Miami es el tipo de ciudad que no hubiese estado en nuestros planes visitar, si no fuese porque esta vez tenemos 2 -poderosos- motivos para hacerlo, y ninguno de ellos tiene que ver con playas, celebridades ni livin’ la vida loca.
Llegamos a la ciudad por aire, un medio que utilizamos más de lo que hubiésemos querido en los últimos meses para recorrer distancias considerables. Volar tiene su encanto, pero hacer dedo abarca tantísimas cosas que ese nudo que se forma en la panza cuando el avión despega y que yo entiendo como emoción contenida (aunque la ciencia diga otra cosa) no se compara al cóctel de emociones y vivencias a los que el autostop nos tiene acostumbrados.
El primer shock fue el golpe de calor húmedo que nos pega de lleno en toda la cara apenas salir del aeropuerto. Un calor que no respeta horarios del día.
Es tarde por la noche, pero un chico francés nos espera en su hogar para hospedarnos durante algunos días. No cuesta mucho darnos de frente con los inconvenientes que las ciudades grandes presentan, sobre todo cuando el sol se ocultó hace ya un rato.
Recorrer la distancia que nos separa de la zona de Miami donde nos esperan hubiera sido casi imposible recorrerlo a pie, con más mochilas y además una valija enorme (si querés saber por qué llevámos más cosas encima, vas a tener que esperar un poco más) así que no tenemos más remedio que hacer uso del casi exclusivo medio de transporte capaz de sacarnos de esa “área de aeropuerto”. Exacto, pedimos un vehículo a través de una aplicación de la cual nos prestaron la contraseña y el usuario (sí, alguien desconocido… sí, con ese nivel de confianza). La otra opción es tomar un taxi, pero esa sería también la más cara.
Siendo advertidos de posibles tornados, el conductor entra en un complejo de edificios y aunque de noche resulta impactante ver las lujosas fuentes con destellos de colores lumínicos y a los recepcionistas con trajes impecables y luces bajas de fondo, nada se compararía a ver el entorno al día siguiente, bajo la luz del sol y sin techos de vehículos sobre nuestra cabeza.
Si los 44 pisos que subimos se sienten demasiado altos al ver cambiar rápidamente los números en el ascensor y aun así nunca terminar de subir, ni te cuento lo que es sentirlos desde el balcón del apartamento que habitamos por un par de noches.
Ahora es cuando Miami se empieza a parecer a Miami.
LA CIUDAD DE LOS RASCACIELOS
Decir que una ciudad es linda o fea es un acto no solo subjetivo, sino que además puede ser una visión general, siendo natural que se rescaten cosas del pensamiento contrario.
Con esto en mente, podemos decir que entendemos perfectamente que es lo que convierte a Miami en una ciudad atractiva para muchas personas, pero no podríamos incluirnos al 100% en ese grupo. Ni al 80%, ni al 60%.
Eso no significa que no nos haya impresionado… a la manera en que ella sabe hacerlo, claro.
Si la vista desde el apartamento donde nos estábamos quedando nos hizo volver al balcón a cada rato para asegurarnos que realmente estábamos viendo eso, algo no muy distinto pasó cuando al día siguiente salimos a recorrer el barrio de Brickwell bajo la luz del sol.
No era uno, ni dos, ni siquiera 4 o 5.
Decenas de edificios altísimos se levantaban alrededor nuestro, generando a veces la sensación de estar dentro de un túnel de cemento cuando levantábamos la vista y veíamos atravesar un avión de un lado a otro del círculo de cielo visible que se formaba sobre nuestras cabezas.
Dicho así puede sonar negativo (y ciertamente, como todo en la vida, tiene su lado negativo) pero nosotros estábamos sorprendidos. No sabría decirte con exactitud si para bien o para mal. Solo sorprendidos.
Sí puedo decirte que tampoco sería el tipo de entorno en el que nos gustaría vivir, al menos no por mucho tiempo.
Ninguno de los lugares que habíamos visitado tenía tantos conglomerados de edificios altísimos. Cuando mucho alguno aislado, o algunos a una distancia considerable del otro, pero nada que se asemeje a esta zona de Miami.
El puente levadizo transitable, tanto para vehículos como para peatones, pasó de ser parte de nuestras caminatas diarias a un momento de adrenalina cuando, en una de esas idas y venidas, la alarma que anunciaba que el puente se abriría empezó a sonar justo cuando estábamos casi en el punto de división marcado en el suelo.
Buscando una mirada humana desde alguna torre de control o algo por el estilo, comenzamos a mirar atrás y adelante, procurando no permanecer sobre el tremendo “tajo” que partía al puente en dos.
No sabíamos si continuar caminando de frente o recular, que de todas formas la distancia era prácticamente la misma hacia cualquier dirección.
Una chica que comenzó a apurar el paso vio nuestra indecisión, clavados en mitad del puente, y nos dijo que no había problema, que nos daba tiempo de llegar, así que la seguimos, mientras veíamos como otras personas corrían en la acera de en frente.
Ambos crecimos en la ciudad, pero esta tecnología arquitectónica está a otro nivel.
Con los paseos y las caminatas, ya saliendo de Brickwell, fuimos descubriendo más construcciones por la ciudad que ya no nos impresionaban tanto por su altura sino por su diseño.
Mientras en otros lados que habíamos estado un edificio alto con una arquitectura de apariencia más “moderna” podía resaltar por exclusividad, acá pasaba lo opuesto. Fue así como mi construcción favorita (y la que ciertamente resaltaba más) terminó siendo una torre amarilla con un estilo claramente arcaico al lado de sus vecinas espejadas.
En efecto, la Torre de la Libertad de Miami tiene casi 100 años, y su diseño está inspirado en un importante edificio histórico de Sevilla (España).
Nunca pudimos encontrarlo abierto, pero la torre amarilla (como prefiero llamarle) le daba un toque de calidez a una ciudad cuya paleta de colores recae en los tonos fríos.
Y solamente los tonos son fríos, porque lo que es el clima… ¡Tatito!
Podríamos afirmar al unísono, sin temor a equivocarnos, que Miami fue una de las ciudades donde más difícil se nos hizo soportar el calor, entrando en el top 3 titulado “casi morimos derretidos” de este viaje.
Desconozco si es un tema de corrientes de aire, o la cercanía con el agua, pero el calor de Miami fue el más húmedo de todos. Para generar una idea acorde al lector, voy a aclarar que nosotros provenimos de un país considerado “húmedo”, pero además voy a presentar un ejemplo gráfico, hasta relacionado con la física, te diría: en el apartamento donde estábamos no podíamos dejar la ventana abierta ni unos minutos si el aire acondicionado estaba prendido, porque la condensación provocaba que el techo comenzase a generar una lluvia bastante poderosa en el interior.
Más allá del sin sentido que puede ser dejar una ventana abierta con el aire acondicionado prendido, ¿podemos centrarnos en ese nivel de condensación? Gracias.
Fue por eso que, tanto a Wa como a mí, nos costó entender por qué toda la gente (independientemente de si tenían o no algo potencialmente frágil al agua en sus manos) corría despavoridamente buscando refugio cuando una tormenta repentina azotaba la ciudad.
¿Por qué la urgencia? ¡Si esa lluvia era una bendición de los mismísimos dioses del Olimpo!
Pero como siempre, cada cual tendrá sus razones tan válidas como las de cualquiera, y aunque este párrafo haya tenido carácter humorístico, dejemos de cuestionar las acciones de los demás y pasemos a otro tema.
Si algo hay que reconocerle a Miami es lo siguiente: es exactamente lo que esperás de ella, pero al mismo tiempo, tiene la capacidad de sorprenderte.
Claro, esto puede ser también algo negativo, pero lo estamos intentando ver desde esta perspectiva: si vas buscando lo que crees que es la esencia de Miami, probablemente lo encuentres, pero sino, al menos vas a disfrutar de algunas cosas que a lo mejor no habías visto antes (o no de forma tan masiva).
Por ejemplo, ninguno de los dos recuerda haber visto tantísimos autos deportivos como los vimos en Miami. Ni en posición geográfica ni en el tiempo.
Tampoco faltó oportunidad de ver pasar más de uno de esos típicos vehículos descapotables, rojos y estirados, un poco aplastados, la música al máximo, y las personas en su interior con las melenas al viento (al poco viento que la humedad permitía que la velocidad generase).
Para los más minimalistas, estaban los monopatines eléctricos que no pudimos probar porque se necesitaba una app para activarlos, que a su vez necesitaba internet para utilizarla (cosa que no teníamos estando en la calle) y que aunque hubiésemos tenido, costaba unos 6 dólares los 15 minutos. Seguro que un monopatín eléctrico en pleno siglo XXI no es una experiencia tan única como para invertir 6 dólares (que bien podían ser nuestra comida del día) en ellos.
Para aquellos con alma de monedita estaba el transporte público, que por motivos de la pandemia era completamente gratuito.
Tomamos tanto bus como trolebús como metro, y algunos tuvieron un encanto que pasamos a detallar.
Mientras que el bus era normal y silvestre, muy similar a los ómnibus de origen chino de Uruguay con la particularidad de tener los asientos habilitados intercalados (nuevamente, estado de pandemia), los trolebús eran otra cosa, particularmente los que circulaban por el barrio Little Haití, del cual hablaremos más adelante.
Después estaba el metro, otra cosa bien hecha.
Primero estaban las estaciones: subiendo escaleras accedías a las estaciones donde esperabas al metro. Algunas me recordaban muchísimo al mundo post apocalíptico del videojuego Half Life (a día de hoy no estoy segura por qué fue así… quizás la mezcla de toques de amarillo con la ciudad gris y el cemento manchado/mojado de fondo).
En las estaciones suele haber wifi, por lo que resulta un buen lugar en caso de necesitar contactar con alguien o averiguar algo en el ciber mundo.
Pero la mejor parte era cuando subías al vagón que venía casi flotando, porque era ahí cuando la diversión comenzaba (con qué poco…).
El metro se movía sobre rieles en las alturas, creando ese entretejido de líneas de concreto sobre las cabezas de los transeúntes que caminaban debajo.
Si ya era emocionante verlos pasar desde abajo, evocando imágenes de cuanta ciencia ficción hayas consumido en el pasado, viajar en ellos no se quedaba atrás.
Y si una vez dentro te ubicabas sobre los extremos, el espectáculo estaba servido.
Definitivamente, andar en metro fue lo más cercano que estuvimos de Disney World.
A veces me daba culpa estar disfrutando tanto algo que para otras personas era no solo normal, sino hasta tedioso a causa de la repetición; aquellos que iban o venían de trabajar usaban el corto trayecto en metro para escuchar música y alejarse lo más posible del entorno, mientras que uno iba disfrutando como si de la mejor montaña rusa se tratase, absorbiendo el paisaje futurístico que se desplegaba al otro lado del vidrio, con los rieles suspendidos sobre el suelo como constante.
Y de repente el vagón se cruzaba con otro a una velocidad que se sentía mucho más rápida de lo que realmente era, justo como en una típica escena de animé, y todo, cada detalle de un simple viaje en metro parecía especial.
Era como ser el protagonista de un video musical todo el rato.
Diametralmente opuesto con los precios (inexistentes) del transporte público en tiempos de virus, nos topamos con los precios de los productos, tan altos como los rascacielos que nos rodeaban.
Los precios en Miami eran esperablemente más elevados que los de Minnesota en general, pero también es cierto que con un poco de paciencia y tiempo podías encontrar cifras que te sacaran del apuro (sin fijarte demasiado en la calidad o qué tan sano pueda ser lo que vayas a consumir).
Para nosotros el mejor recurso, que aprendimos ya sobre los últimos días pero justo en la zona más cara de todo el condado de Miami-Dade, fue la cadena de tiendas india Seven Eleven, donde podíamos comprar una pizza grande y una porción de pollo por U$S 7 y mantener el promedio de gasto diario. No era ni la mejor pizza, ni la alimentación más sana del mundo, pero te sacaba del apuro.
También fue nuestra segunda experiencia en el arte del auto-servirse uno mismo lo que va a consumir.
Ya habíamos experimentado eso con los panchos del Oxxo en México, pero ahora lo hacíamos con el café en el Seven Eleven, que evidentemente era de un grado de dificultad superior. Había montón de complementos para agregarle a tu café e incluso a tu vaso desechable (azúcar, edulcorante, cucharitas, cremas de muchos sabores distintos en sus empaques individuales, máquinas con distintos tipos de café, cinta de cartón para no quemarte con el vaso, etc). Parece una tontería, pero para quien no está acostumbrado puede ser toda una experiencia (sí, a lo mejor estoy exagerando un poco).
Supongo que este tipo de servicios pueden ofrecerse en lugares donde la “viveza criolla” no está tan metida en la mentalidad de la gente.
Lo único malo de esto, fue justamente lo más importante: el sabor.
Hemos tomado muchos tipos de café diferentes en cada país que recorrimos, y aunque Colombia estableció un antes y un después convirtiendo nuestro paladar en algo mucho más difícil de conformar, nunca nos había pasado tener que tirar parte de nuestro café por el sabor, como nos pasó con el del Seven Eleven.
Siempre hay una primera vez para todo.
Pero para contrarrestar la mala experiencia, quiero que sepan una cosa que sí nos me gustó mucho de esta ciudad: en Miami hay ardillas.
Creía que Minneapolis sería el último lugar donde las vería por quién sabe cuánto tiempo. Quizás por eso me encantó encontrar una subida a un árbol, mirándonos con cautela.
De alguna manera las ardillas no pegan con Miami, pero me alegró muchísimo verlas ahí.
Estaban sobre todo en una zona cerca de una especie de rambla (malecón) donde la imagen pintoresca de un barco tuneado para verse antiguo, se anulaba con los bloques de cemento gigantes al otro lado del agua.
De todas maneras, era un lugar mucho más tranquilo de lo que uno pudiera esperar, donde casi nadie pasaba y podía disfrutarse un poco más de la tranquilidad que azotaba a un Miami pandémico (tomando en cuenta que hablamos de una de las ciudades más turísticas del país).
No muy lejos de ahí, nos encontramos con alguien que ya habíamos visto en más lugares del mundo, y que cada vez que eso sucede nos sorprende.
Allá, en medio de un cruce, aquel rostro de nariz aguileña y ataviado con sus ropas de General evaluaba el tránsito.
Claro que en una ciudad con un caudal turístico a nivel de Miami no resulta tan extraño encontrarnos nuevamente como sí lo fue en otros lugares, así como tampoco fue raro ver el escudo de Uruguay en una especie de muro conmemorativo donde varios escudos estaban representados en metal.
Al final de cuentas, muchas nacionalidades son las que pasan por esta ciudad, símbolo de todo lo que una vacación -dicen- debería ser.
No es casualidad que casi no hayamos tenido que hablar inglés en Miami, que la mayoría de la gente entendiera español, incluso aquellas personas que venían de Europa, pero habían vivido acá por cierto tiempo.
Entrar a una tienda “Dollar Tree”, aquella cadena que ya habíamos visitado en Montevideo donde todos los productos estaban a U$S 1, solían estar llenas de acentos latinos, y la existencia de barrios como “Little Habana” O “Little Haití” no eran meramente un atractivo turístico, sino también una forma de darle un lugar donde pudieran sentirse cómodos a quienes venían de la isla buscando una nueva vida (al final de cuentas, son barrios fundados por inmigrantes del país correspondiente).
LITTLE HABANA
Paredes de colores, murales de mujeres caderonas con frutas en la cabeza, las estrellas en el piso, carteles que promocionan los mejores puros, una señora de acento muy marcado diciéndole a alguien a muchos kilómetros de distancia a través del teléfono “nunca vi tantos autos nuevos en mi vida”.
“La pequeña Habana” es ese pedacito de Miami donde confluye no solo la cultura cubana, sino parte de la cultura latina en general (si bien hay más barrios que no visitamos dedicados a inmigrantes de otros países latinos).
Sobre la calle 8 aparecen locales de venta de “taquitos”, tiendas con la bandera colombiana, mientras caminás sobre los homenajes a artistas como Celia Cruz, Gloria Estefan, Roberto Ledesma,o la mexicana Thalía. Estas son algunas de las cosas que hacen de Little Habana una zona diferente dentro de la ciudad (pero no tanto como para olvidar que estás en EE.UU.).
Hasta donde sabemos, este barrio se forjó con los exiliados de la Revolución Cubana, y aunque no dudamos del consuelo que puede llegar a ser para aquellos latinos que buscan rehacer sus vidas en EE.UU., a día de hoy es también una zona que tanto estadounidenses como extranjeros visitan como atractivo turístico, una forma de espiar por la cerradura la cultura latina y/o disfrutar de sus ventajas sin salir de los Estados Unidos de América.
Por supuesto que no hay nivel de comparación entre visitar el país propiamente dicho, y visitar un barrio que intenta recrearlo o al menos evocarlo, pero eso no le quita atractivo, ya sea por su familiaridad para algunos como su exotismo para otros.
Dependiendo de lo que hayas ido a buscar a Miami, Little Habana puede ser uno de los lugares más pintorescos de la zona, donde cada esquina parece una pequeña escenografía y cada baldoza amerita foto.
Pero no fue el único barrio con identidad extranjera que visitamos en la ciudad.
LITTLE HAITÍ
La zona más económica de Miami en la que estuvimos es también la misma por la que mientras caminás por la vereda podés escuchar un tipo de música que recuerda a aquella canción que puso el político de Surinam que nos llevó a la ciudad en su auto, una música liderada con síncopas y el tambor con raíces claramente africanas.
El barrio es exótico por estos detalles que claramente no pertenecían a la cultura estadounidense, y por momentos las vibras latinas eran incluso más intensas que las que podías sentir en Little Habana (aunque el pueblo haitiano no se suela identificar como latino).
Recuerdos de tierras Sud y Centro Americanas nos venían a la mente mientras mirábamos el gallo que caminaba tranquilamente por las vías del tren de la ciudad en Little Haití, justo cuando un muchacho nos preguntó la ubicación de un banco, y ante nuestra negativa acompañada de la aclaración de “no somos de acá” el chico quiso adivinar. Después de unos segundos de estudio facial, dedujo que la nacionalidad Rusa era la que más se nos asemejaba. Lejos lejos.
Con un saludo de puño y un deseo de que la pasemos bien en Miami, todos seguimos nuestros caminos. El gallo también.
Little Haití se consolidó principalmente por la inmigración del país que le da nombre, y la cultura de su gente se ve en cada rincón del barrio, así como en los rasgos afroamericanos de sus habitantes, con sus sonrisas amigables y ojos curiosos.
Las calles estaban bastante más desiertas que las de Blackwell, y los grandes bloques de cemento se reemplazaban por edificios -algo- más bajos, y árboles decorados con flores colgantes de plástico.
No es que las calles en sí tuviesen un atractivo particular, pero se sentían bastante diferente a otras zonas de Miami, incluso se podía sentir más “pueblo” que Little Habana, aunque ambas tengan raíces similares de alguna manera (o al menos, más similares entre sí que con la cultura estadounidense).
Las calles estaban más vacías y la música hip-hop de los autos deportivos que se convertían en el himno de otras zonas de Miami se sustituía por el repiqueteo de tambores que hacían vibrar la membrana de algún sistema de sonido cercano.
Y aunque Little Haití no goza del enfoque turístico que sí caracteriza a Little Habana, hay algo que sería motivo de envidia de cualquier barrio, y si vienen prestando atención van a saber que me estoy refiriendo a los trolebús.
Lindos por fuera, hermosos por dentro, los trolebús fueron el medio de transporte más pintoresco en el que nos subimos hasta ahora, y además como comentamos antes y como diría el meme: “it´s free”. Eso no quita que hayamos caminado mucho, porque sigue siendo una excelente manera de conocer mejor una zona, pero cuando algún motivo nos hacía apurar el galope, no perdíamos oportunidad de subirnos a esa especie de salón de los años 20 con ruedas.
Los asientos parecían bancos de plaza, la limpieza era impecable (característica que compartían con cualquier otro medio de transporte público que tomamos en Miami) la decoración era acogedora teniendo hasta lámparas redondas con luces amarillas para dar ese aire de “acá el tiempo está detenido en los años 20”, y una de las pocas cosas que rompía con esa estética era algo tan útil en Miami que se le perdonaba en un plis plás: el aire acondicionado.
Podían estar bajando los extraterrestres afuera que yo me lo iba a perder por estar admirando el interior del trolebús. No tenía desperdicio ninguno.
Little Haití sería también el lugar más barato que visitamos en Miami, pero eso no lo sabríamos sino hasta 2 días antes de irnos de la ciudad (y más allá).
En cuanto al más caro… probablemente ya lo adivinaste.
MIAMI BEACH BABY
Ahora sí, este es el Miami que estabas esperando, el que empieza como Miami y termina como “Maeameee” entre un masacote de transpiración, humo, tufo a alcohol y celebridades.
Al menos esa es la imagen que nos hacen evocar cuando pensamos en Miami Beach, y aunque algo de eso sí que hay (y en ese aspecto nos vamos a enfocar ahora) no hay que olvidar quiénes son las personas que están narrando esta experiencia personal.
Exacto, olvídate de un relato de borracheras y fotos en el strip-club porque seguimos siendo nosotros quienes escriben.
Cierto, “nunca digas nunca”, pero esta vez no hay excepciones.
Me atrevería a decir que cuando la gente piensa en Miami, en realidad está pensando en Miami Beach, una ciudad dentro del condado de Miami-Dade, en el estado de Florida.
No te preocupes, yo también me hago lío con los nombres y divisiones territoriales.
En Miami Beach nos recibió un ex militar de carácter tímido y amable, que había hecho misión en Afganistán y ahora disfrutaba de los ratos libres que le dejaba el trabajo jugando al WOW (un MMORPG, o dicho de forma resumida, un videojuego online) mientras fumaba una shiya.
Nos quedaban muy poquitos días en la ciudad, así que aprovechamos cada día con sus noches para recorrer la zona viendo sus matices y corroborando o desmintiendo creencias.
Aunque las características que le dan la fama a Miami estaban menguadas por motivos del virus (y eso es algo que podíamos sentirlo, a pesar de no haber estado allí nunca antes) todavía resultaba fácil distinguir qué tanta verdad podía haber en esta imagen que uno tiene de una de las ciudades más turísticas por excelencia.
La opulencia
Indiscutible e inevitable de esquivar.
Cuando vas caminando tranquilamente por una vereda y de pronto tenés que hacer una comba con tus pasos porque el pico de un Lamborghini se cruza en tu camino, y unos pasos más adelante ves un Porsche 911 estacionado en un hotel mientras por la calle pasa un Ferrari deportivo con la música a todo trapo es cuando te das cuenta que esa creencia está fundada en hechos reales.
Sí, Miami Beach es sinónimo de opulencia, y todo a tu alrededor hace prueba de ello.
No es casualidad que una lata de Coca Cola costase más cara allí que en otras zonas de la ciudad, llegando a la desorbitada cifra de 4 dólares los 222 ml (exacto, ni siquiera es el tamaño estándar de lata sino uno más chico).
Nada muy distinto a nuestro Punta del Este, déjame decirte.
Con el lujo vienen los miedos (aunque seguramente influyan algunos factores más) así que de extremo a extremo de la ciudad, desde la fiestera South Beach hasta la residencial North Beach, saliendo de las partes más transitadas y metiéndonos en calles secundarias fue donde comenzamos a ver nuevamente las jaulas de oro; casas rodeadas de barrotes, rejas y cercas eléctricas, algo que no extrañábamos para nada en el Norte del país.
Una de las zonas más emblemáticas de Miami Beach (sino de todo el condado de Miami-Dade) es la peatonal ubicada en la calle Ocean Drive, en la zona de South Beach, y es famosa por estar repleta de restaurantes y hoteles, muchos tuneados con Art-Decó.
Lo gracioso de la situación es que de todo esto nos enteramos luego de nuestro pasaje por Florida, así que nunca sabremos a ciencia cierta si la peatonal por la que caminamos más de una vez estando en Miami Beach fue la famosa Ocean Drive o no (aunque claro, las probabilidades son bastante altas).
Y si te lo estabas preguntando, no, tampoco nos dimos cuenta del Art-Decó más allá de un par de construcciones (y de esto sí que, personalmente, me culpo un poco por no haber sido más atenta a la arquitectura a mi alrededor).
Por estos motivos a partir de ahora vamos a referirnos a “la peatonal” sin dar nombres concretos ¿sí?
La peatonal, que se proyecta a lo largo de la costa sobre la playa, brilla con luces rosadas durante la noche, y definitivamente es esta una de las zonas clásicas para recorrer si pasas por la ciudad.
Muchos restaurantes sacan las mesitas afuera y aunque la mitad de Miami Beach es de origen latino o hispano, acá no están los insistentes mozos cazadores de clientes poniéndote menús en la cara como vimos en casi todas las zonas turísticas latinas.
Muy por el contrario, acá los restaurantes quieren atraparte como a las moscas, poniendo mucha iluminación fuerte y colorida, a ver si en una de esas te acercás a la luz.
Cerca del centro de Miami Beach hay otra peatonal ubicada en Lincoln Road, más enfocada a las compras; tiendas de marcas probablemente reconocidas, pero que no necesitan serlo para saber que poner un pie dentro te va a generar un efecto liposucción en la billetera.
Fue acá donde vimos sobre la calle unas maquinitas dispensadoras de agua.
Con recuerdos de Colombia, donde en algunos parques había máquinas que daban agua potable gratuita a 3 alturas distintas (para humanos y para perros) nos acercamos a ver qué posibilidades había con las ubicadas en Lincoln Road, pero el internacional dibujo de un rectángulo con una gruesa línea negra atravesada y unas pocas palabras en inglés nos hicieron saber que si querías agua potable, tenías que pasar la tarjeta.
Dicen que todo esto está justificado con la constante presencia de celebridades y otro tipo de seres con un alto poder adquisitivo, a quienes no solo no les importa gastar mucho dinero sino que además lo prefieren (por tal o cual motivo, o por no tener motivos para no hacerlo, cada uno es libre de hacer lo que quiera con sus bienes gananciales).
Durante nuestra corta estadía, la persona que más se acerca a esta definición y que se cruzó en nuestro camino, fue un integrante de un partido político de nuestro país, que aunque al principio no estábamos seguros si era quien creíamos, dos personas que venían un par de pasos detrás de él (probablemente venían CON el) alentaron nuestras sospechas cuando oímos que hablaban con un claro acento Rioplatense.
Aun así rebuscando entre las callejuelas secundarias y rincones oscuros siempre es posible dar con lugares un poco más económicos (como pasa siempre) que aunque sigan siendo una opción más cara que en otras ciudades, permitían desenvolverse sin hacer transpirar demasiado el bolsillo (el ya mencionado “Seven Eleven” es uno de ellos).
Aunque las calles oscuras también eran sinónimo de otras cosas…
La ciudad del pecado
No es que si te gusta salir de fiesta seas necesariamente una persona metida en asuntos turbios, pero estando en Miami, una ciudad conocida por playa y sucundún sucundún, no es de extrañar que tengas algunos encuentros cercanos con algo que raye o traspase completamente la legalidad.
Tampoco me extrañaría que esa fuera parte del escape que algunas personas buscan estando en la ciudad, como una especie de “pase libre” para olvidar compromisos y reglas y dejarse llevar.
Es por esto que cuando vimos aquel folleto pegado en un poste donde se veían dos chicas sin ropa posando provocativamente para la foto mientras unas letras más arriba ofrecían trabajo como bailarina o bailarín para una -y cito- “agencia de fiestas privadas” no nos llamó tanto la atención.
Wa se reía del uso del término “bailarín/a” en aquel folleto, no por menospreciar el trabajo de un bailarín/a, sino por la sutileza. Él no creía que fuese únicamente esa la labor que desempeñaría una persona si aceptaba el trabajo, e implícitamente me tachaba de ser demasiado inocente o crédula cuando yo le insistía en que era eso lo que decía el folleto así que eso tenía que ser.
Pero pensándolo fríamente, tengo que reconocer que había al menos una chance de que él tuviera razón. Al menos eso dejaba entrever la sugerente foto y las palabras “fiesta privada”.
Nuevamente, este comentario no pasa por menospreciar ni el trabajo ni el entretenimiento de nadie, pero es parte de la idea de Miami que uno fue forjando con el tiempo.
Y aunque eso no tenga nada de turbio ni vaya contra ninguna ley, dos veces experimentamos ofrecimientos que quienes lo hacían seguramente estaban arriesgando más que un poco de tiempo.
En una de esas calles secundarias de Miami Beach donde buscábamos comida a un mejor precio que 5 dólares por un triangulito de pizza, un tipo con lentes oscuros nos habla al pasar desde la seguridad de su auto último modelo mientras levanta a la altura de la ventanilla una bolsita con algo verde oscuro en su interior y de su garganta sale un sonido grave: “want some weed guys?” (¿quieren un poco de hierba chicos?).
Agradecimos la oferta con una sonrisa acompañándola de un “no, thank you” para dejarlo bien en claro, y probablemente por mi inexperiencia en este tipo de situaciones, por un momento sentí como si fuera la chica mala de alguna banda de rebeldes pandilleros a quienes se les hacía una propuesta normal en su mundo.
Una se empieza a cuestionar su propia apariencia y llenarse de prejuicios: “¿serán los guantes con los dedo cortados?” o “¿sería algo en la forma de caminar?”.
En algún momento te das cuenta que tenés menos calle que el desierto del Sahara y más Hollywood del que deberías, y que en realidad este tipo de ofrecimientos no son tan raros para la mayoría de la gente, sobre todo en una época donde este tipo de “hierba” no está visto como algo turbio (y mucho menos debería parecérmelo viniendo de un país donde es legal desde hace ya varios años).
Posiblemente hubiésemos sido testigos de más situaciones similares si nos hubiésemos metido en el ambiente adecuado para ello, o si fuésemos todavía más noctámbulos en nuestros paseos, pero lo cierto es que aun así, con las pocas cosas que vimos al respecto, está claro que si vas buscándola, la fiesta (todo tipo de fiesta) va a saber encontrarte en Miami Beach.
La beach de Miami
Como la zona de Miami y Miami Beach nos tenía un poco desencantados (que conociéndonos, era de esperar) creíamos que la playa nos decepcionaría también de alguna manera.
Qué equivocados estábamos.
Es probable que la falta de turismo por el virus hiciera las cosas más fáciles; ya partíamos de la base que la playa no estaría agarrotada de gente, pero aun quitando eso, la playa por sí solita era bastante linda.
La que visitamos estaba ubicada en North Beach, y se lleva nuestra completa aprobación, tanto desde una perspectiva de alguien que disfruta de la playa como desde la de alguien que suele ser quien espera en la orilla.
Una vez más, fue Wa quien la testeó por completo, desde el agua hasta las duchas de libre uso cuando salías de las garras de la arena, y sus expectativas, como buen catador de playas que es, fueron colmadas.
Por mi parte, como espectadora que suelo ser en estos lugares, mirando desde la orilla, puedo decir que para aquellos que no conectamos con el misticismo del entorno playero podíamos al menos conectarnos al wifi, porque sí, había señal gratuita en plena playa.
Además había suficientes gaviotas para convertir la espera en algo entretenido y tener con quien charlar mientras Wa nadaba. La conversación era mayormente unilateral, es cierto, y algunas partes de la escasa interacción me daban la sensación que las gaviotas tenían un interés más alimenticio que amigable al acercárseme, pero probablemente esté equivocada.
Algunos carteles ubicados en algunas entradas disponían de reglas básicas que había que cumplir, mayormente por motivos de la pandemia, pero ninguna era demasiado prohibitiva como para que acatarlas te saquen las ganas (cosas como el uso del tapabocas en los baños, mantener la distancia, no aglomerarse, etc).
No estaba permitido llevar mascotas ni salvavidas ni armar carpas o hacer picnics y podías permanecer allí desde las 7 a.m. hasta las 8 p.m. (quizás ésta última regla era la que podía molestar un poquito si sos un ser de la noche).
Las garitas de los salvavidas ondeaban las banderas correspondientes, aunque no hubiese casi nadie en la playa, y no pudimos ver un solo atisbo de mugre en la arena. Fue una experiencia muy gratificante comprobar que nuestras sospechas de decepción fueron completamente retrucadas.
Es probable que esta experiencia hubiese cambiado un poco en condiciones normales (con más gente, por ejemplo) pero de la manera en la que la vivimos, la estrella de la zona fue, sin lugar a dudas la playa.
EN RESUMEN…
A lo mejor todavía no queda muy claro, pero tanto Miami como Miami Beach no fueron ciudades que nos gustaran mucho… seamos benévolos con la elección de palabras y digamos que no son ciudades para nosotros.
Es cierto, algunas de las cosas que no nos gustaron tienen el beneficio de la novedad, lo que amortiguó un poco el impacto, sobre todo unido a una estadía de pocos días. Por ejemplo, no es que nos guste estar en un lugar rodeado de bloques de cemento que se levantan a nuestro alrededor allá donde miremos, pero para vivirlo unos días puede ser algo impresionante de ver, siempre y cuando no se extienda demasiado en el tiempo.
Muchas de las cosas que no nos gustaron contaban con el beneplácito de la novedad, porque Miami fue la primer ciudad de semejante calibre en la que vivimos por algunos días, y por supuesto, algunas otras cosas sí nos gustaron genuinamente, independientemente de la novedad.
Pero en términos generales, a día de hoy consideramos que no sería un lugar al que volveríamos por el simple hecho de disfrutar de él, sino probablemente por algún otro motivo (que es básicamente, la misma forma en la que terminamos en ella en esta primer oportunidad).
Tampoco significa que no pueda llegar a gustarnos alguna gran metrópolis en el futuro (por más que no seamos amantes de las grandes ciudades).
Simplemente Miami no era para nosotros.
Pero claro que nos llevamos buenas experiencias, así como personas que dejaron marca en nuestro interior, mucho más de lo que la ciudad pudo dejar.
Pero eso te lo contamos en el próximo post, que te voy adelantando… va a despegar bien alto.
Creo que casi todo pais en el mundo tiene su zona puntalesteña de seguro, jaja…
Sigo esperando por la continuacion de este post.
Saludos.
¡Es cierto!
En todos lados hay un pequeño o gran Punta del Este.
¡Gracias por comentar!