Con las piernas cruzadas en el piso, Wa y yo nos miramos, miramos a Shiva, y al tipo que tocaba el tambor hindú y cantaba rezos.
El repique de la campana de la entrada del templo nos avisaba que alguien más había llegado, y el olor a curry que se escurría por la puerta de la cocina, invadía el espacio y alertaba nuestras glándulas salivales.
Pero… ¿cómo terminamos en un templo hindú en Belice?
MÁS DE 4 NACIONALIDADES, DE DANGRIGA A COROZAL
Nuestra experiencia haciendo dedo en Belice no había sido la mejor ni la peor; era definitivamente más difícil que en cualquier otro país Centroamericano, pero más fácil o igual que en Sudamérica.
Fue por eso que elegimos salir bien temprano.
Además, si uno se dejaba guiar por el mapa, literalmente teníamos que recorrer más de medio país… claro que cuando te acordás que Belice es todavía más chiquito que Uruguay, y medio país significaban 276 kms, la cosa perdía dramatismo.
La principal dificultad residía en la necesidad de tener que pegar una comba para agarrar la ruta útil, porque así derechita no había ninguna.
Había que llegar primero a Belize City, para una vez allí tomar la ruta hacia Corozal.
Las personas que nos ayudaron a llegar fueron tan generosas como variopintas, y es que en Belice es así.
Mientras en los demás países te lleva, en su mayoría, gente local, en Belice es una ruleta.
Algunas personas nos dijeron que había muchos inmigrantes que buscaban irse a EE.UU., pero teniendo que pasar obligatoriamente por Belice, se enamoraron del país y se quedaron… aunque también nos aclaraban sin pelos en la lengua que en realidad, de lo que se enamoran es de la buena cotización del dólar belicense (la relación está a BZD 2 = U$S 1).
El primer auto que se detuvo iba conducido por un señor Beliceño, pero con descendencia francesa e irlandesa.
Nos contó que para el sería muy fácil sacar el pasaporte europeo, y ante nuestra pregunta (lógica para dos habitantes del cono Sur Sudaméricano) de por qué no lo tramitó, nos responde con algo tan sencillo como lógico «porque no me interesa viajar«.
La respuesta nos descolocó por unos segundos, y me encantó.
Porque es fácil asumir que cuando alguien te levanta haciendo dedo en la ruta es porque SEGURO que le gusta lo que uno está haciendo, que le gusta la idea de viajar así, o que al menos, le gusta la idea de viajar.
Esta asunción no está dada a la Bartola, sino que más bien viene impuesta a martillazos, donde cada persona que nos levanta y nos cuenta que le encantaría viajar como nosotros, o que de hecho lo hizo, o que ama viajar, es un golpecito más al clavo, al punto que de repente y sin darnos cuenta, uno se sorprende asumiendo cosas.
Es cierto que algunos, muy pocos, nos confiesan que no viajan pero les da curiosidad levantarnos (para saber cómo viajamos y por qué), pero aún en estos casos, las palabras salen de su boca con tanta vergüenza y cuidado, como si estuvieran confesando un pecado capital frente al tribunal que estas dos mochilas construyen ante sus ojos.
Por eso me encantó ese terremoto interno que sacudió las convicciones, provocado por una frase tan sincera como la del descendiente franco-irlandés al que no le gustaba viajar y no se cuidaba de maquillar sus palabras.
Adelantádonos unos 30 kms (o casi 30 millas, el tema de las conversiones me tiene loca) nos deja sobre la ruta frente a un supermercado obviamente chino, y cerca de una de las empresas de las cuales el era dueño, pero antes de irse, nos regala lo que para nosotros sería la millonaria suma de BZD 20 (U$S 10).
Para quienes no lo sepan aún, nosotros viajamos con un presupuesto semanal autoimpuesto y muy austero, y esa semana venía bastante mal, al punto que nos quedaban unos U$S 12 para sobrevivir nuestros 4 días y 3 noches en Corozal… es decir, bastante miserable pintaba el panorama.
Por eso, esos U$S 10 nos supieron a gloria… o mejor dicho, a una gloria más sabrosa, porque cualquier ayuda que nos brinden (material o no) sabe a gloria en nuestra forma de viajar, pero cuando venís mentalizándote para comer pan y sopitas radioactivas «Maru-chan» los próximos 4 días que siguen, y te cae algo así, la gloria adquiere ese aire esotérico, casi milagroso.
Y mientras estábamos todavía en ese éxtasis imaginando un plato de pasta «fatto in cassa» que ahora podríamos permitirnos sin culpa, pasa un niño de unos 8 años, cargando la bolsa de los mandados llena, y nos sonríe.
Cuando le devolvemos la sonrisa, detiene
su paso y abre las manos frente a nosotros, ofreciéndonos caramelos.
¿Vos te das cuenta?
Como al final todos latimos al unísono.
Al señor no le interesaba viajar pero nos ayuda en nuestro viaje, nosotros nos sentimos millonarios con los U$S 10 y un niño que probablemente utilizó el vuelto de las compras en un gusto tan humilde como lo son los caramelos, nos ofrece su pequeño tesoro a nosotros, dos completos desconocidos.
Y después nos preguntan por qué viajar así…. por qué elegimos quedarnos varados en rutas esperando por minutos, y hasta horas, pudiendo tomar un bus para llegar directamente a destino, incluso en lugares donde el transporte es barato.
¿Cuántos testimonios, cuántas experiencias, cuántas lecciones, cuánta humanidad nos perderíamos en el camino?
Y ojo, que hemos tomado buses, pero a excepción de la novedad de ir oliendo estofados ajenos que se bamboleaban amenazadoramente o ir sentados al lado de las gallinas en Bolivia, nunca nos parecieron experiencias muy enriquecedoras.
El segundo auto tenía placa azul, así que la esperanza flaqueó en nuestro dedito gordo cuando sonreíamos al chofer, porque Alem, aquel artesano con técnicas muy dudosas en al arte del autostop, nos había dicho que los autos del gobierno no llevaban a nadie a dedo.
¿Y cómo sabíamos que era un auto del gobierno?
*PLUS: También es más eficaz de lo normal hacer dedo en los «bump».
Y contra todo pronóstico, el auto de placa azul paró.
A lo mejor fueron los puntos extra que dan pararse en un «bump» en Belice, que aunque es una técnica eficaz en cualquier parte del mundo, acá está potenciada.
El chofer tenía exactamente el perfil que uno podría imaginarse de alguien que trabaja para el gobierno, era simpático y cordial, sin exceder los límites de confianza, sin poner música fuerte ni convertir el auto del trabajo en un medio evangelizador con el pastor a todo volumen.
El señor nos levantó por mera curiosidad. Contaba que el no suele levantar a nadie en la ruta y que de todas formas es raro ver gente haciendo dedo en su país (cosa que nos confirmaron varios conductores).
No podía evitar reírse mientras se agarraba la cabeza, moviéndola hacia los lados en un gesto que oscilaba entre la incredulidad y las ganas de dejarnos en algún psiquiátrico de paso, cuando le contábamos que prácticamente siempre viajábamos a dedo y que también dormíamos en carpa, o en casas de gente desconocida.
El señor nos dejó al costado de la ruta después de un buen tramo de más de 50 kms.
El Jeep negro que nos llevó a continuación iba conducido por una pareja de veteranos estadounidenses.
Apenas nos arrimaron unos 5 kilómetros, pero bastaron para que el señor nos festejara con puñito al aire incluído la idea de llegar hasta Alaska, y para que la señora nos dijera que «no pueden hacer esto que están haciendo en México… allá es muy peligroso«.
Ellos vivían en Belice desde hacía apenas 6 meses, pero acababan de regresar de un viaje por México y aunque les había encantado, nos alertaron mil veces sobre la inseguridad del país… o sea, más o menos la misma idea que nos transmite toda la gente sobre México… es hermoso, es baratísimo, pero mucho cuidado que es peligrosísimo, ni se les ocurra hacer dedo allá.
Nos dejaron en la entrada de una fábrica empaquetadora de camarones aparentemente cerrada, donde además de la construcción de cemento y una casa semi derruída sospechosamente oculta entre la espesura, no había ninguna señal de vida.
Para peor, no se veía ningún bump ni curva que obligara a los autos a aminorar la velocidad, así que nos las vimos negra.
Pero nuevamente, otro auto se detuvo unos metros adelante.
Kim era también estadounidense y en el asiento del acompañante iba Luna, una perrita cruza con Chihuahua que nos ladraba desconfiadamente «¿qué hacés llevando a estos dos desconocidos en medio de una ruta solitaria? ¿Vos sos loca?» estaría gritando.
Kim viajaba tanto como hablaba.
Había vivido en varias partes de USA y ahora estaba en Belice desde hacía ya 3 meses, encantada y sin ganas de irse.
El auto que manejaba era alquilado, y se dirigía a un lavadero en Belize City porque tenía que entregarlo hoy (limpio como cuando lo alquiló) para tomarse un bus que la llevara a otra parte del país.
Eso significaba que nuestra llegada a Belize City estaba asegurada.
Ellá habló y nosotros escuchamos… escuchamos mucho. A veces nos perdíamos porque su velocidad no era compatible con los audios que nos hacían escuchar en las clases de inglés de la secundaria.
Finalmente, nos despedimos cerca de la salida de Belize City.
Caminamos para encontrar una zona hacia las afueras de la ciudad, y cuando finalmente lo encontramos, continuamos con la labor del autoestopista.
Un auto conocido pasó delante nuestro y se detuvo.
Corrí y cuando llego a la ventanilla escucho «nope, it´s me again«.
No, no era Super Mario, era Kim, quien, por razones que desconocíamos hasta ese momento, había seguido andando la ruta y se detenía a chequear algo pero sin invitarnos a entrar al auto esta vez.
Caminamos un poco mas para buscar un lugar más acorde, y fue así como el auto gris se detuvo.
Lo que comenzó como una conversación en un inglés claramente aprendido como segunda lengua tanto para nosotros como para el chofer, terminó en una charla en español.
El señor era hondureño, y vivía en Belice hacía ya varios años.
Había estado en Montevideo, y varios lugares más.
Creyó que íbamos al aeropuerto, que era precisamente a donde el se dirigía ya que tenía un nuevo viaje en puerta, pero al explicarle que estábamos yendo a Corozal, nos dejó justo antes de tomar el desvío.
Frente a una estación de servicio esperamos por un rato, observando los autos que se detenian y las personas que bajaban al baño y a comprar snacks.
De repente, volvemos a ver un auto anaranjado que entra a la estación de servicio por un lado y sale por el otro.
Mientras nos preguntábamos «¿qué está haciendo ese auto? ¿hace una «O» en la estación de servicio y se va?» el vehículo en cuestión se detiene delante nuestro y nos toca bocina.
Al acercarnos, vemos por tercera vez la sonrisa de Kim y escuchamos los ladridos de Luna: «suban, los llevo un poco más«.
Es así como Kim será por siempre recordada como Droopy para nosotros.
Resultó ser que el lavadero no lavaba el auto por dentro y el bus que quería tomar le cobraba BZD 300 por llevar a la perrita (o eso entendímos) así que Droopy Kim había preferido seguir viaje con el auto alquilado y ya vería qué hacer después con el.
El auto número 6 pero el viaje número 7 del día fue una camioneta, donde viajamos en la caja.
Lo conducía un señor acompañado de 3 niños, y era curioso el hecho de que la persona que nos había invitado a subir a la caja, y la que nos despidió luego fue uno de los niños.
Ellos iban a un pueblo que nos resultaba conveniente porque nos acercaba bastante, pero al final, decidieron dejarnos unos 15 kilómetros antes porque dijeron que allí donde nos dejaban era parada de autobús, y sería fácil para nosotros tomarlo allí.
Como la comunicación no era muy cómoda (el niño era el único que hablaba, de forma muy tímida) no nos pareció práctico ponernos a explicarles que nosotros no queríamos tomar bus, asi que simplemente ahí nos quedamos, esperando.
Pero la buena intención está siempre presente, y nosotros no somos capaces de retrucar ante estas circunstancias.
Lo bueno de esta vez, es que a pocos pasos de la parada de buses había un «bump», asi que nos quedamos ahí, al lado del lomo de burro (como le decimos allá en el paisito) esperando.
Un auto conducido por un señor de claros rasgos Indios paró justo en el bump, impidiéndole el paso al vehículo que venía detrás… y ese fue el comienzo de la tragedia que terminó siendo la mejor experiencia de Belice.
LA ESTAFA DISFRAZADA DE BARRERA IDIOMÁTICA
El señor apenas hablaba inglés, y cuando se detuvo en el «bump» bajó la ventanilla y nos miró con una sonrisa de oreja a oreja preguntando «¿qué quieren?«.
Algo no encajaba en este cruce de comunicaciones.
La frase sonaba violenta, pero la sonrisa disipaba toda sospecha de malas intenciones.
En vistas de que el señor ni hablaba casi inglés, ni parecía entender que el pulgar hacia arriba significaba en éste caso pedir aventón, nos pareció bueno dejar las cosas claras, y el diálogo se dió más o menos así:
-¿Qué quieren? -sonriendo exageradamente.
-Vamos a Corozal.
-¿Corozal? Yo voy a Corozal.
-Ah, perfecto entonces.
-Pero ¿qué quieren?
-Ehhh… nosotros también vamos a Corozal. Estamos viajando a dedo.
-Ustedes, ¿Corozal?
-Sí, sí, nosotros a Corozal.
-Ok, vamos.
-No es taxi ¿verdad?
-No no.
Por las dudas preguntamos por enésima vez, por que la cosa estaba rara.
–¿No taxi? –Wa aplicó la técnica de hablar utilizando palabras básicas para dejar bien en clara esta parte.
-No no, no taxi.
-For free? (¿gratis?)
-Si si, gratis gratis.
-Ok, muchas gracias.
-Suban suban.
Wa se acomodó en el asiento delantero, y yo tuve que patear al disimulo un plato con restos frescos de curry en el piso del asiento de atrás.
El chofer salió del auto diciendo «one moment» y se escondió entre los arbustos, al costado de la ruta.
–¿Qué fue eso? ¿Qué dijo? -aproveché a preguntarle a Wa.
–No sé, medio raro…
-Pero ¿no es taxi no?
-No, le repetí varias veces «no taxi» y «free» y el me dijo «free» asi que taxi no es.
-Ah bueno. Pero fue raro ¿no? Como que nos quería llevar pero a la vez no.
-Sí no sé… ¿a dónde fue ahora?
-Creo que fue al «baño».
En eso vemos salir de entre los matorrales al Indio, con la sonrisa más amplia a raíz de la vejiga vacía, y entrar al auto.
Efectivamente, el chofer del autito color beige era Pankaj Kumar y efectivamente era de la India, de Delhi precisamente, y vivía en Belice desde hacía pocos años.
Intenté hablar en varias oportunidades, pero generalmente era ignorada. Al principio creí que era porque el tipo apenas hablaba inglés, pero cuando ví que podía mantener conversaciones de más de 2 oraciones con Wa, me dí cuenta que la cosa pasaba más por un tema cultural: yo era mujer y el era hombre.
Eso sí, las «conversaciones» con Wa eran ejecutadas en un inglés carente de nexos, y usando palabras muy básicas, pero de esa forma lograron entenderse.
Así supimos su procedencia, que hacía poco estaba en Belice y que ganaba 200 dólares por semana.
Aunque la conversación parecía amigable, cada tanto, el Indio disparaba preguntas que a mi me encendían las lucesitas de alerta, y me desesperaba temiendo que Wa respondiese con demasiada sinceridad.
La primera de esa serie de preguntas raras fue «¿cuánta plata sacaron cuando vinieron a Belice?«.
O sea, el tipo quería saber cuánta plata teníamos encima cuando llegamos al país.
La verdad es que teníamos bastante menos de 100 dólares para sobrevivir los aproximadamente 10 días que pensábamos estar en el país, pero Wa redondeó la respuesta a 100, como para facilitar la comunicación.
La segunda pregunta rara, consistió en «¿cuánto ganan en su país?«, y aunque es normal que nos pregunten cuánto es el sueldo mínimo en Uruguay, ésta pregunta no buscaba saber eso… el Indio quería saber cuánto ganábamos nosotros en particular.
Eso, unido a la pregunta que nos había formulado antes, hacían que la cosa se tornara un poco incómoda, y aunque Wa le explicó que habíamos renunciado al trabajo, el insistió (de hecho, creo que no nos creyó mucho eso de que habíamos renunciado).
Wa le inventó una cifra bien cercana al sueldo mínimo (que nosotros sabemos que esta cantidad en Uruguay no te sirve de mucho pero la gente de otras zonas de Latinoamérica suele creer que somos todos millonarios con esos sueldos).
El nos explicó que ganaba 200 dólares por semana, como para que quedásemos a mano.
La conversación continuó sin preguntas demasiado sospechosas, y aunque mis alertas estaban aún encendidas, me pareció lógico pensar que quizás no había nada de malo en formular estos cuestionamientos si partímos de la base de que el tipo es Indio, es decir, una cultura totalmente distinta, donde seǵun nos han contado es normal que una persona le mire la pantalla del celular a otra en la calle, mientras que para el resto del mundo eso es una invasión a la privacidad.
Quizás lo mismo pasaba con el tema de la plata, a lo mejor allá las preguntas de ése calibre no eran vistas como mala educación o motivo de alertas.
Aunque no me gustaba eso de ser ignorada, ya saben lo que dicen, si la vida te da limones, hacé limonada. Me pasé todo el resto del viaje disfrutando el paisaje, oliendo involuntariamente el curry que hedía abajo de mis patas, y riéndome por dentro cuando me daba cuenta que Wa trataba de hablar lo más básico posible. En resumidas cuentas, me relajé completamente.
Casi 2 horas pasaron, y cuando estábamos a unos 10 minutos de Corozal apareció la tercer pregunta que me haría romper el silencio.
–¿Y cuánto me van a pagar?
¿Perdón?
Me dí cuenta que Wa no entendió, o mejor dicho, entendió pero creyó haber entendido mal, entonces se da vuelta y me mira con cara de «ayuda por favor«.
Pero antes de poder darle una respuesta, Wa le pregunta «¿que cuánta plata nos queda?«.
O sea, Wa creyó que el señor le estaba preguntando cuánta plata nos quedaba, y acá fue cuando me desesperé.
Teníamos U$S 22 para sobrevivir casi 4 días en Corozal, lo que significaba gastar U$S 5 y poco por día entre los dos, en un pais conocido por ser caro.
Pero eso no era lo peor; lo peor era la falta de palabra.
Wa había dejado bien claro que viajabamos a dedo, y por si ese concepto estaba fuera del conocimiento del Indio, le habia aclarado una y mil veces «no taxi» y «free» (gratis), a lo que el habia respondido, también repetidamente, que no era un taxi y que nos llevaría gratis.
Yo estaba con los ojos como dos platos, porque Wa habia entendido que el señor le preguntaba cuanta plata nos quedaba, mientras que lo que el quería saber era cuanto le íbamos a pagar, entonces, si Wa le respondía que nos quedaban «U$S 22», el tipo entendería que le íbamos a pagar U$S 22.
Fue entonces cuando hice algo que no me gusta hacer pero la situación ameritaba… le hable a Wa en español, sabiendo que el Indio no entendería.
Le expliqué la situación bien rápido, y Wa me empezó a decir «¿qué hacemos? ¿cuánto le damos?«.
¿Cuánto le damos, decís?
Yo soy muy tranquila, de esas personas que no se quejan de las filas largas, ni de la lentitud de las cajas rápidas, ni siquiera si un producto viene en mal estado, si el bus se me va, o si un auto me baña de barro en la calle.
Es muy difícil que yo me altere frente a una situación que a la mayoría de la gente pudiera sacarla de quicio.
Pero cuando me mienten, me salta la vena.
Me daba igual si iba contra su cultura que una mujer discutiera el tema de la plata, me puse firme y le empecé a decir que no teníamos plata para pagarle, únicamente para comer, y que por eso le habíamos preguntado si el viaje era gratis, a lo que el habia respondido que sí.
El decía cosas como «¿pero cómo va a ser gratis?» y se reía, como si yo estuviera diciendo irracionalidades.
Más terca me ponía yo.
No me molestaba que nos quisiera cobrar… trasladar personas de un lugar a otro a cambio de un beneficio monetario es un trabajo honrado y hubiera estado perfecto si hubiésemos pactado eso de antemano.
Pero no podes decirme que va a ser gratis para intentar cobrarme cuando estamos a 10 minutos de llegar.
Empecé a decirle que nos bajara, que nos quedábamos ahi en la ruta, que no importaba.
El seguía riéndose y decía «es imposible viajar gratis«.
Le expliqué que siempre viajamos de esta forma, y le seguía insistiendo para que nos dejara allí.
Finalmente, le preguntó algo a Wa que me dieron ganas de romperle el plato con curry en la cabeza: «es mentira que no les queda mucha plata, porque vos me dijiste que habían sacado casi 100 dólares cuando llegaron a Belice«.
O sea, mis alertas habían estado bien infundadas.
Con todas esas preguntas sobre dinero que nos había hecho antes, el tipo buscaba tantearnos, para ver si podía cobrarnos o no, y cuánto.
Y aunque eso y la mentira era lo que más rabia me daba, también me generaba incredulidad su argumento: no tenía sentido decir que estábamos mintiendo al decir que teníamos poca plata encima, porque le habíamos dicho que al entrar a Belice teníamos casi 100 (esos casi 100 que eran bastante menos que 100 pero bueno).
O sea… sí, AL ENTRAR A BELICE teníamos casi 100.
Eso fue hace 8 días atrás.
La plata se gasta.
Encima nos justificaba diciendo que «¿Cómo los voy a llevar gratis? Yo tengo que pagar la gasolina«… o sea, la gasolina que igual iba a gastar porque el vive en Corozal e igual estaba volviendo a su casa.
Yo estaba que reventaba, y me generaba impotencia no poder defenderme tan bien como me hubiera gustado, por la barrera idiomática.
Al final, luego de explicarle mil veces «just for food» que la plata que nos quedaba era muy poca y que la usaríamos para comer, el Indio entendió y dijo: «ok, si lo que tienen es solo para comida los voy a llevar gratis«.
Y cada tanto se reía y repetía la frase «los estoy llevando gratis, jajaja, gratis«, como si fuera el único del mundo que hacía «semejante locura«.
Pero después de eso ya nada volvió a ser lo mismo.
El ambiente en el auto se volvió tenso y el aire se cortaba con una cuchara oxidada.
De pronto, el Indio rompió el silencio con una frase que hacía parecer que el episodio anterior nunca hubiera sucedido.
–Yo cocino en el templo hindú de Corozal. Si quieren pueden ir a comer.
Wa consideró que esa era una buena oportunidad para pactar la paz: al comprarle comida en el templo, nosotros estaríamos utilizando el dinero que nos quedaba para comer, y a su vez le estaríamos dando plata a el.
Para estar seguro de haber entendido le preguntó: «¿vendes comida en el templo hindú?«.
-No no, gratis. La comida es gratis.
Yo ya me estaba agarrando la cabeza, porque el concepto de «gratis» de este señor era evidentemente muy distinto al nuestro (y al del 99% de las personas del mundo) pero el insisitió.
-Pueden ir a comer gratis al templo hindú. Hoy de noche los espero. Preguntan por mí.
Y así fue como después de una pseudo estafa, el señor que momentos antes nos había querido cobrar algo que en principio nos aseguró era gratis, ahora nos estaba invitando a comer en el templo donde trabajaba.
Y parece que esta vez sí, era gratis.
Durante toda la tarde le estaríamos buscando la lógica al comportamiento del indio, ¿por que intentar sacarnos dinero para despues regalarnos comida?, suena carente de lógica, hasta que pensamos «bueno, su forma de pensar debe de ser muy diferente y nos cuesta entenderla»
CHARLAS FUTBOLERAS EN …..¿BELICE?
Apenas llegados a la ciudad, nos quedamos sentados en la plaza principal.
Todavía teníamos un par de horas de sol, y las decoraciones Navideñas invitaban a disfrutar del espacio público, quizás por eso había varias personas en los alrededores: dos señoras hablaban entre ellas mientras sus hijos correteaban de un lado a otro, dos chicos mormones hablaban con un muchacho rubio, evidentemente turista, que cada tanto nos miraba de cotelete, algun vendedor pasaba caminando despacito.
De repente, un señor apareció y se presentó.
Preguntó de dónde éramos, y al enterarse que veníamos de Uruguay nos empezó a hablar en español.
Y no sólo eso.
Ese fue apenas el principio de una verborragia futbolera, dividida en varios capítulos.
–Uruguay… ¿Suarez, verdad? Luis Suarez, el que muerde.
–Sí, ese mismo -responde Wa, mientras yo me reía.
–Y Uruguay fue el primer país que ganó el Mundial de Futbol… y lo ganó dos veces.
–Si exacto. La primera y la de Maracaná.
El señor nombró algunos jugadores de la época de esos mundiales, mencionó algunos goles de varios de los partidos, y después de unos 10 minutos de conversación, finalizó el repertorio pidiendo algunas monedas porque el no tenía casa y dormiría allí mismo, en la plaza.
Nuevamente, tuvimos otro aspecto comparable con Guyana, cuando ante nuestra negativa el señor dijo que no había problema, y se fue estrechándonos las manos con suma educación pero simpatía a la vez.
Lo vimos alejarse con la marcha de alguien que no tiene rumbo pero tampoco va muy lejos.
El turista ya no hablaba con los mormones.
A los pocos minutos, apareció nuevamente el señor del fútbol.
–¿Te acuerdas del mundial del 66? ¿Cuando este jugador se lesionó?
–¿Pelé?
–¡Ese! ¡Pelé!
Cada vez que Wa terminaba una de sus frases, el tipo se emocionaba. Pareciera que hacía mucho tiempo no encontraba alguien que supiera de fútbol.
La charla duró como 10 minutos más, rememorando goles, patadas y todas esas cosas que suceden en la cancha y de las cuales yo no estoy tan enterada.
Otra vez se despidió el señor.
Ahora un chico alto y rubio se nos acercaba a saludar.
No, no era el turista, era uno de los mormones. Se acercó con su carrito de revistas, y nos preguntó de dónde éramos, esta vez si, la conversacion se dió en inglés.
Ya estamos acostumbrados a que, fuera de Uruguay y sobre todo fuera de Sudamérica, la gente se sorprenda muchísimo con el nombre de Wa, pero a este chico le dio tanta gracia que incluso tuvo la desfachatez de bromear «You´re Washington? Nice to meet you, I´m Atlanta» seguido de una risa que no buscaba ser ofensiva, todo lo contrario, contagiaba.
Pensábamos que en cualquier momento sacaría una de las revistitas para hablarnos de su religión, pero nada más lejos de la realidad, solamente quería saludarnos, y saber de dónde veníamos. Una vez cumpida su misión, se alejó tranquilamente.
¿Y quién apareció?
–¿Recuerdas el último mundial? El de Rusia, cuando…
Sí, nuestro amigo futbolero había regresado con más recuerdos.
Pero como dice el refrán, la tercera es la vencida y ya luego no volvió más.
Más tarde, después de esta inesperadamente conversada visita a la plaza, nos encontramos con un chico de Corozal que nos hospedaría en su casa por unos días, a nosotros y alguien más… ¿qué otro turista había en la ciudad?
Sí, el chico rubio que hablaba con los mormones y nos miraba de reojo.
Era de Suecia, y aunque el chico de Belice hablaba español (porque como aprenderíamos luego, casi todo el mundo en Corozal habla inglés y español) creímos que lo más correcto sería hablar en inglés para que el Sueco nos comprendiera, pero para nuestra sorpresa, cuando comenzó a hablar, nos sorprendió con un acento muy argentino.
Resulta que el chico vivió en Argentina durante varios años y ahora vivía en México, por lo que no solo su español era perfecto, sino que de repente podía decirte «mirá vos« como de repente te decía «no mames«.
Y al contarles el «incidente» con el indio que terminó en invitación a comer al templo Hindú, nuestros dos nuevos amigos decidieron que sería una buena experiencia y se sumaron.
Sin estar seguros si estaba bien llevar dos personas más, pero sin tener las agallas de negarles el paseo, nos aparecimos los 4 en el templo hindú.
UNA CENA EN EL TEMPLO HINDÚ – REZAR, COMER Y APRENDER.
Cuando llegamos al templo, el monje ya sabía quienes éramos.
El chofer del auto marroncito apareció por una puerta de la que salía olor a curry y nos saludó con una enorme sonrisa bajo el bigote, y hablando a los gritos, porque así hablaba el, no sin antes advertirnos que nos descalzaramos primero.
Acto seguido, volvió a desaparecer por la puerta.
Nunca habíamos estado dentro de un templo hindú.
Todo era impolutamente blanco, resaltando únicamente las imágenes religiosas, no solo por sus colores dorado-azules, sino por su majestuosidad.
Cada una estaba cargada de detalles, y yo me moría por preguntar qué significaba esa serpiente, por que éste tenía 4 brazos, por qué aquel otro tenía cara de elefante y aquel de mono, por qué nunca sé el género de Shiva.
Todo.
El lugar se veía tan vacío pero estaba a la vez tan lleno, que nos moríamos por descubrir cada detalle y encontrarles significados.
Afortunadamente, el muchacho que oficiaba de monje, no solo era super amable, sino que ademas hablaba un mejor inglés y tenía tanta paciencia y ganas de enseñar su religión, que nos contó muchísimas cosas.
Gracias a él asociamos dioses con planetas y con emociones, entendímos por qué Ganesha es medio elefante, y aprendimos sobre los rituales que deben realizarse antes de comer.
Mientras estábamos sentados en delgadas colchonetas en el piso, el monje nos explicó que debemos estar siempre de cara a Shiva y el Sueco aportó que las plantas del pie no deben ir hacia adelante.
Nos ofrecieron bananas para comer mientras la cena se cocinaba, y en ese momento no imaginamos que todavía estabamos a dos buenas horas de distancia y muchos rezos para poder degustar ese curry que se hacía desear.
En cada rezo debíamos pararnos y poniéndonos detrás de los otros 2 hombres, nos quedábamos muy duritos escuchando… sobre todo eso, escuchando, porque cada rezo era un collague de sonidos: una campanita que no dejaba de sonar, los cantos en Hindi, un grito más prolongado.
Terminaba con una salpicada general de lo que entendíamos era agua bendita, que por supuesto, siempre iba a parar dentro del ojo mientras sonreíamos levemente.
Primero rezamos a los dioses que estaban dentro del templo, luego nos movimos al frente donde había otro altar en donde se dejaba aceite de mostaza, el cual se conseguía en Belize City, y se volvía a rezar, y finalmente, cuando ya hubo llegado más gente (entre ellos la esposa y los hijos del cura) realizamos la ofrenda a los dioses, en la cual se ofrecía pan pintado con formas rojas, sal, y otros alimentos que representaban algún significado que desconocemos.
En cada nuevo rezo, los uruguayos el suizo y el beliceño se miraban entre ellos a ver cual sería el primero de los cuatro en pasar adelante en la fila e imitar lo que los demás hacían.
A veces era tomar un poco de sal entre los dedos y esparcirla sobre el pan, a veces era intentar «agarrar» humo del incienso y pasarsela con las dos manos sobre la cabeza, como quien se pone gel, pero con humo.
Todo este procedimiento de rezos y ofrendas llevó unas 2 horas, y entre rezo y rezo el cura aprovechaba a contarnos las historias detrás de cada estatuilla del templo, y las propiedades del árbol que tenían al frente, el cual era el único en el país, y según ellos curaba muchas enfermedades.
Cuando estábamos a una media hora de la cena, el cura se sentó en el piso como nosotros, tomó un tambor y enchufó un micrófono.
Todos lo mirábamos con la sonrisa del chiste fácil en la cara «se vino el karaoke«, pero su canto fue tan solemne que nos dejó mudos. Apenas atinamos a agarrar el teléfono para inmortalizar su música en un medio menos etéreo que el de nuestra mente.
Cada persona que entraba al templo tocaba una campana que hasta ahora no habíamos visto, pero se encontraba colgando del techo cerca de la puerta.
Una de esas personas, un muchacho con una sonrisa fija en el rostro, se sentó al lado del cura y lo comenzó a acompañar con otro tambor y más cantos, y como si se tratara de un flashmob, lo mismo hizo un tercero, minutos después.
Todo, cada una de las escenas que se iban dando parecían parte de una obra bien planificada, pero a la vez improvisada.
La única explicación posible es que todos integraban algo, una misma cosa, pero intangible, de la que todos formaban parte.
No llegaron muchas personas, la mayoría estaban vendiendo en las ferias que se forman en estas fechas por Navidad, y por eso la concurrencia de ese día era menor.
Lo único que sé es que cuando llegó el reparto de comida, el cual se realizó igualitariamente, nosotros ya nos sentíamos extrañamente satisfechos.
UN DRAGÓN EN EL CIELO
Si algo aprendimos del viaje es que siendo extranjero, la idea de sentarse a descansar en una plaza pública es prácticamente una utopía.
Nunca falta la persona que viene a pedir algo, o a contarnos su vida, o evangelizarnos.
Y Belice no sería la excepción.
El parque que rodea la costa de Corozal es genial. Tiene mesas de piedra con bancos y techitos de paja, y hasta toboganes para que te tires al agua (voto por que todas las ramblas del mundo tengan esta opción).
Allá estábamos, yo comiendo una barrita de caramelo con sésamo, mi nuevo snack favorito, y Wa tomándose un jugo barato cuando de repente se acerca un señor.
Hablaba buen español y comenzó disculpándose por la intromisión; cuando queremos acordar ya nos está contando que un 13 de Mayo, a las 3 de la madrugada, el Señor le mostró el mensaje en las estrellas.
Nos dijo que el no buscaba convertir a nadie, pero sentía que Dios lo eligió para transmitir un mensaje, y luego de una media hora hablando, sacó su carta ganadora, aquella que guardaba desde el comienzo para mostrarla en el momento justo: un papel forrado en cinta adhesiva para una mejor conservación, donde nos mostraba una serie de puntos agrupados que representaban constelaciones en el cielo, aquellas que aquel 13 de Mayo Dios le mostró con el fin de hacerle entender que nos esperaba el paraíso y que el Diablo sería derrotado.
Nos explicó que las 3 estrellas que formaban un triángulo era la Santísima Trinidad (Dios, Hijo y Espiritu Santo) y que el mismo tenía 3 lunares en forma de triángulo, los mismos en cada una de sus manos.
Pero lo más importante era el dragón.
Un dragón, abstractamente representado en la vía láctea, donde según él, se veía claramente su cola y su cabeza quebrados hacia abajo, representando la sumisión y derrota del mal ante el poder de Dios (o lo que vendría a ser lo mismo, del bien).
Sus explicaciones duraron alrededor de hora y media, y aunque sus intenciones eran buenas, cuando se fue nos sentíamos exhaustos.
Corozal fue una de esas ciudades de las cuales esperábamos poco pero nos llenó de sorpresas. Pocas ciudades fronterizas pueden jactarse de esto (Corriverton fue otra excepción).
Una ciudad bisagra donde lo mismo daba hablar inglés o español, ser hindi o católico, mexicano o pro-corona, beliceño, uruguayo o sueco con acento argentino.
Un lugar donde muchas cosas diferentes fueron arrastradas por la corriente y una reja invisible las hizo amontonarse ahí.
Unos pasos más allá, nuestro tercer continente nos recibiría con acento de dibujito animado.