La ruta 40 nos recibió con su paciencia y soledad de siempre.
Un Barilochense enojado con los altos precios de su zona de trabajo (Cerro Catedral) nos arrimó hasta El Bolsón, el mítico pueblo fácilmente asociado por los fanáticos a Frodo Baggins.
En teoría, debería parecerse a La Comarca, pero durante nuestra breve estadía se pareció mas a Silent Hill.
Nos recibió una pareja -contactada por Couchsurfing- con mucha hospitalidad y calorcito de estufa a leña, en su humilde hogar creado enteramente a mano. El dueño de casa había hecho la casa, sin tener conocimientos específicos de construcción, y si bien el mismo señalaba sus errores (algún chiflete por aca, exceso de madera por allá) no podemos dejar de reconocer el mérito que tiene crearse un hogar con tus propias manos.
Aprovechamos la tarde para hacer un pequeño sendero dentro de un parque Nacional, que nos llevaría a la cruz expuesta anteriormente. Luego tuvimos que volver, porque lamentablemente, no contamos con el mejor de los climas; lloviznaba y al ser un pueblo con muchas calles de barro, llegar relativamente limpio era prácticamente una utopía.
Al día siguiente, antes de partir de la ciudad, aprovechamos que había salido tímidamente el sol para recorrer un poco lo que sería el centro. Esta vez pudimos apreciar un poco mejor los alrededores.
Volvimos a la casa a buscar nuestras mochilas y despedirnos, ya que debíamos seguir viaje hacia Trevelin, donde también nos esperaban.
La ruta 40 volvió a recibirnos, tranquila y sin demasiados problemas. No nos costó demasiado tiempo conseguir alguien que nos fuera acercando hasta nuestro próximo destino.
Debido a que entendí mal el punto de encuentro con nuestro couch de Trevelin, terminamos en Esquel, y creyendo que teníamos tiempo de sobra, se nos ocurrió la excelente idea de ir juntando latas vacías en el camino. Habíamos visto, allá en Bariloche, unas máquinas que recibían latas y botellas a cambio de dinero, es decir, le ponías botellas retornables o latas vacias, y te daba un ticket con el cual ibas a la caja del supermercado y te daban o bien dinero, o bien podías comprar cosas por ese valor.
Juntamos latas a través de todo el pueblo; un terreno baldío nos proveyó de montón de mercancía, y después, me tiré de cabeza en terreno militar para conseguir unas latas abandonadas en unas cunetas.
Aún así, triste fue el pitido de “ERROR” que recibimos por parte de la máquina cuando depositámos la primer lata en su interior, y más triste todavía la voz risueña del guardia diciendo “no, no acepta latas, solo botellas” mientras miraba de cotelete nuestra bolsa y forro impermeable de la mochila rebosando de latitas.
Y allá las dejamos, en el tacho de la basura, y con la cola entre las patas, partímos en busca de un wifi gratuito para ver si teníamos novedades de nuestro couch de Trevelin.
El caso es que tuvimos que terminar viajando de apuro en un bus, rumbo a Trevelin mismo, porque allá era donde nos estaban esperando.
TREVELIN – NI EL PUEBLO DE TRIBILÍN, NI EL PUEBLO DE LAS CABAÑAS.
Tengo que confesar que los motivos que teníamos Wa y yo para visitar este pueblo eran bastante distintos.
El había visto fotos en internet donde mostraban a Trevelin como un pueblo lleno de cabañas de madera, y lo había embelesado el panorama arcaico y solemne que mostraba.
En cuanto a mi… yo sólo quería ir porque el nombre me recordaba a Tribilín.
Hasta ahora, nos habíamos acostumbrado a que cuando les contábamos a la gente mi motivo para ir al pueblo se rieran, pero nos pareció raro cuando Wa le dijo a nuestros anfitriones de Couchsurfing que el quería ver las cabañas, se rieron todavía más.
Como llegamos al pueblo de noche, no conocimos nada de la ciudad ese día, pero a la mañana siguiente, y temblando como unas hojitas de Sauce Llorón en pleno vendabal, pudimos comprobar que si bien el pueblo era lindo, no había ni rastro de las cabañas que Wa había visto en internet.
Eso sí, la entrada al pueblo era custodiada por un pintoresco dragón que nos miraba de forma amenazante.
En cuanto a mi motivo…
Los demás días que pasámos en Trevelin los dedicamos a recorrer los terrenos de nuestros anfitriones, ya que el pueblito nos alcanzó a recorrerlo con una sola mañana.
Después de una relajada estadía en Trevelin, donde pudimos compartir intensas charlas, reírnos con las ocurrencias de dos niñas chiquitas muy tiernas, y hasta festejar el cumpleaños de un amigo de la familia cocinando torta y comiendo ñoquis caseros, tuvimos que seguir viaje.
Esta vez, la ruta 40 nos tenía preparadas varias sorpresas en el camino.