ENTRANDO AL CIELO NEVADO
La entrada a El Chaltén fue tan majestuosa que no sé de qué manera describirla sin faltarle el respeto y hacerle honores suficientes. Quizás, la forma más acertada sería decir que parecía que nos íbamos metiendo entre las nubes.
Cada vez que el auto de los suizos tomaba una curva, el paisaje que aparecía frente a nuestros ojos era más majestuoso que el anterior. Daba la sensación que si estirábamos las manos, podíamos tocar las nubes, que se confundían con el blanco de los picos nevados.
El pueblito, que queda metido entre estas montañas, estaba muy poco transitado. Pocos autos y poca gente podía verse por sus calles. Según nos dijeron, en temporada alta está constantemente lleno de turistas, pero ahora, parecía un pueblo durmiendo la siesta.
Podían verse claramente los vestigios que nos mostraban que ese era un pueblo que recaudaba la mayoría de sus ganancias del turismo; en El Chaltén, casi cualquier casa que veías se transformaba en un hostel, el centro de información al turista era enorme, tenía cajero automático y teminal de buses, además de carteles que señalizaban los no pocos trekkings que había en al área. En resumidas cuentas, un pueblo ahora hibernando, pero que se despertaba en verano para recibir a miles de turistas al año.
La idea era quedarnos varios días, y hacer algunos trekkings, sobre todo, poder ver algún glaciar.
De hecho, el primer día intentamos hacer uno que se llamaba “Laguna Torre” pero no pudimos llegar muy lejos; los caminos estaban llenos de hielo, y era muy peligroso. Una pisada en falso y podíamos terminar en caída libre.
Igual, si en su momento creímos que eso era difícil, es sólo porque no sabíamos lo que vendría al día siguiente.
ESCALANDO EL FITZ ROY
La cadena montañosa más famosa de El Chaltén es el Fitz Roy. Cuenta con poco más de 3000 metros de altura, desde la base hasta la punta más elevada, y escaladores de todo el mundo van todos los años dispuestos a subirlo, algunos por el camino oficial, otros, más experientes y aventureros se atreven a adentrarse en sus entrañas.
Nosotros comenzamos el trekking muy inocentemente, si bien los guardaparques del centro de turismo nos habían dicho que no era buena época para subirlo porque probablemente estaría lleno de nieve lo que nos impediría continuar. Ellos mismos casi no nos habían creído cuando les contamos que habíamos llegado a dedo por la Ruta 40 en pleno invierno, así que nosotros decidimos casi no creerles cuando nos dijeron que no creían que llegásemos arriba del Fitz Roy (¡qué trabalenguas!)
, y emprendimos camino.
Nos esperaba una subida de 10 kms, la cual se dividía en el km8; por un lado llegabas a un glaciar, y por otro, a la zona de La Laguna Congelada, en la cima del Fitz Roy (al menos, lo más alto que se puede llegar sin equipo de escalada).
En un principio, nuestro objetivo era ver un glaciar, y si a eso le sumamos que nos habían advertido que el último tramo para llegar a La Laguna Congelada era prácticamente en vertical, una vez alcanzamos el km 8 y debíamos elegir qué camino seguir, la respuesta parecía obvia.
Pero no.
Por vaya uno a saber qué impulso, al final elegimos hacer el camino que nos llevaba a la cima, total ¿qué tan difícil podía ser?
El camino se iba volviendo notoriamente más helado. La tierra del piso iba siendo cada vez más desplazada por las piedras, y luego las piedras, por la nieve.
Finalmente, llegamos al último kilómetro, una subida casi en vertical donde había que ir trepando por las piedras.
El agua corría entre las piedras, y las nieve se hacía cada vez más predominante. Nos comenzamos a cruzar con gente que ya venía bajando. Algunos nos comentaban que no habían llegado porque el camino se volvía demasiado empinado y con la nieve era muy peligroso. Otros nos comentaban que si bien la subida había sido muy difícil, bajar requería más concentración para no salir volando cuesta abajo o peor, en caída libre, montaña abajo.
Las visiones no eran muy alentadoras, mucho menos considerando que estos humildes servidores nunca habían estado en la nieve (no en esa cantidad de nieve, apenas si la habíamos visto en Bariloche), y nunca habían subido una montaña de ese calibre (lo máximo que había subido yo, había sido el Cerro Pan de Azúcar, y en pleno verano).
Aún así, seguímos adelante.
Total, que era verdad. El camino se hizo cada vez más complejo. Cada vez que dábamos un paso teníamos que detenernos a pensar cómo daríamos el siguiente. A veces nuestro pie se hundía en la nieve, otras teníamos que agarrarnos de las piedras para poder avanzar.
Finalmente, y paralizada de terror, pero llena de indignación conmigo misma, decidí quedarme unos 200 metros antes de llegar a la cima. Bueno, no lo decidí yo, lo decidió esa pizca de sensatez que se vé que tengo en alguna parte de mi cerebro. También lo decidió el miedo que me paralizaba, pero me gusta más creer que fue la sensatez.
Así que me quedé sentada en una piedra sobre la nieve, justo antes de una subida en donde vería después, todo el mundo se resbalaba al bajar (a esa hora, los únicos que subían éramos nosotros, el resto solo venían de bajada) mientras Wa seguía rumbo a la cima, y con la promesa de vernos en unos 20 minutos.
Los 20 minutos se convirtieron en una hora. Muchas de las personas que bajaban me preguntaban si estaba bien o si necesitaba algo, todas con acentos distintos. Imagino que la imagen de una chica que había llegado hasta allá arriba sólo para quedarse sentada mirando el paisaje no era algo muy común, así que quizás creían que había llegado hasta ahí y me había lastimado sin poder seguir, o simplemente que estaba paralizada impidiéndome subir o bajar. Algo de razón tenían, porque paralizada estaba, de hecho, de vez en cuando miraba hacia abajo pensando como comenzaría a bajar, llegado el momento. Y lastimado tenía el orgullo.
El frío empezó a hacer mella, y cada vez miraba con más impaciencia el reloj, hasta que finalmente, una hora y quince minutos después, escucho una tos a lo lejos que me resultaba familiar. Wa venía bajando.
Sí, Wa había llegado a la cima. Después el me contaría que ese último tramo, esos 200 metros, fueron los más difíciles y verticales del tramo, por lejos. Me contó que el hielo llegaba a ser muy profundo, al punto que el se hundió en más de una oportunidad, una de ellas hasta las rodillas. Ante mis lamentaciones y siendo que yo esperaba una respuesta algo así como “qué lástima que no viniste”, lo que el me dijo fue algo completamente distinto: “menos mal que no viniste, vos te hubieras caído, y caerse acá puede significar la muerte”. Me contó que él mismo se cayó en varias oportunidades, y en una de ellas hasta rodó unos metros abajo.
En cierta forma, me tranquilizó un poco la conciencia; incluso dudé si me dijo eso para hacerme sentir mejor, todo por amor, pero no, parece que era difícil de verdad. Y además, yo tengo facilidad para tropezarme en un piso completamente horizontal y regular, no entiendo cómo llegué hasta donde llegué en el Fitz Roy, así que mis posibilidades en esos últimos 200 metros eran realmente pocas, y muy peligrosas.
No dejo de sentirme un poco arrepentida porque de alguna manera siento que fui en contra de mis pensamientos de “siempre se puede”, pero a su vez, creo que fue algo sensato. Está bien intentarlo, pero un poco de prudencia a veces, y tomada con sabiduría, puede ser positivo.
Aún así, el panorama que tuvo Wa en la cima fue maravilloso, y como afirma él, subir hasta allá fue hasta ahora lo más “zarpado” que hizo en la vida, físicamente hablando.
Pero la cosa no terminaba ahí: ahora había que bajar.
No sé si sería porque ya había estado una hora y pico temiendo esa bajada, o porque me alentaba saber que estaba camino a una ducha calentita y una cama cómoda que me esperaba, pero la cuestión es que la bajada me resultó más divertida de lo que esperaba.
Sí, leyeron bien, no dije fácil, dije divertida.
Encontré que la mejor manera de avanzar las empinadas bajadas llenas de nieve, era resignándome a congelarme las nalgas, y bajar cual si fuera por un tobogán. Al principio, incluso así me daba miedo, porque la única forma de frenar (para no salir disparada en las curvas, por inercia, en caída libre) era clavar el bastón de trekking en la nieve, justo antes de que la bajada tomara la curva (entiéndase que todo esto era en un segundo). Pero después le fui agarrando el gustito y al final me resultó muy divertido bajar esos tramos. Más todavía si sumamos el plus que al final no salí volando montaña abajo.
El lado malo era que la nieve se me metía por los guantes cuando frenaba (con el palo, con la mano libre, con todo) al punto que en un momento se me congelaron tanto los dedos que me hizo llorar de dolor. Sacando eso, la bajada no estuvo tan mal, hasta me dí el lujo de bajar cantando (o algo así) un largo repertorio de canciones de animé, Disney, etc, durante casi la mitad del camino. Wa no podía entender cómo me quedaba energía para cantar, mientras revoleaba el bastón de trekking. Yo tampoco, pero es algo que simplemente me pasa, como si tuviera en mi interior alguna reserva de energía de emergencia, para cuando parece que ya no puedo más. Supongo que funciona como cuando cargás el poder en los juegos de pelea.
Esa noche decidimos que íbamos a permanecer unos días sin salir de nuestra habitación, sólo recuperándonos del cansancio, y ya de paso, mejorando las gripes que la subida al Fitz Roy había empeorado. El alma estaba completamente llena y feliz por la travesía, ahora sólo restaba curar también el cuerpo.
EL CHALTÉN A OSCURAS
Una de esas noches en las que nos dedicamos a apolillar, mientras hacíamos videos para el canal de Youtube, la luz se apagó.
Quizás, otra persona en nuestro lugar hubiera optado por quedarse esperando que volviera la electricidad, achuchados en el cuarto de hotel, haciendo formas chinescas con una linterna, contando ovejitas (ya que eran cerca de las 21 hs) o bueno… haciendo otras cosas que se hacen en la oscuridad (no doy más ideas, pónganse imaginativos).
A nosotros nos pareció una excelente oportunidad para “ver” la ciudad a oscuras.
O no verla.
Armados con la luz de nuestros teléfonos celulares (del cual nos quedaba como 5% de batería) salimos a la búsqueda de un lugar donde comer, a la luz de las velas, suponíamos. Pero no, no pensábamos en cosas románticas, sino más bien todo lo contrario; íbamos fantaseando con que el pueblo se parecía a un lugar abandonado, lleno de quien sabe que apariciones espectrales.
El hecho de que sea un pueblo con tan poco movimiento en invierno (fuera de temporada) volvía todo más tétrico, porque ni siquiera las luces de los autos podían iluminarnos ya que simplemente casi no pasaban autos, y las pocas veces que pasaba alguno, nos encandilaba.
A su vez, como no estamos en temporada, no es fácil encontrar un lugar abierto luego de las 20 hs. En nuestra estadía en El Chaltén, vimos varios lugares con carteles que rezan ser un restaurante o un bar, pero casi todos cerrados. Según nos dijeron, el pueblo cobra vida a partir de Octubre, cuando comienza la temporada alta. Antes de eso, realmente el único bar abierto es EL bar.
A ese bar nos dirigimos, cuando vimos que era el único lugar con una pequeña luz en su interior, y aparente movimiento.
En efecto, allí estaba la pareja de suizos que nos habían llevado a El Chaltén. Se vé que ellos y nosotros éramos los únicos turistas del lugar en esa época.
Allí comimos una pizza, y escuchamos los comentarios de que era raro que un corte de luz durase tanto rato, que no era algo común. Yo estaba feliz; desde siempre me gustaron los cortes de luz, y si le sumamos que sea en un lugar desconocido, la satisfacción aumenta al cubo.
Retornamos todavía sin luz, y con 1% de batería en el teléfono, lo que aumentaba la emoción del trayecto. Si apagábamos la linterna no podíamos ver absolutamente nada, ni siquiera si teníamos una columna delante.
Y fue entonces cuando El Chaltén dejó de ser El Chaltén para convertirse ahora en el pueblo de Silent Hill (conocida saga de juegos de terror, donde el pueblo está repleto de las peores pesadillas que te puedas imaginar) donde en cualquier momento sentiríamos los pasos arrastrados de una enfermera-mounstruo (típicas de la saga) o la sirena que alerta que la pesadilla comenzaba.
Entre risas y sustos autoinfligidos llegamos a nuestro destino, felices de descubrirnos manteniendo al menos la capacidad de encontrarle el lado divertido a las cosas que a simple vista puedan parecer negativas.
¡NIEVE! ¡AL FIN!
Y por si te lo estabas preguntando, no, no comenzamos el viaje en pleno invierno por simple locura (si bien algo de eso hay, pero no en su totalidad). Nuestro objetivo era bastante sencillo: queríamos conocer la nieve.
Y cuando decimos nieve nos referimos a la nieve de verdad, la de las películas de Navidades Yankees (suponiendo que fuera real y no simulada con una máquina). La nieve en la que podés hacer un muñeco parecido al de Michelin, y armar una bola de nieve para comenzar una guerra fría (pero esta vez, fría de verdad, no metafóricamente hablando). Esa nieve.
Habíamos visto, tocado y comido nieve en Bariloche, pero era más bien la nieve congelada que había quedado de la nevada anterior, semanas atrás, o dicho de otra forma, escarcha, como la que podés ver en el freezer de tu casa. Ahora nos faltaba presenciar una nevada.
Bien, el caso es que un día de los que estábamos en El Chaltén, nevó. Un día que vimos puntitos blancos cayendo, salimos entusiasmados para darnos cuenta que apenas si se veían o sentían. Según nos dijeron los locales, sí, estaba nevando, pero era tan poco que casi no se consideraba nevada.
Aún así, parece que más tarde nevó un poco más fuerte… lo malo es que eso fue de madrugada, mientras dormíamos, así que no nos enteramos.
Al día siguiente cuando salimos a hacer una visita al almacén a comprar algo de comer, nos encontramos con un Chaltén blanco. Blanco y suavecito.
Esta vez no era la escarcha dura de Bariloche, era nieve… ¡Nieve de verdad! ¡La nieve que queríamos ver! ¡Y era totalmente distinta a la que habíamos conocido!
Esta nieve era suave, como estar agarrando polvo. Además, nos resultó muy raro el hecho que no nos dejara las manos mojadas. Era todo un mundo nuevo para nosotros.
No faltó el muñeco de nieve, que fue confeccionado en tamaño mini porque tampoco es que tuviéramos una capa de nieve muy generosa sobre el suelo (y descubrimos que hacer un muñeco de estos, medianamente decente, es más difícil que como se vé en las películas).
Obviamente tampoco faltó la bola de nieve… y una vez hecha ¿cuál es el siguiente paso?
¡La Guerra Fría se había desatado!
Correr, esconderse, armar rápido la bola de nieve, apuntar, movimiento de brazo yyy… ¡tirar!
Bolas van, bolas vienen, los muchachos se entretienen (leer con el tonito de la canción, para quienes la conozcan).
Y así íbamos nosotros, casi los únicos humanos caminando por el pueblo, y los únicos adultos que iban tirándose bolas de nieve como si fueran niños.
Es que sí, durante unos minutos en El Chaltén, fuimos niños otra vez.
1 comentario