; sorprendénos embajada, aparécete cuando menos lo esperemos, como hiciste con la bandera.
La zona donde estaba el lugar donde nos estábamos quedando no era céntrica como tal, pero estaba cerca de zonas con movimiento, y fue esperando para cruzar una calle cuando vimos el cartel que nos puso los pelos de punta.
“¿Esa es la entrada a la embajada de Uruguay?”
Como dijo una amiga cuando le mostramos la foto: parece una boca de pasta base.
El susto se disipó cuando al cruzar la calle nos dimos cuenta que sólo era un cartel que indicaba que la embajada estaba cerca, pero no era ahí mismo como tal.
Y sí, llegamos hasta la entrada de la embajada la cual estaba cubierta con un portón enorme, y aunque no vale la pena poner foto (apenas se veía la bandera desde afuera), creeme que al menos no parecía una boca de pasta base.
HACIA LA FRONTERA
Me encantaría decirte que el episodio del robo no influyó para nada en nuestra partida, y aunque no fue enteramente eso, es cierto que nos había quitado un poco las ganas de continuar recorriendo el país. No era miedo como tal, sino una especie de agotamiento provocado por eso y otras circunstancias ya mencionadas del país que nos hizo sentir que ya era hora de cambiar de aires, aunque nos hubiese quedado mucho por recorrer de Etiopía.
Claro está que luego esas circunstancias (o variaciones de las mismas) nos causarían el mismo sentimiento en otros países de África, pero en ese momento no lo sabíamos.
Para irnos de Etiopía elegimos utilizar el transporte pago, así que tomamos un bus donde íbamos sentados adelante del todo, dándonos una vista panorámica de las rutas etíopes. La idea era relajarnos en ese viaje de bus, porque todavía teníamos esa idea de que si pagás por el transporte esperás una cierta tranquilidad, una especie de escudo que te protege del mundo exterior.
Pero el África subsahariana recién estaba empezando, y en Etiopía comenzamos a entender que pagar por transporte no asegura velocidad, comodidad ni despreocupación, solo asegura moverse de un lugar a otro (y eso también puede ser relativo).
Con las mochilas debajo de las piernas para asegurarnos que estarían seguras, aun sacrificando comodidad, intentámos relajarnos y disfrutar del paisaje, pero apenas comenzar a rodar nos dimos cuenta que eso no sería posible.
Aun luego de salir de la ciudad, el bus paraba cada dos por tres en cuanta zona con más de 3 casitas se encontrase, para dejar bajar o subir gente. Y en Etiopía eso significa parar muchas veces.
No hubiera sido algo tan problemático, más allá de la demora, si no fuera por un motivo en particular: los vendedores.
En cada parada subía un desfile de vendedores ofreciendo frutas, bebidas, frutos secos, snacks, y cuanta cosa se te ocurra que pueda antojársele a alguien en un bus.
Nosotros éramos los únicos turistas, y encima de fácil identificación, así que los vendedores se detenían a nuestro lado insistiendo especialmente.
En estas paradas era también donde los niños se acercaban al bus, armados con bollitos hechos con las hojas de las palmeras y blandiéndolas del tallo las usaban para golpear la puerta del bus (en caso que no hubiera abierto ya). Cuando la puerta estaba abierta para dejar pasar a los vendedores, los niños intentaban colarse dentro para pedir dinero, pero el chofer no los dejaba. Aun así esto no impedía que se colgaran de las ventanas o que se asomaran a la puerta a decirle “moni” (money) a los únicos dos extranjeros del bus, que además, estaban demasiado cerca de la puerta.
También vimos niños yaciendo en la carretera, y nunca supimos las condiciones en las que estos estaban… no queremos pensar lo peor, pero era una imagen que aterraba. Nunca preguntamos a nadie, quizás por miedo a la respuesta, pero esperamos sinceramente que esos niños estuvieran tirados en el suelo como parte de algún juego infantil o incluso alguna estratagema para llamar la atención.
Todo menos lo peor que se nos cruzaba en las mentes cuando los veíamos así.
Durante un cruce policial el acompañante de chofer dio botellas de agua fría y paquetes de galletitas a los oficiales para que nos dejasen pasar fácilmente. Todo se dio de una forma tan natural que hacía evidente que este procedimiento era el habitual.
Y hablando de eso, así con todo tengo que decir que el viaje de Adís Abeba hacia Moyale contaba con una botella de medio litro de agua y un paquete de galletitas para cada pasajero. No es un detalle menor, como aprenderíamos con el tiempo.
Llegamos a Moyale a una hora demasiado tarde para cruzar la frontera así que tuvimos que buscar un lugar donde pasar la noche.
Moyale es una ciudad fronteriza de esas con poco encanto (aunque esto siempre es subjetivo) donde parecía que toda la juventud estaba congregada en las calles.
Muchas tiendas de estilo “mercado” ocupaban las calles, y caminar por las veredas rotas o de tierra hacía que la barrera entre los autos y los peatones fuese casi invisible.
Moyale no era un lugar para poner la carpa a la marchanta, así que buscamos un hotel económico que nos permitiera pasar la noche.
Primero nos metimos en una especie de boliche, un tugurio apenas iluminado con personas que nos miraban sorprendidas donde alguien nos dijo que no había habitaciones disponibles y nos causó más alivio que decepción.
Finalmente dimos con un lugar donde cobraban 300 birr por un cuarto para dos, el último que les quedaba.
El cuarto como tal se ubicaba en una especie de patio donde a su alrededor varias puertas indicaban la existencia de dormitorios, como los clásicos “conventillos” latinos.
Nuestra habitación se componía de 4 paredes, una puerta, una ventana, una cama de 2 plazas, y una mesita de luz vacía. Ni más ni menos.
Un candado cerraba la puerta, las cortinas no cubrían enteramente las ventanas, y por supuesto que no había electricidad, pero la cama era cómoda, y no necesitábamos más por esa noche.
El baño se ubicaba afuera, en el patio: un cubículo de hormigón con un agujero en el piso, y la posibilidad de llevarte un bidón con agua.
No pienso describir el aroma del lugar, confío en la imaginación de nuestros lectores.
Pero insisto: 300 birr, una cama, una noche. Todo estaba bien.
Y créalo o no, en esa, nuestra última noche en Etiopía, dormimos como bebés.
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