PRIMER CIUDAD SUBSAHARIANA
La capital de Etiopía fue nuestro primer encuentro con el África subsahariana, el África en el que uno piensa cuando le dicen “África”.
Apenas aterrizar en Adís tuvimos una impresión positiva, todo se veía mejor de lo que esperabamos. Nada loco, era un aeropuerto normal en una ciudad normal, pero supongo que lleva un tiempo entender que una ciudad africana no dista tanto de una latinoamericana, incluso de algunas europeas.
Nuestras primeras recorridas por las calles de la capital empezaron a tirar por tierra todos esos conceptos que uno puede arrastrar, y aunque nosotros sabíamos que las ciudades no serían tan diferentes a lo que uno ya conocía, cuando compartimos fotos con personas de Sudamérica, algunos se sorprendían por el simple hecho de ver edificios en una ciudad africana. No los culpo, no es la parte que se suele ver en los documentales.
Aunque con una cierta desprolijidad que sería bastante característica de las ciudades de los países del nordeste subsahariano, la mayor parte del tiempo no sentíamos grandes diferencias con estar caminando en una ciudad latina.
Así con todo, cada tanto vemos cosas que nos recuerdan que estamos en una ciudad que pertenece a una cultura diferente.
Por ejemplo, la primera vez que vi a un muchacho, ya crecidito, haciendo pis en la calle pensé que sería un caso aislado como los hay en todos lados.
Cuando empezamos a ver varios por día, incluso alguno de ellos acompañando el acto con un saludo o una mirada fija, me di cuenta que era algo que evidentemente en Etiopía no tenía una connotación negativa sino que era algo normal.
Normal era también encontrar bidones de agua con canillita a la entrada de los locales donde vendieran comida. Algunos imitaban la forma y el color de una vasija tradicional pero en plástico.
Luego de haber comido injera por primera vez, entendimos el motivo.
También nos resultaba curioso ver que muchas tiendas de cualquier rubro tenían pasto tirado en el suelo, incluso aquellas que se notaban más fifí.
Creíamos que se trataba de lemon Grass (citronela) para ahuyentar mosquitos, pero cuando preguntamos nos dijeron que es parte del ritual del café, en donde se desparrama pasto y flores para crear una especie de alfombra aromática.
Por tanto es probable que en estas tiendas se celebre el ritual o que simplemente se haga por costumbre. Lo que nos lleva a otra cosa que también vimos mucho: la mesa casi a ras del suelo, con el jarrito para el café (jebena) y las tacitas diminutas.
Vivir una ceremonia del café en Etiopía nos quedó pendiente, sobre todo para amantes de este brebaje como lo somos nosotros.
Además Etiopía se conoce por ser la cuna del café y tener de las variedades más gourmet que se puedan encontrar; el café arábica que es una de las variedades más apreciadas (y la que se te viene a la cabeza cuando pensás en un grano de café, el clásico con una línea tipo “S” en medio) se descubrió acá, y dentro de él, varias de sus sub-variedades.
Los Etíopes suelen tomar el café muy fuerte y sin endulzantes, algo así como un shot de cafeína (similar al expreso europeo si se quiere).
En las calles de Etiopía algunos perros callejeros deambulaban por ahí, siendo la gran mayoría color marrón clarito (detalle que a nadie le importa) pero durante el tiempo que estuvimos en el país solo vimos uno que fuera la mascota de alguien.
Si bien en Egipto ya era poco común ver mascotas en las casas, en Etiopía esto se acentuaba mucho más.
Si bien caminamos mucho la ciudad, cuando teníamos que desplazarnos distancias demasiado grandes optábamos por el tren.
El precio según nos dijo la persona que nos hospedó, podía ir de 4 a 7 birr, dependiendo de la distancia recorrida. Aprovechamos esta información para poner a prueba la honestidad de los etíopes ante un turista, y pagamos con un billete más grande sin preguntar nada. Entre sonrisas y bienvenidas, nos cobraron 10 por persona el boleto. De todas formas hay que decir que esto sólo sucedió una de las 3 o 4 veces que tomamos el tren.
Y el tren… el tren nos brindó más de una experiencia memorable.
Desesperación en un vagón aglutinado
Justo antes de entrar a la zona (abierta) donde se espera el tren hay guardias que revisan a las personas que acceden al andén. A nosotros sólo nos revisaron una vez y sin demasiado énfasis (supongo que ser extranjero tiene sus ventajas) pero la primera vez que nos subimos al tren un militar subió detrás de nosotros y se colocó justo a nuestro lado, donde fue casi todo el trayecto. No lo sabemos con certeza pero no podemos evitar pensar que lo hizo para protegernos de posibles carteristas, uno de los peligros más comunes en la ciudad.
En otra oportunidad, mientras esperábamos sentados en el andén, un señor de unos 70 años y usando una bufanda con los colores del país se acercó a nosotros dándonos la bienvenida y gritando “Etiopia” cada tanto, mientras hacía el gesto de la fuerza con el puñito y lo chocaba contra el nuestro, que alentados por su energía, también levantábamos.
No solo era uno de esos personajes curiosos que te alegran el momento, sino que además fue una de la pocas personas ancianas que vimos en Etiopía, donde ver personas mayores no es muy común (cosa que tampoco es de extrañar, tomando en cuenta que la esperanza de vida en el país es de 61 años).
En cuanto al viaje en tren en sí mismo, tuvimos mejores y peores experiencias.
En más de una oportunidad dejamos pasar varios trenes (y por ende también varias horas) hasta que llegaba uno en el que podíamos subirnos sin necesidad de ir estrujados. Durante las horas pico cuando el tren se detiene un montón de personas se aglutinan alrededor de las puertas esperando que estas abran para meterse en huecos que ni siquiera pueden verse. El tren ya va lleno a reventar, pero las puertas se abren igual y no sabemos cómo lo hacen, pero lo hacen… entran.
En alguna oportunidad que esto ocurrió, se tuvo que bajar el conductor del tren a empujar personas y cerrar las puertas a la fuerza.
Por mucho que intentamos evitarlo, una vez nos tocó vivir la experiencia desde adentro, cuando ya no teníamos escapatoria. Y además, fue con yapa.
Resulta que íbamos en un tren con espacio para bailar un malambo, pero comenzó a llenarse más rápido de lo previsto, hasta llegar al punto de faltar más de la mitad del viaje y ya ir apretados unos contra otros. No tenemos recuerdo de haber viajado así en ningún transporte público en la vida. Eso no significa que no hayamos ido en transporte público muy lleno, pero es que esto era otro nivel, el contacto físico había pasado a otro plano más allá del 3D.
Recuerdo ir parada entre dos muchachos (adelante y atrás) y por supuesto más gente a los costados, y no necesitar agarrarme porque ellos me mantenían en postura vertical. Era un sanguchito. No podía girar mucho la cara porque si lo hacía era capaz de darle un beso a alguien… a ese nivel (sin exagerar).
A esta situación, que ya de por si es bastante incómoda, se le suma la preocupación de intentar cuidar las pertenencias que lleves; tratar de sentir en todo momento el celular, la billetera, o cualquier cosa de valor que tengas contra el cuerpo, porque como mencionábamos antes, el principal peligro de Adís Abeba son los carteristas.
Por si todo esto fuera poco imagínate esta situación: vas parado en el tren de un país donde hablan un idioma que no entendés, un país con fama de tener muchos carteristas. El tren va lleno al nivel no poder moverte ni girar la cabeza sin enchufarle un truchazo a alguien. El tren se detiene en una estación. Apenas cierra las puertas y vuelve a arrancar, en el mismo vagón que vas vos pero unos metros más adelante, una mujer empieza a gritar desesperada.
Acto seguido se empiezan a escuchar golpes contra los vidrios de las ventanas, no uno ni dos, sino decenas de puños golpeando los vidrios. Más gritos se suman a los de la mujer. La gente a tu alrededor estira el cuello intentando ver algo. Vos también pero hay tanta gente que no podés moverte. Algunos empiezan a hablar entre ellos, pero no podés entender nada porque hablan en amárico, un idioma que te es completamente alien.
En medio de esa locura, el tren llega a la siguiente estación, donde un militar sube, más gente baja, y los gritos y golpes se calman.
Eso como te lo describo fue lo que nos pasó en ese viaje, como si ir ensardinados no fuera ya suficiente adrenalina para un viaje en tren.
Nosotros sospechamos que alguien le robó a la mujer que empezó a gritar, y se bajó justo antes que el tren arrancara nuevamente. Para cuando el tren llegó a la siguiente estación, ya no había nada que hacer.
Inspiración afirmativa
En Etiopía nos hospedamos con una persona que evidentemente tenía una buena posición económica dentro del país; esto quedaba claro por haber sido su casa el único lugar en donde nunca experimentamos cortes de agua ni de luz (había tanque, bomba de agua y generador) y donde las redes sociales atravesaban una VPN que nos permitía engañar al sistema.
También nos quedamos con 3 chicos que tenían una tienda de ropa de segunda mano, la cual conseguían haciendo viajes a Somalilandia, un país el cual según ellos mismos no es seguro, pero vale la pena tomar el riesgo por el negocio.
Pasamos algunos días en una casita que nos prestaron para nosotros solos mientras su dueño visitaba familia en el norte. La casita tenía el baño afuera, compartido con otra vivienda, un sistema que se utiliza a veces en el país para abaratar costos.
En este lugar había una mezquita muy cerca que muchas veces no nos permitió conciliar el sueño en la madrugada por el volumen y los horarios de los rezos.
Por último, la dueña de un hostel accedió a hospedarnos gratis en su establecimiento, donde si bien no conocimos mucha gente local, pudimos conocer algo muy poco común en el país: una mascota (una perrita).
Todas estas personas pertenecían a distintos estratos sociales y diferentes áreas de la ciudad, pero tenían algo en común: la inspiración afirmativa.
Cuando un etíope quería afirmar algo, muchas veces nos respondían con un “yes” succionado, una suerte de inspiración, como si estuvieras hablándole a tus pulmones.
La primera vez que lo escuchamos no nos pareció raro, pensámos que la persona a lo mejor ahogó un bostezo justo cuando nos respondía o algo. Cuando empezamos a sentirlo en más personas entendimos que es parte de su forma de hablar, y nos pareció algo que aportaba un poco más a ese carácter único del país.
M DE MANTRA, M DE “MONI”
Caminar por las calles de Adís Abeba implicaba tener miradas que nos seguían, sonrisas teledirigidas, y saludos en un inglés básico.
No llegamos a sentir hostilidad ni discriminación por parte de nadie, sino más bien curiosidad y a la hora del trato solía haber simpatía.
Con la etiqueta de “turista” vienen también los estereotipos, que siguen más o menos esta línea: blanco = turista = americano = norteamericano = mucho dinero.
Eso provocaba algunas situaciones incómodas, como que las personas que pedían dinero en la calle nos pidieran a nosotros con mucha más efusividad, o que incluso algunos nos persiguieran por cuadras o nos pidieran que les demos lo que sea que estuviésemos tomando, si era el caso.
Algunas de las personas que piden dinero tienen enfermedades deformativas, gangrenas o mutilaciones. Etiopía es sin dudas el país donde más personas vimos con estas características.
Pero nada de esto se compara al que para nosotros es el gran problema al que te enfrentas en Etiopía, por mucho que duela decirlo así: los niños.
A nosotros no nos gusta dar dinero a los niños porque creemos que, si bien algunos pueden realmente necesitarlo, en general promueve algo que no es sano para ellos, pero en este caso ya nos habían advertido sobre un peligro que iba más allá de nuestros motivos: “no le den dinero a los niños porque lo usan para aspirar pegamento”.
Por muy triste que sea, nos contaron que muchos niños comienzan a aspirar pegamento desde muy pequeños, 3 o 4 años. Pedir dinero en la calle se convierte por tanto en el acceso más fácil a ese dinero que les permite drogarse más.
Por un lado estaba el trabajo infantil que parecía ser no solo aceptado sino también normalizado, y consistía mayormente en niños que sentados en la vereda con una balanza al lado, ofrecían prestado su artilugio a cambio de dinero.
Después estaban los adultos que pedían dinero usando a sus hijos como cebo: los envolvían en un manto y los mantenían en el regazo, mientras el adulto pedía dinero.
Luego estaban los propios niños que pedían dinero incentivados también por sus padres o madres.
Adultos sentados en la calle, con 2 o 3 niños de edades normalmente entre los 2 y los 5 años que se metían entre la gente extendiendo la palma de la mano, y acompañando el gesto con la palabra que nos quedaría para siempre grabada con voz infantil en nuestras mentes: “moni” (money = dinero).
Llegamos incluso a ver a una persona que aparentemente no estaba en situación de mendicidad ir caminando normalmente por la calle, con la que suponemos sería su hija de no mas de 4 años, y apenas vernos empujarla hacia nosotros explicándole que nos diga “moni”.
Y después, en la parte más salvaje de la escala están los niños que piden solos por la calle. Niños que están normalmente en grupos, ubicados en zonas cercanas a atracciones turísticas o centros comerciales, y que se dispersan para pedir dinero a los transeúntes pero que se vuelven una masa uniforme cuando un extranjero aparece.
En varias oportunidades nos vimos rodeados de ellos, todos con la mano extendida repitiendo “moni” sin parar, algunos agarrándose de nuestra cintura, otros agarrándonos la mano, algunos zinchándonos la ropa.
Algunas de estas situaciones nos quedaron especialmente grabadas en la mente.
Una vez mientras íbamos caminando, un niño se acercó y nos dijo “Hello moni”, así, sin coma, como si fuésemos un billete andante que responde al nombre de “moni”.
En otra oportunidad, un niño que estaba pidiendo junto con otro, al vernos acercarnos transformó su expresión de la agonía a la felicidad, y como quien recibe el sobre con el sueldo del mes, vino saltando a nuestro encuentro al grito de “moniiiiii”. El brillo en sus ojos ante la esperanza del dinero era tan genuino como aterrador y a día de hoy todavía recordamos esa expresión, esa mezcla de la más tierna inocencia con la avaricia que un niño no debería tener.
También está aquella vez en la que un grupo de niños vino corriendo a nuestro encuentro al grito de “forenyi, moni moni” (Foreigner/Extranjero) una vez más, y uno de ellos saltó encima de Wa con el fin de prenderse al mejor estilo koala. Wa reaccionó con el reflejo de poner la mano delante del cuerpo, lo que provocó que el niño rebotara y cayera al piso. La caída pareció un poco exagerada, y el llanto aún más. Aun así, intentamos ayudarlo a levantarse, mientras los otros niños se debatían entre pedirnos dinero y levantar al niño que se resistía en el suelo y nunca aceptó nuestra ayuda ni la de nadie, siguió llorando a boca en jarro.
Miramos alrededor buscando ayuda con la mirada entre la muchedumbre que pasaba a nuestro lado, pero a nadie parecía siquiera importarle nada de lo que estaba pasando… parecía como si todos estuvieran acostumbrados a estas escenas.
Al final, dejamos al niño mayor que ayudara al caído y nos alejamos con el corazón hecho un puño y queriendo creer con todas nuestras fuerzas que nada de eso fue una pantomima; preferíamos que el niño realmente se hubiera caído y tuviera algún rasguño, antes de creer que todo fue premeditado con intenciones de manipular, porque las heridas del cuerpo sanan, pero la astucia y manipulación a tan temprana edad no puede hacer más que corromper a la persona.
Algunas veces algún adulto que veía la escena de los niños rodeándonos y pidiendo dinero les gritaba algo para que parasen, pero el esfuerzo no iba más allá de eso, un grito que los niños no escuchaban. Un placebo para la conciencia de quien gritaba.
Contadas de esta manera, algunas de estas situaciones que pasamos en las calles de Adís Abeba pueden sonar a un detalle menor. Podés pensar que no es algo tan complicado, que simplemente no se les dá dinero para no fomentarlo y ya está.
Pensándolo egoístamente es innegable que estas cosas provocan incomodidad a quien visita el país, que termina esquivando calles enteras por no tener que pasar por estas situaciones de nuevo, y a la larga termina perdiendo el interés en continuar recorriendo la ciudad y quizás hasta el país.
Y no es únicamente por un tema de “caminar cómodamente” (y aún si fuera «solo eso» sería válido), de no ser perseguidos durante cuadras, de no poder tomar un refresco en la calle sin que alguien camine a nuestro lado pidiéndonos un sorbo, de que nos cierren el paso.
La incomodidad no radica «solo en eso».
Es el hecho de sentir que, a cada paso, en cada cuadra que caminamos, generamos una esperanza que corrompe a ese niño que utiliza su inocencia innata pero cada vez más mermada, para obtener el dinero del que no tendría que preocuparse a esa edad.
Es muy duro estar ahí y sentir que es el dinero el motivo que hace a estos niños sonreír así, y que nosotros somos de alguna manera los culpables de esas sonrisas sucias, esas sonrisas que probablemente sean acentuadas más tarde por los efectos del pegamento llegando al cerebro, esas sonrisas que acompañan peticiones manipuladoras a una edad que ni siquiera sabés qué significa “manipular”.
Tambipen es duro ver tantas infancias corrompidas por un pedazo de papel al que le dimos valor suficiente para que puedan comprarse un escape a la realidad que los puede desarmar antes que lleguen a la mayoría de edad.
Es duro ver como en vez de estar jugando o estudiando, estos niños están mendigando en las calles, aprendiendo que no es necesario el conocimiento, no es necesario aprender, no es necesario ofrecer algo para obtener otra cosa a cambio si simplemente pidiéndolo puede lograrse.
Y también es duro ver a aquellos que aunque ofrecen algo a cambio (como los que tienen las balanzas) son víctimas de un infancia-interruptus quizás obligados incentivados por sus progenitores o por su propia codicia precoz. Porque esto no es pedir la monedita para el muñeco que se quema una vez al año, como si fuera un juego, esta es la vida diaria de muchos niños.
Y es duro.
A carácter personal, también es duro sentir que a cada niño que le decimos que no, nos enfriamos un poco más ante estas situaciones.
Es duro sentir que este “no” salió más fácil que el anterior.
Y lo peor, cada no que decimos es un intento de ayuda que sabemos no es suficiente.
LUCY EN LA TIERRA SIN DIAMANTES
Sabíamos que esa no era Lucy.
Una página de internet nos alentaba a visitar el Museo Nacional de Etiopía alegando que: “aunque los restos de Lucy exhibidos en el museo son una réplica igual a la que está en el Museo Louvre de Paris, los verdaderos restos están guardados de forma privada en el museo de Adís Abeba, y no deja de ser apasionante saber que es posible ver la réplica de los restos de Lucy en el mismo lugar donde descansan los verdaderos restos de Lucy”.
Cuando leí esto no pude aguantar la risa.
Pocas estrategias de marketing tan malas había leído en mi vida.
¿En serio te parece a vos que yo voy a ir a ver una réplica de Lucy porque la RÉPLICA está en el mismo museo donde, EN UN LUGAR QUE YO NO PUEDO VER, están los verdaderos restos? ¿En serio?
Al otro día estábamos pagando la entrada al Museo Nacional de Adís Abeba para ver la réplica de los restos de Lucy.
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ¡ay Dios!
La entrada era tan económica que nos pareció una buena actividad para hacer mientras estuviésemos por allá, así que despacito empezamos a recorrer el museo.
Vimos cráneos (que a estas alturas no se si son reales o réplicas) en diferentes etapas evolutivas de los homo (según la teoría de Darwin).
También vimos jarrones y demás objetos de épocas no tan lejanas (en comparación con la de los homo) creados por el hombre en Etiopía.
Y claro, también la vimos a ella.
O bueno… a su réplica (es que no puedo con eso, no puedo).
Los restos de Lucy fueron encontrados en Afar (Etiopía) por un grupo de arqueólogos, mientras en la radio de fondo sonaba la psicodélica canción de The Beatles, “Lucy in the sky with diamonds”, lo que posteriormente daría nombre a la Australopitecos más antigua descubierta y también la más famosa.
Y la fama le viene dada porque al descubrir (por sus restos) que Lucy caminaba en dos patas, según las teorías evolutivas.
Pero ya antes de llegar a Lucy el museo se había visto invadido de niños, aparentemente en un paseo escolar, y mientras que la idea es que pudieran aprender de la historia de su país, la mayoría de ellos estaban más interesados en observar a los dos blancos que merodeaban, sacarles fotos a escondidas, y practicar inglés con ellos en el caso de los más osados.
A mi me dio una ternura enorme ver a uno tirado en el suelo haciendo anotaciones en su cuadernito mientras leía uno de los carteles explicativos del museo.
Maestra, póngale sote que ya solo por eso se lo merece.
Al final podemos decir que el Museo Nacional de Adís Abeba es un lugar interesante para visitar si estás por la ciudad.
Es económico y aunque no vas a ver los verdaderos restos de Lucy, podés consolarte pensando que al final de cuentas nadie más puede verlos tampoco y que al menos los viste en el mismo lugar donde se descubrieron y donde se encuentran, bajo caja fuerte, los originales.
Y así es como me convertí en aquello que detesto.
El mal marketing siempre resulta ser el mejor, no hay caso.
PARQUE ENTOTO
Un día por recomendación de la gente local partimos rumbo al Parque Entoto.
Aunque dentro de la ciudad, el parque está suficientemente alejado como para que haya que llegar en transporte, y como nuestro viejo y confiable tren no llegaba tan lejos, optamos por un taxi en el cual podíamos arreglar previamente el precio.
Al señor no le gustó mucho verse en el medio de la nada cuando llegamos a destino, y menos aún cuando le dijimos que no nos esperase para volver (la idea a la vuelta era caminar, para ahorrar).
A las afueras de donde comienzan los caminos de trekking hay varios puestitos atendidos por personas que viven en la zona, a los alrededores del parque.
Algunos ofrecen troncos para hacer fuego, otros frutas, refrescos, etc.
Nosotros queríamos atravesar esa zona rápido porque no pensábamos comprar nada, pero un señor nos interceptó con las preguntas típicas: de dónde somos, si hace mucho que estamos en Etiopia, etc. Se presentó como Johnny y nos invitó a seguirlo en dirección contraria al parque, para mostrarnos una zona no muy conocida por los turistas.
Al principio intentamos desalentarlo, teníamos miedo que nos intentara vender algo o que nos cobrase luego por el mero hecho de “guiarnos”, pero Johnny nos conversó un poco al punto de convencernos.
Ninguno de los dos estaba muy seguro pero al final elegimos seguirlo.
Nos metimos por caminos entre casitas de chapa donde los niños nos saludaban al pasar, hasta que llegamos a una zona verde y amplia. A nuestra derecha los varones jugaban al futbol y a la izquierda unas chicas juntaban agua en vasijas.
Johnny propuso que sacásemos fotos pero sólo le sacamos a los niños que estaban más lejos y distraídos jugando (para evitar que alguno viniera a pedir pago por la foto).
Johnny nos indicó un camino a lo lejos, pero preferíamos volver a donde íbamos en principio, al parque Entoto, así que los tres dimos la vuelta.
En el camino, nos contó algunas cosas de la zona, como que por la noche no es recomendable salir de las casas porque hay hienas que han comido personas, sobre todo niños chicos. Nos contó que aunque las hienas comen animales ya muertos, una vez que prueban la carne humana no se detienen, y los niños son presa fácil.
Cuando llegamos a donde comienzan los caminos de los trekking del Parque Entoto (el cual tiene entrada gratuita) Johnny nos explicó cual era el camino largo y cual el corto. Elegimos el último porque pensábamos volver a la ciudad caminando, por lo que no podíamos dormirnos en los laureles con el tiempo.
Para nuestra sorpresa, lo único que Johnny pidió a cambio de su compañía fue que lo recomendásemos a otros viajeros. Le dejamos un naipe de Uruguay de recuerdo, y entre saludos y agradecimientos seguimos camino.
El parque Entoto es un lugar lindo para caminar, con una infraestructura más que aceptable, zonas para comprar algo de comer cada tanto, bancos, etc.
Los caminos son de hormigón así que no requieren grandes esfuerzos.
El camino que elegimos nos llevó por zonas donde en otros momentos podían practicarse actividades tales como karting, tirolina, y hasta arquería.
Pero lo más impactante fue una señora que vimos por el mismo camino que íbamos nosotros, cargada con muchísimas ramas, tantas que apenas se le veía la pollera y las piernitas saliendo debajo.
Cuando la pasamos nos dimos cuenta que debía tener al menos 80 años (y a ella sí, sin que lo pidiera, nos acercamos y le dimos algo de dinero).
Cerca de la salida, empezaron a aparecer algunos locales de café, restaurantes, y algún que otro puestito más austero vendiendo botellas de agua.
También hay un museo gratuito, donde se explica un poco sobre los templos en piedra de Lalibela (nuestra visita frustrada en el país).
Ya de ahí solo quedaba salir del parque y encaminarnos a la ciudad.
Para eso atravesamos la periferia de Adís Abeba, donde todavía éramos mas bichos raros que en plena ciudad (imagino que no muchos turistas andan dando vueltas por zonas tan locales y alejadas del centro).
Muchas personas nos saludaban y muchos otros nos quedaban mirando fijamente sin atreverse a hablarnos (además acá el inglés no es un idioma que lo hablen todos).
Mientras tanto nosotros nos sorprendíamos con otras cosas, como la cantidad de autos lada que había en esa zona, pintados de azul y blanco, los colores que se identifican a los taxis económicos de la ciudad.
En este momento estábamos muy cerca de vivir nuestra peor experiencia en Etiopia, que se convertiría en la primera vez que esto nos sucede viajando.
Hola.
No piensan hacer un post contando porque eligieron África como siguiente continente a conocer?.
Saludos,
Hola, ¿cómo estás?
Tanto como un post no, ya que no sería mucho más que 1 párrafo, pero puede existir la posibilidad que lo mencionemos en algún post en algún momento (si es que no lo mencionamos ya) si el post se presta para eso.
Muchas gracias por comentar y por estar por acá.