A pesar de que se venían los desfiles de la Feria de las Flores, nosotros nos fuimos 2 días antes de que comenzaran.
No sé, dígannos contra, pero si bien por un lado, a mí personalmente, me tentaba un poco asistir, también sabíamos que iba a estar llenísimo de gente, y como solemos escaparle a las multitudes (con excepción de algunas situaciones y lugares) nos fuimos.
Shohei, nuestro amigo japonés de Medellín, nos había recomendado muchísimo Chigorodó, un pueblito que nos quedaba de pasada en nuestra ruta hacia la costa (y que mas tarde visitaríamos). Al principio no sabíamos si hacerle caso, pero insistió tanto que ya casi habíamos cedido; el punto clave para tomar la decisión fue conocer a la persona que nos podría recibir allá. Alejo era un amigo de Shohei, y se pasó por su casa un día, entonces pudimos conocerlo; entre la insistencia de Shohei y la simpatía de Alejo, decidimos darle una oportunidad a Chigorodó.
El slogan de Shohei para describir este pueblito era: «Chigorodó… nada que hacer», y a veces lo decoraba con «estar tirado todo el día tomando cerveza». Esto de la cerveza no nos tentaba tanto, pero la parte del descanso sí, ya que veníamos de días en donde no parábamos de caminar, y estábamos muy atrasados con el blog, así que la idea de pasar unos días muy tranquilos, también nos resultaba tentadora, mucho más que meternos entre la multitud de los desfiles de la Feria de las Flores.
Sí, nos perderíamos un evento anual que no todos los viajeros tienen la suerte de presenciar, pero nosotros somos muy particulares a veces a la hora de elegir dónde estar en qué momento, por ejemplo, hemos llegado a las partes más frías de nuestro viaje en pleno invierno, y a las partes más calurosas en pleno verano, además de que llegamos al país de la ruta de barro mas larga y difícil que hayamos atravesado, cuando comenzaba la época de lluvias, y lo peor es que algunas de estas situaciones las elegimos a propósito.
En fin, la cuestión es que nos fuimos para Chigorodó, donde según Shohei, no hay nada que hacer.
LA RUTA HACIA LA DESCONOCIDA CHIGORODÓ
No nos separaban demasiados kilómetros, de hecho eran casi 300, y aun así, el autostop no fue tan sencillo cómo creíamos.
Pero primero había que salir de Medellín, así que tomamos un bus que nos transportó 46 kms hasta San Jerónimo, y una vez allá, caminamos un poco hasta salir del pueblo y finalmente encontrar un buen lugar para hacer dedo.
Y cuando digo buen lugar, es en serio.
Dimos con un punto debajo de los árboles, donde además los autos pasaban en tandas porque la ruta estaba cerrada, entonces primero pasaba una tanda de motos y autos hacia un lado, y luego una tanda hacia el otro; esto nos permitía quedarnos sentados en la sombrita cuando pasaban los autos del lado opuesto, y cuando veíamos aparecer las primeras motos en dirección a Chigorodó, nos parábamos porque sabíamos que venían los autos.
Una fresca brisa soplaba, los árboles nos protegían del sol, teníamos una vereda para sentarnos, y a nuestras espaldas sonaba un concierto de grillos.
Era el mejor lugar par hacer dedo, en mucho tiempo.
Lo habremos disfrutado poco menos de una hora, hasta que un chico nos empezó a llamar; había estacionado su camioneta un poco más adelante, y se ofrecía a llevarnos hasta Santa Fé de Antioquía, un pueblito a unos 20 kms de allá. Aún a sabiendas que perderíamos un buen lugar por pocos kilómetros, el chico transparentaba tantas ganas de hablar con nosotros que no pudimos decir que no.
En pocos kilómetros nos contamos muchas cosas: él era de Venezuela, pero hacía algunos años que ejercía su labor allá en Colombia, donde no le iba mal. Conocía algunas cosas de Uruguay, y nos contó algunas otras de su país de origen. Le entusiasmaba mucho el viaje que estábamos haciendo, y creo que la curiosidad junto con un gusto por viajar que también compartíamos, fueron motivos primarios en su decisión de levantarnos en la ruta.
Santa Fé de Antioquía nos pareció un pueblo muy lindo, con callecitas coloniales y un ambiente de pueblo sumamente prolijo; había vida en las calles y daba gusto caminar mirando todo alrededor.
Pero nosotros teníamos que buscar la salida a la ruta, y eso hicimos.
Una vez encontramos un lugar idóneo, al lado de un taller de autos que quedaba sobre la ruta misma, continuamos con el dedito hacia arriba.
Una pareja nos llevó hasta el próximo pueblo, Alto del Chocho (la gente de Chile debe estar pensando cosas erradas en este momento) donde notamos una fuerte presencia militar, que según nos explicaron luego, se debía a que bien cerquita había una mina de oro, y los militares vigilaban la entrada que quedaba sobre el pueblo.
En este pueblo nos pareció gracioso un señor, que al pasar un bus y frenar a pocos metros nuestro, nos empezó a hacer señas para que subiésemos. Ante nuestra negativa, el insistió, pero cuando nos volvimos a negar y el bus arrancó, el señor todo ofendido nos gritó «Meh, ahí se quedaron» mientras movía el brazo con gesto de desprecio.
Nosotros seguimos haciendo dedo a los autos que pasaban, cuando a los pocos minutos volvió a pasar un bus y el señor, que ahora estaba un poco más lejos, nos volvió a hacer señas, pero esta vez insistió menos.
Cada vez que un bus pasaba, veíamos a este señor que, si bien ya no nos hacía señas desesperadas, siempre se daba vuelta a mirar a ver si tomábamos el bus o no.
Como a la media hora de espera, pasó un auto que nos arrimó a Cañasgordas… sí ya sé, pueden reírse… nos fuimos de Alto del Chocho a Cañasgordas… la verdad, no se quien pone los nombres a los pueblos, pero tiene una mente tan retorcida que le haría un monumento.
O la mente retorcida es la nuestra (todos sabemos que esa es la verdad, pero me gusta más la otra así que se callan).
En Cañasgordas, estuvimos esperando una hora aproximadamente, pero tuvimos que abandonar nuestro puesto cuando nos corrió la noche. Atravesamos algunas calles que nos separaban de la salida del pueblo, por la ruta completamente oscura, hasta llegar a una estación de servicio donde pedimos para poner la carpa.
Compramos un poco de pan, nos dieron la clave del wifi para avisarle a la persona que nos esperaba en Chigorodó, y nos dispusimos a dormir, con el sonido de los motores de los camiones que paraban a cada rato como arrullo.
Esos mismos camiones fueron los que nos despertaron a las 5:30 hs, porque sus choferes se pusieron a reparar algo justo al lado de nuestra carpa.
VIAJANDO A DEDO EN LAS ALTURAS
Entre que desarmamos, nos lavamos los dientes, charlamos un poco con los camioneros, comimos más pan, rellenamos la botella con agua de baño, y caminamos un poco más sobre la ruta, comenzamos a hacer dedo como a las 6:05.
Todavía teníamos más de 150 kms por delante.
La espera, que tampoco fue tan extensa, valió la pena.
Un camión se detuvo y ofreció llevarnos hasta Mutatá, es decir, unos 110 kms desde donde estábamos; la única condición era que fuésemos, con mochilas y todo, arriba de la carga que transportaba.
Eso significaba que teníamos que trepar por el camión.
Eso significaba ir al aire libre y muy, MUY alto y ser algo peligroso.
Y todo esto significaba que iba a ser, inevitablemente, divertido.
Con un lugar privilegiado cual, si estuviésemos en el palco superior de algún utópico escenario, disfrutamos de la vista paisajística en las alturas.
Wa se tiró boca arriba apoyado en las mochilas, haciéndo fotosíntesis mientras se absorvía de lleno todo el sol, y yo me senté al estilo «indio» sobre el nylon duro y plano, sintiéndome Aladdin sobre la alfombra mágica.
Todavía no sabíamos que había debajo de nuestras anatomías, pero luego nos enteraríamos que era cemento.
El viaje duró más de 2 horas, y se disfrutó por mil.
Cada vez que pasábamos pueblos o lugares de la ruta en construcción, las personas nos miraban con una sonrisa en el rostro, ya veces intercambiábamos saludos lejanos.
Pero sí, éste sitio privilegiado tenía un lado B no tan bonito: el polvo.
Como la carretera se encontraba en construcción, era muy común atravesar distancias muy empolvadas, donde la tierra seca volaba como harina y nos dejaba los pelos a lo Bart Simpson, duros y hacia arriba (o hacia cualquier dirección).
A esto sumale la transpiración que ya teníamos desde antes de subir al camión, y la que generábamos cada vez que el mastodonte paraba en esos puntos de la ruta donde había que esperar, y vas a obtener como resultado una sustancia barrosa sobre la piel, bastante interesante… no muy visible al principio pero que se notaba al tacto.
Igual, que polvo ni que ocho cuartos, ir ahí arriba estaba genial, ya veríamos después cómo sacarnos esos kilos de mugre que se nos acumulaba encima.
Finalmente, sobre el mediodía llegamos a Mutatá, un pueblo a 80 kms de Chigorodó.
El chofer nos invitó una Coca Cola ante la mirada curiosa de los lugareños, mientras nos proponía algo: si lo esperábamos unas 2 o 3 horas, podríamos seguir viaje con el, ya que luego de descargar en esa ciudad se dirigiría hacia Cartagena, pasando por Chigorodó.
Aceptamos, así que luego del pequeño tentempié, nos subimos de nuevo al camión para llegar hasta la fábrica donde él debía descargar el cemento. Para ello, nos subimos a una parte del camión que queda entre la cabina y la zorra de carga, y ahí fuimos parados (es difícil explicar qué zona específica es, pero en el video que tenemos se ve un poco).
El camión se detuvo justo al lado de un cementerio, y mientras el chofer entró, con camión y todo, a la fábrica, nosotros nos quedamos sentados al lado de la ruta, afuera del cementerio.
Podíamos haber intuido que los cementerios cargan muchas historias consigo, y que no era raro que fuésemos testigos de alguna de ellas.
UN HIJO BALEADO, VÍCTIMA DEL NACOTRÁFICO.
Al vernos aterrizar al costado de la ruta, un señor que estaba sentado en el pasto, apoyado sobre el muro del cementerio, se acercó a nosotros.
Tenía los ojos claramente rojos y cansados, y con voz bajita comenzó a preguntarnos de dónde veníamos viajando, y hacía cuánto tiempo.
La charla fue por los mismos ramales de siempre, hasta que una señora con ropa de enfermera se acerca en una moto y se pone a hablar con el señor al lado nuestro; mencionaban un muchacho baleado, y un padre que no había sido notificado en el momento debido, suposiciones acerca del asesinato, lamentos y demás.
A veces, nos miraban a nosotros y nos incluían en su conversaciones con preguntas como «¿no les parece?», a lo que nosotros participábamos de forma muy discreta, porque evidentemente, se tocaban temas muy serios.
Cuando la enfermera se fue, continuamos hablando con el señor.
Él nos explica que vive en Medellín pero tuvo que ir a Mutatá ese día, para esperar que el cuerpo del muchacho baleado del que hablaban llegase al cementerio para poder realizarle la autopsia.
Suponíamos que ese señor trabajaba en el cementerio, si bien en ningún momento nos había dicho esto, y como el mismo se encontraba cerrado, quizás él estaba esperando que llegaran las personas con la llave y el cuerpo.
Minutos después, la conversación nos reveló lo peor: él era el padre del chico que había sido baleado.
Por eso estaba esperando el cuerpo de su hijo para poder llevárselo y velarlo.
Nos contó que el chico vivía con su mamá, pero que tenía problemas de drogadicción y últimamente estaba metido en «cosas raras». Nos contaba que se sabía quiénes lo habían matado, pero que, en estas zonas, saber quién fue el asesino no era motivo suficiente para encarcelarlos, ya que los narcotraficantes tenían características similares a la mafia, por lo que meterse con ellos era peligroso hasta para las autoridades.
También nos contaba que tenía mucho sueño porque no había dormido nada, y que sentía un dolor en el alma que no se podía explicar con palabras.
Si bien su confesión nos dejó mudos, entendimos también que ninguna palabra podría reconfortar a este señor, porque el dolor que él estaba experimentando era superior a cualquier expresión oral.
No encontramos mejor manera que continuar hablando con él, respondiendo a sus preguntas que oscilaban entre el viaje, el comportamiento de las personas, y la vida misma.
Finalmente, luego de unas 2 horas, un auto negro se detuvo frente al portón del cementerio, y una camilla tapada con una sábana blanca que dejaba adivinar una figura humana debajo, ingresó a la pequeña construcción de cemento, mientras el señor se despedía de nosotros y se dirigía en la misma dirección.
En estos pequeños pueblos en esta parte del tramo uno se sentía como “vigilado” por decirlo de alguna manera, motos venían hacia nosotros y a unos 50 metros, “pegaban” la vuelta, esto era muy frecuente y en varios de estos pequeños pueblos.
Último tramo hacia Chigorodó
Si bien el chofer del camión nos había dicho que no demoraría más de 3 horas, ya estaban a punto de cumplirse las 4, y habiendo tenido que correr a refugiarnos al cementerio cuando se largó la lluvia, decidimos que cuando se detuviese, haríamos dedo nuevamente porque si seguíamos esperando no podríamos llegar de día a Chigorodó.
Apenas unos 20 minutos nos costó dar con un chofer que quiso subirnos a su camioneta para darnos el aventón hacia nuestro destino.
CHIGORODÓ… NADA QUE HACER
Habíamos llegado al pueblo por recomendación directa de Shohei, el tokiota que nos hospedó en Medellín, y nos insistía en que visitar este pueblo era bueno porque «nada que hacer», entonces se podía descansar.
Alejo abrió las puertas de su hogar y nos acomodamos en el living, junto al perrito Apolo que era dueño y propietario de uno de los sillones, así que dormía con nosotros.
Esa noche los 3 recorrimos un poco Chigorodó, cosa que no llevaba más que un ratito porque el pueblo era pequeño, más aún su parte céntrica.
Llegamos a un puente, donde si bien la niebla lo convertía en un punto un tanto misterioso, lo cierto era que no se respiraba peligro en ninguna parte de Chigorodó, ya que el pueblo era tan pequeño que todos se conocían entre todos, así que no había lugar para los ladrones.
A pesar de esto, la segunda noche Alejo nos dejó su dormitorio porque él se fue a los desfiles de la Feria de las Flores, así que nosotros nos quedaríamos solos en la casa durante el fin de semana.
Y fue uno de esos días que conocimos la finca de su familia, a donde fuimos con una de sus hermanas, su marido e hijo.
Tuvimos el placer de conocer plantaciones de Mandioca (Yuca), de plátano, y diversos árboles frutales.
Por iniciativa propia ayudamos a arrancar algunos yuyos, pero la experiencia en la granja orgánica a la que llegamos engañados a través de Couchsurfing para terminar siendo un voluntariado donde teníamos que deshierbar 10 horas al día nos había dejado traumados con esto de arrancar yuyos, así que luego de deshierbar un poco, nos dedicamos a recorrer otras partes de la finca, para finalmente descansar en las hamacas que colgaban bajo un techo.
También es cierto que el calor nos tenía prácticamente derretidos y la noche anterior habíamos dormido apenas unas 2 horas porque nos habíamos levantado bien temprano para ir a la finca.
Una de las hermanas de Alejo nos había dado el almuerzo, y comimos todos juntos escuchando el piar de los pollitos que también se criaban allí para convertirse luego en alimento.
La siesta que dormimos en la finca fue uno de los mejores ratos de sueño que tuve en mucho tiempo, porque unía esa hermosa sensación de dormir justo cuando uno lo necesita, con el aire fresco cargado de oxígeno cortesía de toda la vegetación que nos rodeaba, y en la arrulladora comodidad pendular de una hamaca.
Al regresar a la casa de Alejo, pasamos nuestros días sin salir demasiado, adelantando muchos escritos para este blog, editando videos, y demás tareas referidas al viaje.
Algunas tardes salíamos a caminar por el pueblo, y en la noche conversábamos sobre nuestros respectivos viajes con Alejo, mientras cenábamos algo o bien preparado por él o bien por nosotros.
Alejo es de esas personas entrañables que te sacan una carcajada en el momento que menos te lo esperás, y alguien a quien es muy difícil ver sin una sonrisa en el rostro.
Un día fuimos los 3 a un cumpleaños (4, si contamos al perrito Apolo), que se celebraba en una calle que era muy popular los fines de semana, ya que nos contaron que esos días a la noche se llena de lugareños alegres por efectos del alcohol, atraídos por la cantidad de puestos de comida callejera.
Como ese día era jueves, la calle estaba bastante vacía, así que nuestro grupito cumpleañero era el único que le ponía un poco de vida al lugar.
Subiéndonos a las sillas plásticas, decoramos los alrededores con globos y serpentinas, y entendimos lo diferente que era celebrar un cumpleaños dependiendo del lugar en que uno esté, cuando luego de las papas chips y los bocaditos de queso con dulce de guayaba, nos trajeron un plato de Sancocho, es decir, un tipo de sopa bien cargadita que se come mucho en todo Colombia, y también es países como Ecuador, Perú y Bolivia (con sus diferentes variantes, claro está).
Y aunque el feliz cumpleaños también se cantaba diferente al que cantamos por ejemplo en Uruguay, si hay algo que nunca puede faltar en ningún cumpleaños que se precie de serlo, es la torta.
EL COMIENZO DE LA COSTA
Si tenemos que ser sinceros, lo que más rescatamos del lugar fue, definitivamente, a Alejo, su familia, y la amabilidad de la gente en general.
Claro que Chigorodó tenía ese encanto de pueblo pequeño donde toda la gente se conoce y se saluda, y la amabilidad Colombiana que viene haciendo acto de presencia en todos los lugares que visitamos no era excepción acá, pero lo que no nos terminó de convencer era que se venía dando lo que nos habían comentado en Bogotá, y no habíamos querido creer: que a medida que nos fuésemos acercando a la costa, notaríamos cambios en el comportamiento de las personas y en la «prolijidad» de los pueblos. Y sí, el cambio era muy evidente.
Al igual que en otros países, Chigorodó tenía lo que caracteriza también a los pueblos costeños de otras partes: las personas, si bien más abiertas, son también más ruidosas, y las calles eran más desprolijas que en los pueblos de sierra.
De más está decir que, como pueblo próximo a la costa, el calor era muy fuerte y costaba alejarse del ventilador sin comenzar a desear volver a ponerse frente a él, pero esto era algo esperable, y natural (y se intensificaría a medida que nos acercásemos a la costa).
La última noche que pasamos en Chigorodó, compartimos muy lindos momentos comiendo chicharrón con Alejo y algunos amigos suyos que nos sacaron varias sonrisas a lo largo de la velada… pero cuando ya todos se fueron a sus casas, la noche fue un poco complicada.
En donde estábamos intentando dormir, había una ventana que daba a la calle, y en esa calle, justo frente a la ventana, se había juntado un grupo de unas 20 personas, que con un parlante enorme pusieron música desde las 03:00 hasta las 06:00 hs, acompañado con el sonido de copiosas risas, gritos, y motores de motocicletas.
Esto se debía a que el día siguiente era feriado, así que nadie trabajaba, pero para nosotros, era el día que tendríamos que volver a la ruta a hacer dedo para llegar a nuestro próximo destino, así que no podíamos levantarnos tarde.
Claro que en estos casos no se puede hacer nada, ya que, si bien hay países en donde podés terminar pasando la noche en el calabozo por hacer un ruido de estos decibelios en la calle a las 3 de la madrugada, en otros lados como era el caso de Chigorodó era algo aceptado y hasta normal, sobre todo si al día siguiente era feriado.
Uno no puede pedir que se cambie la costumbre de un pueblo por conveniencia propia, sino que, como todo viajero, debe adaptarse a las costumbres del lugar, así que nos tocó ponernos la almohada sobre la cabeza e intentar conciliar el sueño como sea.
Pero, como todo hay que decirlo, una de las cosas que se decía también sobre la costa y sus alrededores, era que podía sentirse un claro aumento de la violencia, pero le verdad es que nosotros no percibimos esto en Chigorodó, ni de lejos.
Muy por el contrario, la gente nos pareció igual de simpática y amable que en cualquier otro lado del país, y nunca nos sentimos amenazados de ninguna manera.
Según nos habían contado, los actos de violencia más grandes que se habían vivido, era el hecho de que hacía pocos años habían prendido fuego el edificio de la Alcaldía del pueblo a modo de protesta, y una vez habían llegado desde otra ciudad, 2 muchachos que robaban a la gente y la amenazaban, pero ya no estaban más.
Y esos dos casos aislados, no nos parecen suficientes para considerar, al menos a Chigorodó, como un lugar violento o peligroso.
Sobre las 06:00, cuando la música de los parlantes callejeros se apagó, logramos entrar al mundo de Morfeo, para despertarnos unas 3 horas después para alistarnos y volver a salir a la ruta, un poco más tarde de lo normal.
Nuestro próximo destino era otro pequeñisimo pueblo, bastante desconocido, que aunque estába más cerca de la costa, no tenía las características de pueblo costeño.
Situaciones agridulces en el camino
Cuando buscábamos la salida de Chigorodó para hacer dedo, un vendedor de una tienda de camisetas de rock nos detuvo para charlar un rato. Su alegría era genuina al ver a estos dos viajeros, y nos contagió la sonrisa.
Unos pasos más adelante, cuando caminábamos al costado de la ruta, un chico en bicicleta aminoraba su velocidad para ir cerca nuestro, hasta que al fin se armó de valor para hablarnos e intentar ayudarnos explicándonos dónde era un buen lugar para hacer dedo.
Un señor pasó en ese momento con su machete a la espalda y se detuvo a preguntar de dónde veníamos, mientras su dentadura postiza hacía fuerza por escapar de la boca.
Con tantas bellas personas, llegamos a un punto de sombra con el pecho hinchado de felicidad.
Lo que no nos daba felicidad era el hecho que habíamos olvidado llenar la botella con agua, y el sol era inclemente, resecándonos por dentro y por fuera.
Un auto se detuvo y nos invitó a subir, para dejarnos luego en Carepa.
Tuvimos que caminar bastante, ya que la persona nos dejó justo al comienzo de la ciudad, así que tuvimos que atravesarla para hacer dedo a la salida.
Casi secos llegamos a un buen lugar, con un poco de sombra y espacio para que los autos se detuvieran.
Fue al rato cuando un señor Ecuatoriano detuvo su camioneta a un costado y nos invitó una bebida de aloe bien fría que nos salvó de la deshidratación (un poquito dramática era la chica ¿eh?), mientras nosotros acomodábamos las mochilas en el interior del auto.
El señor nos explicó algo que ya estábamos deduciendo por el paisaje: que esa zona se dedicaba principalmente a la producción de banano y plátano, y el estaba en ese negocio (cosa que no es de extrañar viniendo de Ecuador, el principal país bananero de América del Sur).
Cuando llegamos a Apartadó, el pueblo donde él se quedaba, prefirió darnos primero un pequeño paseo por la ciudad, para finalmente dejarnos a la salida, donde intercambiamos números telefónicos.
El siguiente transporte fue un camión que frenó varios metros por delante nuestro, y a lo lejos sólo veíamos que bajaban una especie de reja del interior del camión y la acomodaban a modo de rampa.
Fue entonces cuando empezamos a escuchar los chiflidos y ver las señas que nos hacían levantando los brazos.
Sí, esa rampa que estaban bajando, era para que nosotros nos subiéramos a la parte de atrás del camión, así podrían llevarnos algunos kilómetros.
Uno de los 3 señores se quedó allí con nosotros, mientras otro me ayudaba a subir dándome la mano y otro me subía la mochila al camión.
La generosidad de estos señores multiplicada por 3 era increíble.
Finalmente, nos dejaron en un pueblo a las afueras de Turbo, en donde nos ubicamos al costado de la ruta a hacer dedo, no sin antes pasar por una especie de finca donde una chica nos vendió 2 refrescos chicos a precio local (lo cual se agradece muchísimo).
Al rato nos tocó presenciar algo que nos dejó un mal sabor de boca; vimos una chica venir de entre la espesura de la finca, y la escuchamos gritar, mientras todas las demás personas del lugar corrían en su dirección y se perdían entre los árboles.
A los pocos minutos, aparecen con un chico de unos 20 años, aparentemente desmayado en brazos, y la chica que antes gritaba ahora lloraba desconsoladamente atrás.
Lo montaron a una moto, y se encaminaron rumbo al pueblo más cercano.
Al rato de estar haciendo dedo, se detuvo un camión de mudanza que podía dejarnos en Montería.
El piso de la parte de atrás estaba lleno de cartón y frazadas viejas, así que podíamos descansar un poco sobre un colchón improvisado, y poco a poco nos fuimos quedando dormidos.
De repente, un salto nos despertó y nos vimos volando por los aires; un pozo hizo que el camión saltara de tal manera, que nuestro cuerpo quedó suspendido completamente en el aire en posición horizontal, durante un par de segundos. La caída fue dura, y la cabeza quedó dándome vueltas por un buen rato, pero a los 15 minutos ya estaba semi dormida otra vez.
Cada tanto, me levantaba para asomar un poco la cabeza al costado de la malla que cubría el camión, esa malla que los choferes tuvieron la cortesía de dejar una esquina abierta para que nos entrara aire, pero nos pidieron que no fuésemos todo el viaje asomados porque si la policía nos veía, podían multarlos.
Por eso, solo de vez en cuando, yo me dejaba tentar y me asomaba apenas para disfrutar el paisaje.
Los cultivos de banano continuaban a diestra y siniestra, dejando ver una postal que evocaba paisajes paradisíacos… ya sólo faltaba ver el agua del Caribe.
El camión se detuvo primero en un pueblo a descargar un mueble, y unos kilómetros más adelante en un pequeño caserío (porque no podía llamarse pueblo a un conjunto de 2 o 3 casitas al costado de la ruta) y allí cargaron 19 sacos de limones, así que el resto del viaje fuimos perfumados de forma exquisita. Un muchacho de allí se subió a la cabina con ellos.
Unos kilómetros más adelante, volvió a detenerse para cargar bananas.
Nos hacía gracia como la gente se sorprendía cuando, al levantar la malla del camión, apareciamos nosotros, como salidos de un truco de Houdini, y comenzar a preguntar bajito a los choferes de dónde veníamos.
Ayudamos un poco a cargar los cachos de banano, y cuando toda la carga estaba montada, el espacio que nos quedaba era muy escaso, pero logramos acomodarnos delante de los sacos de limones.
Esta vez, el nuevo pasajero fue uno de los señores que ayudó a cargar los bananos.
De pronto, el camión se detiene, el chofer se baja y nos pide que nos escondamos porque unos metros más adelante estaba la policía, así que tuvimos que saltar la trinchera de sacos de limones y de bananas, y agacharnos lo más pegados posibles al piso, nosotros, y el otro señor.
Sentimos una voz seria, y escuchamos pasos sobre el camión… suspenso.
Temíamos que el policía se asomara sobre los costales de limones, pero por suerte, no llegó a tanto. Enseguida el toldo negro fue puesto en su lugar, y pudimos seguir viaje.
Luego de más de 3 horas de un viaje agitado donde habíamos dormido, habíamos volado, habíamos sido polizones, y habíamos ayudado a cargar bananas, llegamos a Montería, la ciudad que nos daría la entrada al pueblito en donde pasaríamos algunos días.
JARAQUIEL
A unos 12 kilómetros de Montería se encuentra un pueblo dividido por el Río Sinú, el mismo que atraviesa la ciudad capital del departamento de Córdoba.
A un lado del río hay muchas casitas que tienen como factor común palmeras de banano en sus jardines y caminos de tierra, mientras que al otro lado se encuentra la carretera pavimentada, y a sus costados varias fincas, mas aisladas que las casitas al otro lado.
Nosotros nos quedamos en una de estas fincas, rodeados de naturaleza, árboles frutales varios, plantas de berenjena, y gallinitas.
Jaraquiel es de esos pueblos que si se lo mencionás a alguien, aunque sea del propio país, es probable que no lo conozca, y, aun así, vale tanto la pena visitarlo, aunque solo sea para respirar ese aire de paz que sólo se puede respirar en este tipo de pequeñas agrupaciones humanas.
La principal actividad económica de los habitantes de Jaraquiel, es la arenera que se sitúa a orillas del Sinú.
Los lugareños que trabajan allí pueden cumplir diferentes tareas, siendo todas ellas muy sacrificadas y pesadas, factor que se multiplica al saber que todo se realiza bajo el rayo inclemente del sol.
Algunas personas se mueven en botes hasta alguna de las orillas del Sinú, y con un balde se sumergen en el agua para recoger arena del fondo. Luego vuelven a la superficie y vierten la cubeta con arena y agua en el bote.
Otra persona es la encargada de sacar la mayor cantidad posible de agua del bote para dejar únicamente la arena.
Una vez el bote está hasta arriba de arena, con todo el casco hundido bajo el agua, apenas asomando el corredor sobre la superficie, sus conductores lo dirigen hacia la parte en donde esta arena es descargada y dispuesta en grandes dunas.
Otros trabajadores se encargan de mover la arena, y empaquetarla a pura labor de pala, para que luego otros la transporten a sus compradores finales cargando bolsas en sus espaldas.
Nosotros tuvimos la oportunidad de ser invitados a un paseo en bote a través del Sinú, bote en el cual todavía quedaban rastros de la arena transportada hacia minutos, y desde allí pudimos a los trabajadores sumergiéndose en el agua y volviendo con sus baldes de arena.
Y hablando del río, si bien de un lado están las fincas y la carretera pavimentada, del otro, donde hay más casas, están las tienditas de barrio, alguna iglesia, y la escuela primaria y secundaria.
Si vas por el río, siempre se ven entraditas para encallar los botes, ya que prácticamente en cada casa hay uno.
Pero, para atravesar el Río de forma más rápida hay una balsa que consiste en dos botes unidos por una plataforma de madera, con algunas tablas para sentarse pero espaciosa para subir tambien bicicletas y motos.
Esta balsa cobra 500 pesos colombianos (U$S 0,15) por viaje por persona, y está todo el día yendo de un lado a otro del Sinú.
Nos contaron que una de las tiendas que hay a un lado del río tiene un servicio de cadetería gratuito, previamente arreglado con el lanchero, donde las personas que viven al otro lado, en alguna de las fincas, pueden darle una lista en papel al cadete, y este le realiza el mandado de cruzar el río, comprar los víveres, y volver a llevarle los productos a la persona.
Tanto el camino de tierra de un lado del Río, como la carretera pavimentada al otro, llevan a Montería, pero si te movés en vehículo de cualquier tipo, siempre va a ser mejor la carretera.
También tuvimos la oportunidad de pasear en bicicletas que nos prestaron, viendo las fincas a los costados de la ruta.
Hasta encontramos una pequeña elevación que se llamaba «Loma Uruguay» donde había una finca establecida en su cima.
Con lo bajita que era esta mini montaña, tenía sentido que se llamase Uruguay, teniendo en cuenta que allá el terreno es de peni llanura sin casi elevaciones.
Lástima que no llevamos el celular para sacar alguna foto, pero créannos si les decimos que es un paseo que vale muchísimo la pena; la carretera está muy bien cuidada y con escaso tráfico, y el paisaje se disfruta muchísimo, bajo la sombra de los árboles a los costados del pavimento, que a veces formaban hermosos túneles naturales.
En la casa que nos quedamos algunos días, además de disfrutar de jornadas de Monopoly por vez primera para mi (y perder cayendo en bancarrota, dicho sea de paso) fue también la primera vez que vimos murciélagos de cerca.
A la noche, aparecían varios de estos animalitos, como desorientados por quien sabe qué, dándose golpes contra las paredes y los techos de hojas de palma secas.
Me dió mucha pena que uno de ellos se estrelló contra el ventilador, arrancándole un ala entera, y cuando encontramos al pequeño murciélago que había sido despedido mucho mas lejos que el ala, el pobrecito no paraba de chillar pero ya no podíamos hacer nada por el.
¿Y MONTERÍA?
Jaraquiel nos gustó tanto que lo poco que vimos de Montería fue el supermercado que queda justo al final de la ciudad, a donde nos llevaron en moto, principal medio de transporte de la ciudad y del pueblo de Jaraquiel, y el parque lineal, por el cual caminamos mientras buscábamos la salida de la ciudad para seguir haciendo dedo rumbo a nuestro próximo destino.
Nos contaron que en el parque lineal, pueden verse monitos, y hasta algunos perezosos, siendo este lugar la máxima atracción turística del lugar, siendo Montería una ciudad que no está enfocada al turismo y no recibe muchos visitantes al año.
Nosotros no vimos ninguno, pero encontramos un monumento en homenaje al Porro.
Si sos de Uruguay o Argentina, vas a estar poniendo una cara de sorpresa pensando qué liberales son en Montería que hasta se le hace un monumento al cigarrillo de marihuana… pero no, ya te explico.
El porro es la música típica de la zona, la cual consiste principalmente en instrumentos de viento, junto con ritmos africanos.
Hay quienes afirman que sus orígenes viene de una mezcla de los aborígenes de aquellas tierras con sus gaitas, y el ritmo africano traído por los esclavos, agregándose mas detalles de viento con la presencia militar más adelante, mientras que otras teorías afirman que se basa únicamente en ritmos africanos.
Lo cierto es que, si algo tienen en común las diversas teorías, son las raíces traídas por los esclavos negros de África.
Me gustó la explicación del origen de la palabra porro: algunas teorías afirman que viene del nombre de un pequeño tambor que se llamaba así, pero mi teoría favorita es la que dice que ésta palabra deriva del «porrazo» que se le daba a los tambores para lograr parte del sonido característico de esta música.
A día de hoy, no se sabe con exactitud de qué zona exacta del Caribe Colombiano surgió este género musical, pero lo que sí podemos decirte nosotros, es que no sería raro que lo escuches en varias zonas de Montería y sus pueblitos aledaños.
CAMINO AL CARIBE COLOMBIANO
Cuando encontramos un lugar a la salida de Montería, donde pudiésemos disfrutar de una leve sombra, estacionamos las mochilas y el pulgar y la sonrisa salieron a mostrarse a todos los conductores que pasaban sus autos por al lado nuestro.
Justo al lado nuestro había una entrada de autos, y allí se detuvo una camioneta blanca.
El vidrio bajó y dejó ver el rostro arreglado de una señora que nos preguntaba hacia dónde íbamos.
Cuando le explicamos que la idea era llegar a Cartagena, nos dijo que iba a ser difícil porque la ruta está en muy malas condiciones y eso hacía que poca gente se dirija allí.
Ella apenas iba a entrar a su casa, que quedaba en alguna parte de ese sendero a donde llevaba la entrada de autos, pero cuando se enteró que veníamos de Uruguay, sus ojos brillaron y nos ofreció desayunar en su hogar.
La camioneta atravesó una puerta de seguridad donde un guardia de uniforme nos saludó, y llegamos a una casa enorme que parecía sacada de un cuento de hadas.
La señora nos invitó a sentarnos y enseguida nos trajo un plato de cereal integral con frutas deshidratadas, todo bañado en yogur natural.
Luego de terminar nuestro desayuno sorpresivo, no se despidió de nosotros sin llevarnos nuevamente hasta la ruta, y darnos un buen trozo de queso criollo costeño, típico de la zona.
Una hora y poco después un auto nos arrimó hasta Cereté, el próximo pueblo grande después de Montería.
No habían pasado ni 3 minutos cuando, mientras intentábamos salir del pueblo para seguir haciendo dedo, el chofer de una camioneta estacionada nos toca bocina.
Al acercarnos, creyendo que era un taxi, con el «no gracias» pronto en la boca, vemos que la camioneta tenía escrito «transporte de alimentos» en su parte posterior, y el señor nos explica que nos había visto en Montería haciendo dedo, pero no podía llevarnos porque iba con gente, así que ahora que nos vió en Cereté y tenía espacio, quería ayudarnos.
El señor nos llevó unos 80 kms, y si bien nos ayudó muchísimo, también es cierto que tomó la ruta de la costa, la cual no es tan transitada como la ruta que toman aquellas personas que salen de Bogotá o Medellín rumbo a Cartagena.
Pero, aun así, no nos complicamos mucho y decidimos seguir por allí… después de todo, alguien tendría que ir por esa ruta a Cartagena… ¿verdad?
Bueno, no.
Hicimos dedo por más de 3 horas, rompiendo el invicto que tenía hasta ahora Colombia siendo el primer país en donde nunca habíamos esperado tanto tiempo.
Un chico vino a hablarnos, con intenciones de comprarnos artesanías para ayudarnos a seguir viajando… siempre y cuando vendiésemos artesanías, que no era el caso.
La noche nos encontró al costado de la ruta, así que pidiendo permiso al guardia de seguridad de la estación de servicio que teníamos en frente, pusimos la carpa allí, atrás de un bus.
La única advertencia que nos dieron fue «tengan cuidado que en la mañana, cuando el bus salga, no los pise».
De todas formas, si el bus salía antes que nos despertásemos, no creo que nos fuésemos a enterar como para reaccionar a tiempo.
Los pisteros nos dieron la clave del wifi entre risas (porque en teoría no podían darla) y con 4 panes que habíamos comprado, y el trozo de queso que nos había dado la señora en Montería, nos dispusimos a dormir.
Pura utopía.
El calor que hacía en Coveñas era nivel horno, y dentro de la carpa se convertía en nivel Infierno.
Se nos ocurrió abrir un poco la carpa para que corriera alguna gota de aire, pero lo único que entró fue como un kilo de mosquitos que nos picaron por todo el cuerpo, que además, tuvimos que sacarnos la ropa para resistir un poco mejor, dejando más carne al descubierto para los mosquitos.
Si a esto le sumamos la tierra que habíamos agarrado en la ruta, que se nos había pegado al sudor, sensación que ya conocíamos de la vez anterior que habíamos hecho dedo hacia Chigorodó, el combo era sublime.
No aguanté más, y me fui al baño para hacer mis necesidades y de paso darme un pequeño baño improvisado en la pileta.
El inodoro tenía agua, pero las canillas en el baño, eran inexistentes. Había piletas, pero no canillas, por ende, podía irme olvidando del baño turco que me tentaba tanto.
Volví a la carpa e intentamos distraernos comiendo el pan y el queso que teníamos.
Allá estábamos, casi en cueros, sudando la gota gorda, con los pelos duros de tierra y la piel arenosa, rascándonos las picaduras de mosquitos, y racionando la poca agua que nos quedaba, cuando sobre las 22:00 hs nos dimos cuenta que toda la gente de la estación de servicio se había ido.
Sí, la posible seguridad que nos suelen brindar las estaciones de servicio por tener gente trabajando toda la noche, no iba a darse en este caso.
La soledad era total, a excepción de un perrito que dormía cerca de nuestra carpa y nos hacía fiesta cuando íbamos al baño. Y a lo mejor, adentro de algunos de los camiones estacionados, podía haber algún chofer descansando, aunque nunca vimos movimiento de ningún tipo así que lo pondría en duda.
Sobre la 01:30 a.m. Wa no aguantó más y calzándose los pantalones, se fue en una misión de exploración a la búsqueda de alguna canilla de agua.
Volvió exitoso.
Allá, al fondo, atrás de unas rampas de cemento, había una manguera por la cual salía agua, evidentemente de pozo, pero agua al fin, agua para tomar y para lavarnos.
No me lo pensé dos veces. Agarré la toalla, el frasquito de shampoo (que oficiaría también de jabón) y fui a darme un baño turco bajo las estrellas y el silencio de una ciudad dormida en la madrugada.
Y que esperaba que siguiera dormida porque no tenía intención ninguna de que alguien me viera las partes pudendas, sinceramente.
Me lavé los pelos, me saqué el buzo, y ya de cintura para abajo la cosa se puso un poco más difícil… al final de cuentas no dejaba de estar en la calle.
Pero la oscuridad es una buena aliada, y las rampas de cemento también.
Con una sensación de frescura, volví a la carpa, y milagrosamente, ambos pudimos dormir por unas lindas 3 horas, hasta que la mañana nos despertó con su luz amarilla y el ruido del movimiento de la ciudad que también se despertaba.
ÚLTIMO TRAMO A CARTAGENA
Cómo ya nos había sucedido en varias ocasiones, lo que un día puede ser muy difícil, al otro se soluciona mágicamente.
Apenas llevábamos haciendo dedo menos de media hora cuando una camioneta se detiene y un señor nos invita a entrar.
Nos dio manzanas, pan relleno de queso, refrescos a nuestra elección, y hasta se detuvo a comprarnos papitas chips, todo mientras hablábamos de nuestras experiencias viajando, y de la vida en Colombia y en Uruguay.
Todo era feliz hasta que la policía nos detuvo.
Nos pidió los pasaportes, y se llevaron al señor para hablar con el a solas.
De pronto, un oficial viene y nos pregunta a nosotros, en un tono muy casual:
-Buen día… ¿hacia dónde están viajando?
-Hasta Cartagena.
-Ah… ¿y el señor es conocido suyo?
-No, lo conocimos recién haciendo dedo.
-Ah bien… ¿y cuánto les cobra por llevarlos a Cartagena?
-No, nada, viajamos a dedo así que nos está llevando gratis.
-Ah gratis… entiendo. Bueno, que tengan buena tarde.
A los 2 minutos, llega el chofer del auto, se sube, nos da los pasaportes y seguimos viaje.
El señor se ríe, y nos cuenta que le preguntaron si nos estaba cobrando o nos llevaba gratis. Esto era porque es ilegal llevar pasajeros, cobrándoles, si no se tiene el permiso correspondiente, y la policía creyó que el señor se estaba aprovechando de nosotros llevándonos para luego cobrarnos.
Nos contó que cuando les explicó que no, que nos estaba llevando gratis, a dedo, el policía le dijo «¿Y usted no tiene miedo que ellos sean unos asesinos, que lo aten, lo maten y lo tiren a un costado de la ruta para robarle?», a lo que el señor nos confesó que se moría por darle una respuesta que tuvo que tragarse para no tener más problema; la misma era «¿por qué habría de tener miedo? Confío más en los extranjeros que en los locales».
El señor era algo así como un defensor de los viajeros, y aunque él no había salido de Colombia, apoyaba mucho a los extranjeros que veía viajando, y siempre llevaba gente en la ruta.
El señor seguía rumbo hacia Barranquilla, así que nos dejó en un cruce de caminos desde donde podríamos seguir haciendo dedo para recorrer los últimos kilómetros que nos separaban de Cartagena, que no eran más de 50.
Un camión se detuvo, y le pidió a Wa que fuera en la parte de atrás con las mochilas, y yo en la cabina con él, porque el espacio era muy reducido.
Antes de cerrar la puerta del camión, el gritó a Wa «no se preocupe que no le voy a robar a su mujer», lo cual me hizo gracia… claro que no me iba a robar, ni aunque lo intentara.
El señor del camión estaba perdidísimo; había tomado una diferente a la que solía tomar para ir a Cartagena (el solía ir por la que nosotros queríamos tomar en un principio, es decir, la que se toma para ir también a Medellín y Bogotá) y ahora no sabía cómo seguir, así que, parando de vez en cuando para preguntar, y consultando mi GPS, llegamos a destino.
El señor me pidió, antes de bajarme, que le grabara un video o sacara una foto para mostrarle a sus amigos que había conocido a una «gringa», refiriéndose a mi color de pelo y mis ojos, no a mi nacionalidad, así que yo aproveché para filmarlo un rato también.
Cuando me bajé de la cabina y fui a avisarle a Wa que ya estábamos en Cartagena y ahí nos quedábamos, el pobre parecía una chica musulmana… y entendí por qué.
Yo me había quedado con su gorra, así que había tenido que sacar una remera de la mochila, y ponérsela a modo de protección solar porque donde el iba no había techo ni paredes.
Y créanme, Cartagena debe ser lo más parecido al infierno, en niveles de temperatura.
Pero esto era solamente el comienzo…
Que suerte la de ustedes chicos, me encanto esa descripcion que dijiste en el video comparandola con Aladdin en la alfombra respecto al viaje sobre el camion.
Si vuelven en otra oportunidad a Colombia no duden de pasar por Cali, Bogota y Cali fueron las 2 unicas ciudades que pude conocer cuando estuve por alla 2 años y medio atras mas o menos.
PD: (si, soy bastante adicta a las posdatas, sorry, jajaja)…Te veo siempre de camisa en plenas ciudades donde las temperaturas son re altas y hasta me da un poco de calor, no te cocinas un poquito muchacha?, porque yo no aguantaria.