Oaxaca es, como podemos suponer por encontrarse incluida en la zona del Istmo, una de las ciudades donde notamos mayor presencia indígena, al menos dentro de las que hemos estado en nuestro tiempo en México.
La mayoría de la población autóctona tiene raíces zapoteca y mixteca, y varios son los sitios arqueológicos, alrededor de la ciudad, que pertenecen a estas culturas, aunque nosotros apenas visitamos uno al cual no entramos siquiera… pero ya llegaremos a eso.
Centro de Oaxaca
Como ya venimos acostumbrados, el centro de la ciudad presenta una arquitectura colonial, que en esta oportunidad data del siglo 16, y tiene quizás el toque particular de integrar aspectos prehispánicos muy bien mezclados; varias construcciones que no pertenecen a la época colonial sino que son posteriores, fueron construidas de tal forma que a día de hoy se integran perfectamente a las construcciones con mas de 500 años.
Esto quizás se deba a la mezcla que muchas construcciones coloniales lograron desde un principio, mixturando la cultura prehispánica con la traída de Europa, como por ejemplo, el arte sacro en las construcciones religiosas que si se mira en detalle se puede ver la mezcla con estilos propios de la zona.
Es por esto que la sola arquitectura puede ser uno de los atractivos turísticos de Oaxaca, y el centro se convirtió en un paseo con peatonales trazadas en tierra.
Desconocemos si justo el día que nosotros la recorrimos se conmemoraba alguna festividad especial, o si sería una situación típica en la zona más turística, pero por todos lados vimos mujeres acicaladas y vestidas con los ropajes típicos, en colores brillantes y llamativos; tengo que confesar que algunos me sacaban un poco la ilusión de autenticidad, recordándome a aquella tela generalmente utilizada en las fiestas de disfraces por ser la más económica.
En una ocasión, mientras caminábamos por la peatonal, nos vimos escoltados por un grupo de mujeres con vestiduras típicas que nos acompañaron durante varias calles.
Otro aspecto a destacar de Oaxaca es, sin lugar a dudas, su gastronomía, siendo ésta ciudad un lugar donde los amantes del buen comer van a poder deleitarse con platos que varían desde la exquisitez hasta lo exótico… y a veces, estas características se combinan.
Gastronomía Oaxaqueña
Estando en Tuxtla, alguien nos mostró un documental sobre un chef Mexicano especializado en comida de Oaxaca, y residente en Chicago, cuyo restaurante es de los más gourmet (y por ende, carísimo) de la zona.
Este chef a pesar de nacer en Ciudad de México (ex D.F.), aprender sobre gastronomía en EEUU, y una vez nuevamente en su ciudad natal intentar perfeccionar sus técnicas, sólo encontró aquello que, según él, le faltaba a su comida, después de repetidas visitas a Oaxaca, donde descubrió un sinfín de sabores.
Esto debería ser suficiente para despertar la curiosidad de casi cualquier persona acerca de la comida Oaxaqueña, pero nosotros vamos a poner otra carta sobre la mesa… una que quizás no sea del agrado de todos, pero que seguro que hace que el 100% de los lectores abran mucho los ojos: bichos.
Aunque hay muchas comidas típicas de esta ciudad, la que más nos llamó la atención fue por supuesto la gran cantidad y variedad de chapulines, también conocidos como saltamontes, que podían encontrarse sobre las mesas de cualquier mercado.
Ya nos habíamos quedado con las ganas (por decirle de alguna manera) de probar el famoso gusano Suri, durante nuestra travesía por el Amazonas… ¡ahora no nos iba a suceder lo mismo!
Los habían de color marrón, mas claritos, y de color rojo oscuro o rojo flúor. Y siguiendo la norma general de “rojo = peligro”, o en este caso: “picantísimo” (teniendo en cuenta que estamos en México) nos decantamos por los que tenían un color marrón.
ADVERTENCIA AL MARGEN: por experiencia propia, aunque el color ayude, estando en México siempre, PERO SIEMPRE, tienen que consultar si la comida que van a probar es picante. Créanme, hemos comido cosas de colores tan inocentes como verde o amarillo, y un minuto después estar a punto de perder la sensibilidad de las papilas gustativas para siempre (¿exagerada? No te creas…).
Una señora con un pequeño puesto, mucho más chiquito que otros, fue a quien elegimos para realizar la compra: la bolsita, que tenía unos 100 gramos, nos costó 20 pesos mexicanos (casi un dólar) y a pedido mío, venía un mix de patas y antenas, con otro poco de chapulines mas grandes enteros. No eran los más grandes, porque nos habían recomendado probar los medianos o chicos acotando que eran más sabrosos.
El aroma no molestaba; un olorcito muy condimentado. No hedía a bicho.
¿Es que alguien olfateó un bicho alguna vez?
Los guardamos para el momento adecuado, y cuando este llegó, mirando de reojo el cuerpo de larva inflamada del animalito este, me lo zampé sin darle mucha vuelta.
Y hablo en singular, porque Wa prefiere atenerse de este tipo de experiencias, así que solamente me miraba con expectación mientras filmaba.
He de decir que el sabor fue sorpresivamente bueno.
No espectacular, no la ambrosía divina como lo fue el jugo de coco, pero era bueno.
Se notaba que tenía mucho limón, y afortunadamente el grado de picante era soportable para una chica procedente de un país en donde ponerle pimienta a la comida es comer picante.
Un segundo bocado confirmó el buen sabor, y con él, vino la iluminación: ¿será por esto que “El Chapulín Colorado” se llama así? ¿Porque muchos de los chapulines que vendían en el mercado, los que asumimos eran más picantes, tenían un reteñido color rojo?
Según internet, nada tiene que ver su nombre con este plato típico de Oaxaca, pero en mi mente, este descubrimiento permanecerá como el momento de iluminación luego de masticar un saltamontes, y por ende, tiene mucho valor para mí.
Pero no, la gastronomía de esta ciudad no se basa únicamente en bichitos, porque acá es la cuna del mole y las tlayudas.
Aunque nos quedó pendiente el primero, no podemos decir lo mismo de la pizza Oaxaqueña.
Las Tlayudas, con ese nombre de fuertes características nahuatl que tanto nos cuesta pronunciar, consiste en una masa fina y circular, de unos 30 cms de diámetro, hecha con harina de maíz sobre la cual se colocan diversos sabores (¿te suena?), dándole una apariencia muy similar a la mundialmente conocida pizza.
Nada más probarla te das cuenta que nada tiene que ver con su prima lejana de la bota.
Primero, que suelen doblarla a la mitad, para que sea más sencillo de comer.
Segundo, mientras que en la pizza el ingrediente básico en la salsa de tomate, en las tlayudas la cosa cambia, y yo arriesgaría a decir que el ingrediente que no puede faltar es la pasta de frijoles (porotos), típico plato que podemos encontrar en casi todo Centroamérica, y México.
Y tercero, el sabor es completamente diferente: mientras que en una pizza se pueden diferenciar cada gusto por separado, en las tlayudas el sabor suele ser un todo, un conjunto de varios sabores pequeñitos que forman uno solo.
Pero como una imagen vale más que mil palabras, y a pesar de que eso de las mil palabras no es algo que me cueste mucho lograr (siempre detallo demasiado para contar algo), acá les dejó una foto de Wa disfrutando las tlayudas.
Muchos sabores nos faltaron probar en Oaxaca, en parte por nuestro típico ahorro, y en parte porque cerca de la casa donde nos estuvimos quedando, una señora abría la puerta de su casa donde vendía quesadillas a medio dólar cada una, y nos gustaba eso de sentarnos ante su mesita para 2 personas, sobre la vereda, mientras ella conversaba con su familia y cocinaba frente a nosotros, y el mundo pasaba a nuestras espaldas.
Mercado de las carnes asadas
Como buenos uruguayos no podíamos dejar pasar por alto el mercado de carnes de Oaxaca.
Nos habían recomendado ir a comer allí algún día, y vaya oportunidad que desaprovechamos; no porque no hayamos ido, sino porque no entendimos la consigna.
Apenas llegar nos dimos cuenta que el lugar estaba tan lleno de turistas como de locales, una mixtura que no se ve muy seguido y que no sabíamos si nos gustaba o no.
Las parrillas, si bien no tan grandes como las de Uruguay y con menos cantidad de variedad de cortes, desprendían olorcillos tentadores y eran bastante suculentas.
Algunas tripas colgando de fierros, a modo de serpentinas de cumpleaños, nos resultaron un poco tétricas, una decoración que junto al tono anaranjado que las llamas daban al lugar hacían pensar en una decoración llena de humor negro de alguna fiesta de Halloween, pero nada grave.
Lo que no nos gustó nada, fueron los precios que veíamos en los carteles de los puestitos: “tasajo a 200”, “Cecina a 220”, etc.
Nosotros jurábamos que ese era el precio por plato, entonces, aunque las personas de los puestitos nos corrían con una bandeja en la mano, nosotros huíamos despavoridamente entre la multitud. Que una comida nos costase 10 dólares era demasiado para nosotros, así que buscamos salir de un lugar donde el olorcito nos estaba matando y no podríamos probarlo.
Finalmente, llegamos a otra zona donde había otros puestos de comida con mayor variedad, y aunque se nos cruzó fugazmente buscar un buen precio, la idea se evaporó rápidamente cuando vimos que las mesas para los comensales estaban sobre el medio del pasillo del mercado, y a los lados pasaban, de manera intermitente, personas tocando diferentes instrumentos a cada rato (trompetas incluidas) y poniendo sus gorros frente a cada una de las personas que, con los cachetes llenos, trataban de llenar el buche mientras negaban con la cabeza. Esto sumado a los empujones involuntarios e inevitables en lugares tan abarrotados, que cada tanto dejaba a mas de uno semi enterrado en su plato de comida.
Sí, a veces nos ponemos quisquillosos. Hemos comido en mercados abarrotados, gustosos de formar parte de las costumbres locales, pero no siempre estamos mentalmente preparados para ello; recordar que, a pesar de todo lo que viajamos, dentro nuestro seguimos siendo bichos solitarios que a veces se ponen nerviosos en las multitudes (con pocas excepciones, como conciertos o convenciones de cómics, videojuegos y anime).
Cuando volvimos a la casa donde estábamos y hablamos con los integrantes de la familia, nos contaron que esos precios que vimos eran por kilo, no por plato, lo que significaba que un plato podía costarnos bastante más barato de lo que creíamos, y además, eso explicaba el desfile de bandejas que corría sobre nuestras cabezas.
La carne se servía AL PESO.
De todas formas, no había manera de evitar las aglomeraciones de gente, pero en tema de presupuesto, resultó que el mercado de carnes no era tan caro como creíamos.
Claro, que si vas a comer carne como un uruguayo promedio, preparate para gastarte tus 10 dólares en el plato, pero si la idea es probar un poco, me arriesgaría a decir que con 5 o 6 dólares serían capaces de comer 2 personas.
Los cortes que se consumen en México son bastante más finitos de lo que estamos acostumbrados en Uruguay (y Argentina) pero la forma de preparación, si bien mucho más condimentada, no deja de ser sabrosa.
No pudimos comprobarlo en el Mercado de las Carnes Asadas específicamente, pero si en el momento que vayas, no te molesta comer en medio de la muchedumbre (y si comes carne, claro está), este mercado Oaxaqueño nos parece un buen lugar para probarlos.
MONTE ALBÁN
Las ruinas de Monte Albán representan un importante vestigio que dejaron las civilizaciones zapotecas que ocuparon mayormente zonas altas de Oaxaca, Puebla y Guerrero, y fue el motivo por el cual se los conocía con la poética denominación de “gente de las nubes”.
Esto queda perfectamente visible cuando te percatas que el camino para llegar de Oaxaca a Monte Albán no deja de subir por una ruta que parece rodear el cerro de 500 metros de altura, donde en su cima se ubica la que alguna vez fue la capital de la cultura zapoteca.
Y es que fue esta una de las ciudades mas importantes de Mesoamérica, que vió la luz desde aproximadamente el 500 a.C. hasta el 800 d.C., y llegando a tener hasta 35.000 habitantes en sus mejores épocas.
Daría para explayarnos mucho sobre la cultura zapoteca, pero lastimosamente no pudimos apreciar demasiado los vestigios de ella, ya que apenas llegar, y habiendo esquivado los vendedores de artesanías talladas en piedras de la zona, la señora de la taquilla nos confirmó que el costo de entrada era de 80 pesos mexicanos por persona (casi 4 dólares), que a pesar de no ser un costo excesivo, se escapaba de nuestro presupuesto en ese momento.
Lo que sí pudimos hacer es aprovechar a ver las construcciones zapotecas que se encuentra fuera de la zona arqueológica de pago.
Probablemente no serían los vestigios más impresionantes, pero es mejor que nada, y de alguna manera tuvimos oportunidad de conocer construcciones zapotecas.
Aún así, podemos contarles la forma en que nosotros llegamos hasta allí.
Habiendo rechazado previamente la oferta de un tour, cosa que detallaremos en el post dedicado a las cataratas petrificadas, decidimos que iríamos a Monte Albán más que nada para curiosear, ya que, habiendo visto ya tantas ruinas de otras culturas, y aun sabiendo que cada ciudad arqueológica tiene características particulares, no era lo que más nos llamaba la atención en aquellos momentos.
Sabíamos que había muchos buses turísticos que salen del centro de la ciudad y se dirigen todo el camino hasta la entrada de la zona arqueológica, pero nosotros, como ya es nuestra costumbre, preferíamos ir por nuestra cuenta, y aún sabiendo que era muy probable que no entrásemos, nos habían dicho que fuera de la zona “de pago” podían verse un par de construcciones de forma gratuita, así que aún sin pagar entrada, no todo estaba perdido.
Monte Albán se encuentra a 10 km. de la ciudad de Oaxaca, por lo que hacer dedo, al menos desde el principio, no era una opción viable, así que lo que hicimos fue tomar un bus local en la terminal de segunda de la ciudad (sí, así es como se conocen a las terminales de buses mas económicas).
El bus nos costó 8 pesos cada uno, y el destino final del mismo era en una zona bastante alta de este cerro sobre el cual está ubicada la ciudad arqueológica, pero aún a una distancia considerable para recorrerla caminando y en subida, así que, para completar el último tramo, nos pusimos a hacer dedo.
Enseguida pasó una camioneta que se detuvo, y una chica joven, de claros rasgos indígenas, con una niña a upa, se bajaron para subirse a la caja y haciéndonos señas con las manos nos indicó que podíamos ir allí con ella.
Nos contó que su hija estaba mareada, así que aprovecharon a detenerse para llevarnos a nosotros y además para que ellas viajaran atrás al aire libre y de esa forma lograr que la niñita mejore de su mareo.
Montados en aquella camioneta, llegamos a Monte Albán, donde como ya saben, nos dimos la vuelta en la taquilla, pero pudimos observar las construcciones zapotecas ubicadas en el exterior del “territorio de pago”.
La vuelta a Oaxaca fue un poco diferente.
No es lo mismo subir caminando, que bajar, así que ante la posibilidad de poder caminar el tramo que nos separaba de la terminal de buses ubicada en la bajada del cerro, acompañados esta vez con la ayuda de la fuerza de gravedad, elegimos tomar un camino alternativo que vimos entre los árboles, una especie de camino determinado únicamente por el pasto pisoteado, que probablemente dejaron los locales a modo de atajo.
Serpenteando por allí, llegamos a la ruta, por la que caminamos un buen rato hasta llegar nuevamente a la terminal, donde aún no salía el bus que nos devolvería a Oaxaca.
La espera nos dio la oportunidad de sacar una foto que cada vez que la vemos nos arranca una carcajada.
Wa se recostaba inocentemente sobre una chapa, escrutando el paisaje y de vez en cuando el mapa. Cuando lo miré con ojo panorámico, no pude evitar largar una estruendosa carcajada, lo que hizo que el se diera vuelta, y comenzara a reírse también.
Las frases grafiteadas que aparecían a sus espaldas, junto con su cara sonriente, es una de las fotos que más me gustan del viaje.
1 comentario